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Todas esas porquerías, esa repetida insistencia sobre la disciplina militar, me tenían preocupado; empezaba a sospechar que no nos darían la baja. Marygay decía que estaba paranoico. Según ella, todo eso se debía sólo a que no había otro modo de mantener el orden durante diez meses.

Nuestras charlas se reducían fundamentalmente a maldecir al ejército y a especular sobre los cambios que habría sufrido la Tierra, sobre lo que haríamos cuando volviéramos a la vida civil. Entonces contaríamos con una pequeña fortuna: veintiséis años de sueldo acumulado a nuestra disposición, con el agregado del interés compuesto. Los quinientos dólares que nos habían pagado como primer sueldo se habrían convertido en mil quinientos.

Llegamos a Puerta Estelar a fines de 2023.

La base había crecido en forma sorprendente durante los diecisiete años de la campaña de Yod-4. El edificio tenía el tamaño de una pequeña ciudad y albergaba a casi diez mil personas. Setenta y ocho cruceros, iguales o mayores que la Aniversario, efectuaban incursiones en los planetas portales de los taurinos. Otros diez custodiaban Puerta Estelar; por último, otros dos permanecían en órbita, esperando a la tripulación y a la infantería, listos para partir. Una nave llamada Esperanza de la Tierra II acababa de regresar del combate y aguardaba en Puerta Estelar a que llegara otro crucero. Había perdido las dos terceras partes de la tripulación y no resultaba conveniente que volviera a la Tierra con sólo treinta y nueve personas. Treinta y nueve civiles confirmados.

Bajamos al planeta en dos naves exploradoras.

El general Bostford (al que habíamos conocido como mayor en nuestro primer encuentro, cuando Charon era sólo dos cabañas y veinticuatro tumbas) nos recibió en una elegante sala de conferencias, paseándose frente a un enorme cubo de operaciones holográficas. A duras penas pude entender lo que decían las etiquetas; quedé atónito al comprender la enorme distancia que separaba a Yod-4 de aquel lugar, aunque al tratarse de saltos colapsa-res el espacio no tiene importancia. Nos habría llevado diez veces el mismo tiempo llegar a Alfa Centauro, que estaba a la vuelta de la esquina, pero sin colapsar que llevara hacia ella.

—Como ustedes saben…

Había comenzado en un tono demasiado alto y se interrumpió para bajarlo a un volumen más coloquial.

—Como ustedes saben, podríamos repartirlos en otras fuerzas de choque y enviarlos nuevamente a combate, pues la Ley de Reclutamiento Escogido ha sido modificada y el período de servicio es de cinco años subjetivos en vez de dos. No haremos semejante cosa, pero ¡caray!, me parece muy probable que algunos de ustedes quieran permanecer en el ejército. Con dos años más de sueldos retenidos a interés compuesto se encontrarían ricos de por vida. Es cierto que han sufrido graves pérdidas, pero eso era inevitable: ustedes fueron los primeros. Desde ahora las cosas serán más sencillas. Los trajes de combate han sido mejorados, conocemos mejor las tácticas taurinas y nuestras armas son más efectivas. No hay por qué temer.

Tomó asiento a la cabecera de nuestra mesa y observó el largo eje que ésta formaba, sin ver a nadie.

—Mis propios recuerdos de guerra datan ya de medio siglo. Para mí se trató de algo vigorizante, lleno de estímulos. Tal vez ustedes sean diferentes.

«O no tenemos una memoria tan selectiva», pensé.

—Pero eso no viene al caso. Puedo ofrecerles una posibilidad que no involucra el combate directo. Andamos muy escasos de buenos instructores. Podría decirse que no tenemos ninguno, puesto que lo ideal sería emplear como instructores a veteranos de guerra. Ustedes fueron adiestrados por veteranos de Vietnam y Sinaí; los más jóvenes tenían ya más de cuarenta años cuando ustedes se marcharon de la Tierra. De eso hace ya veintiséis años. Por eso les necesitamos y estamos dispuestos a pagarles bien.

