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—¿Qué te ha pasado? —indiqué, señalando un gran verdugón purpúreo que le marcaba el cuerpo en diagonal desde el seno derecho hasta el muslo izquierdo.

Ella se frotó la piel con expresión de enojo.

—Es la segunda vez que me pasa esto —dijo—. La primera vez fue en el trasero. Creo que esa cápsula no ajusta bien; hace pliegues.

—Quizá hayas perdido peso.

—¡Qué inteligente!

Desde que nos habían hecho los trajes en Puerta Estelar, nuestras calorías y nuestros ejercicios habían sido cuidadosamente vigilados. Nadie puede usar el traje de guerra a menos que el sensor de piel se ajuste al cuerpo como una película de aceite. Un altavoz instalado en la pared ahogó el resto de su comentario.

—Atención, personal, atención. Todo el personal del ejército, desde el grado seis hacia arriba, y todo el personal de la marina, desde el grado cuatro arriba, deberán presentarse en la sala de reuniones a las 2130. Atención…

El mensaje fue repetido dos veces más. Yo fui a acostarme algunos minutos mientras Marygay mostraba su verdugón (y todo el resto de su persona) al médico y al armero. Dejo constancia de que no me sentí celoso en absoluto.

El comodoro dio comienzo a la reunión.

—No hay mucho que decir; sólo algunas malas noticias. Hace seis días el vehículo taurino que nos persigue soltó un proyectil teledirigido. La aceleración inicial era de 80 gravedades.

Hizo una pausa antes de proseguir:

—Tras mantenerla durante un día entero, más o menos, la aumentó súbitamente a 148 gravedades.

Hubo una exclamación colectiva.

—Ayer volvió a subir: 203 gravedades. No necesito decirles que eso duplica la capacidad de aceleración de los vehículos enemigos de nuestro último encuentro. Lanzamos una salva de naves teledirigidas, en número de cuatro, para que interceptaran las cuatro trayectorias enemigas que la computadora indicaba como más probables. Una de ellas giró a sotavento a poca distancia, mientras efectuábamos las maniobras evasivas. Hicimos contacto con el arma taurina y la destruirnos a diez millones de kilómetros de aquí.

Eso estaba prácticamente a la vuelta de la esquina.

—El único detalle alentador que proporciona el encuentro es el análisis espectroscópico del estallido. No fue más poderoso que los anteriores; por lo tanto podemos deducir que no han progresado tanto en explosivos como en propulsión. O tal vez no creyeron que fuera necesario provocar una explosión mayor que ésa. Ésta es la primera manifestación de un efecto muy importante que hasta el momento ha interesado sólo a los teóricos.

En seguida señaló a Negulesco y le preguntó:

—Dígame, recluta, ¿cuánto hace que combatimos a los taurinos por primera vez, en Aleph?

—Depende del marco de referencia —respondió ella, obediente—. Para mí son ocho meses, comodoro.

—Exactamente. Sin embargo, ustedes han perdido unos nueve años, debido a la dilatación cronológica, mientras maniobrábamos entre saltos colapsares. Desde un punto de vista de la ingeniería y puesto que no hemos efectuado ninguna investigación importante durante ese período, ¡el vehículo enemigo viene del futuro!

Hizo otra pausa para permitir que asimiláramos la idea. Después prosiguió:

—A medida que se desarrolle la guerra, esto será más y más pronunciado. Los taurinos, empero, tampoco han encontrado remedio a la relatividad, lo que puede operar en nuestro beneficio. Sin embargo, hasta el presente jugamos en desventaja A medida que el vehículo taurino se aproxime, esta desventaja se acentuará. Es muy posible que nos aniquilen.

«Tendremos que hacer algunas maniobras extrañas. Cuando estemos a quinientos millones de kilómetros de la nave enemiga todo el mundo entrará en las cápsulas y confiaremos la situación a la computadora logística. Ella nos llevará a través de una rápida serie de cambios en dirección y velocidad. Les seré totalmente sincero: si ellos tienen una sola nave teledirigida más que nosotros, será nuestro fin. No han vuelto a lanzar ninguna desde la primera vez. Tal vez se están reservando o…

Y concluyó, mientras se enjugaba la frente con ademán nervioso.

