—Es lo más cerca que podemos llegar—dijo el piloto por el intercomunicador— sin entrar en el sistema de conducción automática de la ciudad, que nos llevaría a aterrizar en la cima. El aeropuerto está hacia el norte.
Y nos alejarnos un poco a través de la sombra arrojada por la ciudad.
El aeropuerto no era ninguna maravilla, aunque era más grande que cuantos yo había visto hasta entonces, era también más convencional en cuanto a su diseño: una terminal central, que parecía el cubo de una rueda, desde donde partían pequeños monorrieles que, tras recorrer más o menos un kilómetro, acababan en estaciones terminales menores por completo para aterrizar cerca de un avión estratosférico de Swissair; del helicóptero pasamos al otro aparato. El trayecto que debíamos recorrer estaba cerrado por cordones y circundado por una multitud que nos lanzaba vítores. Con seis billones de desocupados no costana mucho reunir una multitud con cualquier excusa.
Temí que nos esperaran más discursos, pero entramos directamente en el avión. Los camareros (hombres y mujeres) nos trajeron emparedados y bebidas mientras la multitud se dispersaba. No hay palabras para describir el sabor de un emparedado de pollo y una cerveza fresca, tras dos años de ingerir mierda reaprovechada.
El señor Ojukwu nos explicó que nos llevarían a Ginebra, al edificio de las Naciones Unidas, donde esa misma noche recibiríamos los honores de la Asamblea General. «Donde nos van a exhibir», pensé al escucharle. Él comentó que casi todos teníamos parientes esperándonos allí.
Al cruzar el Atlántico notamos que el agua parecía extrañamente verdosa. Aquello despertó mi curiosidad y lo anoté mentalmente para interrogar a la camarera, pero los motivos no tardaron en hacerse evidentes. Se trataba de una granja. Cuatro enormes balsas (debían ser gigantescas, aunque yo no tenía modo de calcularlo, pues no sabía a qué altura volábamos), avanzaban en lenta procesión sobre la superficie verde; cada una dejaba una estela de color azul oscuro que se desvanecía lentamente. Antes de que aterrizáramos descubrí que se trataba de un alga tropical cultivada para la alimentación.
Ginebra era un solo edificio, al estilo de Jacksonville, aunque parecía de menor tamaño, tal vez porque la empequeñecían las montañas naturales entre las que estaba enclavada. La nieve que la cubría le daba un aspecto suave y bello.
Caminamos un minuto por entre la nieve arremolinada (¡qué placer no estar siempre «a temperatura de interior»!) hasta llegar a un helicóptero que nos llevó a la cima del edificio. Desde allí tomamos un ascensor, después una acera móvil, después otro ascensor y otra acera móvil, hasta un ancho corredor que llevaba a Thantstrasse 281B, recinto 45, según la dirección que me habían dado. Me sentía casi asustado cuando puse el dedo sobre el timbre. Ya me había hecho a la idea de que mi padre había muerto (el ejército nos esperaba en Puerta Estelar con esa clase de noticias), pero eso no me preocupaba tanto como la idea de que mi madre se hubiera convertido súbitamente en una anciana de ochenta y cuatro años. Estuve a punto de lanzarme en busca de un bar para dejar en él un poco de sensibilidad, pero me sobrepuse y oprimí el botón.
La puerta se abrió con prontitud. Había envejecido, pero no estaba demasiado cambiada; tenía algunas arrugas más y el pelo gris se había puesto blanco. Nos miramos fijamente por un instante; en seguida, al abrazarnos, noté con sorpresa y alivio que me sentía feliz de estar con ella.
Me quitó la gorra y me hizo pasar a la sala de estar. Allí me esperaba una verdadera sorpresa. Allí estaba mi padre, de pie, serio y sonriente al mismo tiempo, con la inevitable pipa en la mano. Tuve un arranque de cólera contra el ejército, que se había equivocado en tal forma. En seguida comprendí que no podía ser mi padre, con aquel aspecto, tal corno yo lo recordaba desde la infancia.
—¿Michael? ¿Mike?
Él se echó a reír.
—¿Quién, si no? ¿Willy?