»La Fuerza ofrece el cargo de teniente a quienes acepten el puesto de instructor. Pueden escoger entre quedarse en la Tierra, en la Luna con paga doble, en Charon con paga triple, o aquí, en Puerta Estelar, donde el sueldo es cuádruple. No hay necesidad de que lo decidan de inmediato. Cada uno de ustedes tiene derecho a viajar gratuitamente a la Tierra. Les envidio; hace veinte años que no voy y creo que no regresaré jamás. Allá tendrán la oportunidad de probar la vida civil. Si no les gusta, no tienen más que entrar en cualquier oficina de la FENU; saldrán de ella con un título de oficial y podrán elegir el destino. Algunos de ustedes sonríen; creo que no deberían juzgar tan precipitadamente. La Tierra no es ya el mismo lugar que ustedes conocieron.

Extrajo una pequeña tarjeta de su túnica y la miró con una semisonrisa.

—La mayoría de ustedes dispondrá de cuatrocientos mil dólares, entre sueldos acumulados e intereses. Pero la Tierra está en pie de guerra y, por supuesto, son los ciudadanos los que la costean con lo que pagan en concepto de impuestos. Sus propios ingresos les colocan en la categoría de quienes pagan el noventa y dos por ciento del impuesto sobre la renta. Con treinta y dos mil dólares podrían vivir unos tres años, cuidando mucho los gastos. Tarde o temprano tendrán que buscar trabajo, y éste es precisamente el empleo para el cual están mejor preparados. No hay muchos otros disponibles; la población de la Tierra supera los nueve billones, de los cuales cinco o seis carecen de empleo. Por otra parte, ustedes están retrasados veintiséis años en sus respectivas profesiones.

»Deben tener en cuenta, además, que los amigos y las novias que hayan dejado hace dos años tendrán ahora veintiséis años más; muchos parientes habrán muerto. Creo que el mundo les parecerá muy solitario. De cualquier modo, para que estén mejor informados sobre el tema, les dejaré con el sargento Siri, que acaba de llegar de la Tierra. Adelante, sargento.

—Gracias, general.

Algo en el rostro, en la piel de ese hombre me llamó la atención; al fin comprendí que usaba lápiz de labios y polvo facial; sus uñas eran suaves almendras blancas.

—No sé por dónde comenzar—dijo, mordiéndose el labio superior y mirándonos con el ceño fruncido—. Las cosas han cambiado mucho desde que yo era niño. Tengo veintitrés años, de modo que ni siquiera había nacido cuando ustedes partieron con rumbo a Aleph… Bueno, para empezar: ¿ cuántos de ustedes son homosexuales?

Nadie respondió.

—No me sorprende. Por mi parte, lo soy…

¡Y no bromeaba!

—… y creo que una tercera parte de la población de Europa y Norteamérica lo es también. En la India y en el Oriente Medio la proporción es mayor, pero decrece en Sudamérica y en la China. Casi todos los gobiernos propician la homosexualidad, sobre todo porque es un método infalible para el control de la natalidad. Las Naciones Unidas se mantienen oficialmente al margen del tema.

Aquello me sonó a sofisma. En el ejército conservaban una muestra de esperma congelado y sometían a los soldados a una vasectomía; eso sí era a prueba de balas. Pero ya en mi época de estudiante muchos homosexuales de la universidad empleaban ese argumento. Tal vez diera resultado, a su modo; yo habría creído que la Tierra tenía mucho más de nueve billones de habitantes.

—Cuando allá en la Tierra me dijeron que debería hablar con ustedes efectué algunas investigaciones, principalmente entre viejos telefaxes y revistas. Muchas de las cosas que se temían entonces no se produjeron. El hambre, por ejemplo. Aun sin emplear toda la tierra y el mar disponibles logramos alimentar a todo el mundo, con posibilidades para el doble de población, mediante la aplicación de calorías. Cuando ustedes partieron, millones de personas morían lentamente de hambre. Ahora no existe tal cosa.