—O tal vez no tenían más que una. En ese caso el triunfo será nuestro. De cualquier modo pido a todo el personal que esté listo para entrar en las cápsulas con sólo diez minutos de advertencia. Cuando estemos a mil millones de kilómetros del enemigo deberán ustedes estar de pie ante las cápsulas. Cuando se aproxime hasta los quinientos millones entrarán en ellas; entonces inundaremos y presurizaremos las salas de cápsulas. No habrá tiempo para esperar a nadie. Por mi parte, eso es todo. ¿Quiere agregar algo, mayor?

—Ya hablaré después con mis soldados, comodoro.

—Rompan filas.

No hubo nada de aquel estúpido saludo, «jódase, señor». La marina lo consideraba como algo impropio de su dignidad.

Todos, menos Stott, seguimos en posición de firmes hasta que él salió de la sala. Después algún otro marinerito repitió «rompan filas» y todos nos marchamos.

Yo me dirigí al comedor en busca de soja, compañía y, a ser posible, alguna información. Allí no había más que especulaciones ociosas, de modo que invité a Rogers y nos acostamos juntos. Marygay había vuelto a desaparecer; probablemente estaba tratando de sacarle algún dato a Singhe.

3

A la mañana siguiente se realizó la prometida charla con el mayor. Éste no hizo sino repetir aproximadamente lo que ya había dicho el comodoro, en términos de infantería y con su monótono staccato. Puso énfasis en el hecho de que sólo sabíamos una cosa de los taurinos: habían mejorado su capacidad en cuanto a navegación y era muy probable que ya no fueran tan poco eficaces como en el encuentro anterior.

Pero eso trae a cuento un aspecto interesante. Hacía ocho meses o nueve años habíamos tenido una enorme ventaja a nuestro favor, pues ellos parecían no comprender de qué se trataba. Puesto que eran tan belicosos en el espacio, habíamos supuesto que serían verdaderos salvajes en tierra firme. En cambio se pusieron prácticamente en fila para entrar en el matadero. Uno, el que había escapado, describió seguramente a sus congéneres aquella anticuada forma de combate.

Sin embargo, no era seguro que esa noticia hubiera llegado a conocimiento del grupo que custodiaba Yod-4; la única forma de comunicarse superando la velocidad de la luz consiste en llevar físicamente el mensaje a través de sucesivos saltos colapsares. Y no había manera de saber cuántos eran los saltos entre Yod-4 y el planeta natal de los taurinos. Tal vez el grupo en cuestión se mostrara tan pasivo como los otros; tal vez llevaban más de diez años practicando tácticas de infantería. Ya lo averiguaríamos al llegar allí.

Mientras el armero y yo ayudábamos a mi brigada con el mantenimiento de los trajes, pasamos el límite de los cien millones de kilómetros y tuvimos que acercarnos a las cápsulas. Nos quedaban cinco horas antes de meternos en ellas. Jugué una partida de ajedrez con Rabí y la perdí. Después Rogers ordenó al pelotón realizar unos vigorosos ejercicios gimnásticos, probablemente sólo para apartar los pensamientos de tan triste perspectiva: yacer medio aplastado en las cápsulas durante cuatro horas, como mínimo. Hasta entonces habíamos soportado sólo la mitad de ese tiempo. Cuando sólo faltaban diez minutos para llegar al límite de los quinientos millones de kilómetros, los jefes de patrulla supervisamos la entrada a las cápsulas. En ocho minutos estuvimos encerrados, cubiertos de fluido y a merced de la computadora, o a salvo en sus brazos.

Mientras yacía allí, exprimido, se me ocurrió una idea tonta que siguió dando vueltas en mi mente como la carga de un superconductor: según las formalidades militares, la conducción de la guerra se divide claramente en dos categorías: táctica y logística. La logística se relaciona con el movimiento de tropas, la provisión de alimentos y casi todos los demás aspectos, con excepción del combate en sí, que corresponde a la táctica. Y en aquellos momentos estábamos combatiendo sin computadora táctica que nos guiara para el ataque y la defensa; sólo contábamos con un pacífico supereficiente encargado cibernético de suministros, con una enorme computadora logística. Atención al término: logística.