Mi hermano menor, ya maduro. No lo veía desde 1993, el año en que comencé la carrera universitaria. Por entonces tenía dieciséis años. Veinticuatro meses después estaba en la Luna por cuenta de la FENU.
—¿Ya te has cansado de la Luna? —le pregunté mientras cambiábamos un apretón de manos.
—¿Eh? ¡Oh, no, Willy! Todos los años paso uno o dos meses en tierra firme. Las cosas han cambiado mucho.
Cuando comenzaron a reclutar gente para ir a la Luna se sabía que sólo había un viaje de regreso, pues el combustible costaba demasiado como para permitir licencias.
Los tres nos sentamos en torno a una mesita baja de mármol; mamá nos ofreció cigarrillos de marihuana.
—¡Hay tantos cambios! —observé, antes de que comenzaran a hacerme preguntas—. Habladme de todo esto.
Mi hermano agitó las manos, riendo.
—¡Será una historia muy larga! ¿Dispones de un par de semanas?
Era obvio que no sabía cómo dirigirse a mí. Indudablemente ya no era el hermano mayor. ¿Qué era entonces? ¿Su sobrino?
—De cualquier modo Michael no es el más indicado para informarte —dijo mamá—. Los lunícolas hablan de la Tierra como las vírgenes del sexo.
—Vamos, mamá…
—Con entusiasmo e ignorancia.
Encendí uno de los cigarrillos e inhalé profundamente. Tenía un sabor dulce y extraño.
—Los lunícolas viven unas pocas semanas por año en la Tierra y pasan la mitad de ese período tratando de enseñarnos cómo se hacen las cosas.
—Posiblemente. Pero también pasamos la otra mitad observando. Objetivamente.
—Bueno, ya apareció el «objetivismo» de mi querido Michael —comentó mamá, recostándose hacia atrás con una sonrisa.
—Mamá, ya sabes que… ¡Oh, diablos, cambiemos de tema! Willy dispone de toda la vida para averiguar quién tiene razón.
Echó una calada a su cigarrillo, pero entonces noté que no inhalaba el humo.
—Háblanos de la guerra, hombre —me dijo—. Se dice que estuviste en la fuerza de choque que luchó frente a frente contra los taurinos.
—Sí. No fue gran cosa.
—Es cierto —observó Mike—. Dicen que se portaron como cobardes.
—Bueno, no tanto como eso —repliqué, mientras sacudía la cabeza para aclararla; aquella marihuana me estaba aturdiendo un poco—. Yo diría que no entendían muy bien de qué se trataba. Fue como una galería de tiro al blanco. Se pusieron en fila para que disparásemos.
—¿Cómo es posible? —dijo mamá—. Las noticias decían que habíais perdido a diecinueve compañeros.
—¿Dijeron que nos habían matado a diecinueve? Eso no es verdad.
—No lo recuerdo con exactitud.
—Bueno, en realidad perdimos a diecinueve compañeros, pero sólo cuatro cayeron ante el enemigo. Eso fue en la primera parte de la batalla, antes de que descubriéramos el modo de burlar sus defensas.
Decidí no explicarles cómo había muerto Chu; era demasiado complicado.
—De los otros quince —proseguí—, uno cayó bajo nuestros propios rayos láser. Perdió un brazo, pero sobrevivió. En cuanto a los otros… perdieron la razón.
—¿Por qué? ¿Algún arma de los taurinos? —preguntó Mike.
—Los taurinos no tuvieron nada que ver. Fue el ejército. Nos condicionaron para que tiráramos a matar sobre cualquier cosa viviente una vez que el sargento activara el condicionamiento con unas palabras clave. Cuando salimos de ese estado muchos no pudieron soportar el recuerdo. Se sentían carniceros.
Tuve que volver a sacudir la cabeza un par de veces. La droga me estaba haciendo mucho efecto. Me levanté con cierto esfuerzo y murmuré:
—Vais a tener que perdonarme. Llevo muchas horas en pie.
—Por supuesto, William.
Mamá me tomó por el codo para conducirme hasta un dormitorio y prometió despertarme a tiempo para las festividades de la noche. La cama era cómoda hasta la indecencia, pero yo habría podido dormir apoyado contra un árbol nudoso.