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La fatiga, la droga, las excitaciones del día me habían agotado. Mamá tuvo que rociarme la cara con agua fría para despertarme. Después me condujo hasta un armario del que me indicó dos vestimentas como adecuadas para la ocasión. Escogí la de color rojo ladrillo, pues el tono azul pólvora me pareció muy afectado. Tomé una ducha y me afeité. Después de rechazar los cosméticos (Mike, que estaba hecho una muñeca, se ofreció para ayudarme), armado con la media página de instrucciones para llegar hasta la sede de la Asamblea General, salí de aquellas habitaciones.

Me perdí dos veces en el trayecto, pero en cada intersección de corredores había una pequeña computadora que proporcionaba instrucciones para llegar a cualquier parte, en catorce idiomas distintos.

En mi opinión las ropas masculinas habían dado un paso atrás. Desde la cintura hacia arriba la cosa podía pasar; se usaba una blusa apretada de cuello alto con una capa corta. Pero también un cinturón ancho y brillante, completamente inútil, del que colgaba una pequeña daga con incrustaciones de piedras preciosas, que quizá sirviera para abrir correspondencia. Los pantalones se fruncían en grandes pliegues, sujetos a algo más abajo de la rodilla por botas de tacón alto, de un material sintético brillante. Con un sombrero de plumas habría parecido un personaje de Shakespeare.

Las mujeres estaban mucho mejor. Me encontré con Marygay ante la sala de la Asamblea General.

—Tengo la impresión de estar completamente desnuda, William.

—Pero te queda muy bien. De cualquier modo es lo que se estila.

Casi todas las mujeres jóvenes con quienes me había cruzado llevaban un atuendo similar: era una simple camisa con grandes aberturas rectangulares a ambos lados, desde la sisa hasta el ruedo. Y el ruedo terminaba allí donde comienza la imaginación. El pudor exigía movimientos muy moderados y una gran fe en la electricidad estática.

—¿Has visitado este lugar? —preguntó, tomándose de mi brazo—. Entremos, conquistador[1].

Cuando hubimos traspuesto las puertas automáticas me detuve en seco: la sala era tan amplia que me pareció haber salido al exterior. El suelo tenía forma circular y medía más de cien metros de diámetro. Los muros se elevaban unos buenos sesenta o setenta metros hasta acabar en una cúpula transparente (recordé entonces haberla visto cuando aterrizábamos) sobre la cual danzaban y giraban grises copos de nieve. Las paredes eran de mosaico cerámico, con miles de figuras que representaban cronológicamente los progresos de la humanidad. No sé cuánto tiempo pasé contemplándolos.

Una vez cruzada la sala nos reunimos con los otros veteranos para tomar café. Era sintético, pero siempre mejor que la soja. Supe entonces con fastidio que ya no se cultivaba el tabaco en la Tierra, salvo en pequeñas cantidades. Algunas zonas habían prohibido su siembra a fin de dedicar más tierras a la producción de alimentos. El poco tabaco disponible era muy caro y por lo general de pésima calidad, pues había sido cultivado por aficionados en pequeños patios o en canteros de balcón. El único tabaco bueno provenía de la Luna; su precio resultaba… bueno, astronómico.

La marihuana, en cambio, era abundante y barata. En algunos países, como en Norteamérica, por ejemplo, el gobierno la producía y distribuía gratuitamente. Ofrecí un cigarrillo a Marygay, pero ella lo rechazó.

—Tendré que acostumbrarme poco a poco —dijo—. Hoy fumé uno y estuve a punto de quedar inconsciente.

—A mí me pasó lo mismo.

Un anciano de uniforme entró en el vestíbulo; su pecho era una vistosa ensalada de frutas formada por cintas, y los hombros se le vencían bajo el peso de las cinco estrellas. Sonrió cuando la mitad de los asistentes se levantó de un salto.

—Buenas noches, buenas noches —saludó, indicando con las manos que todo el mundo podía sentarse—. Me alegro de verles aquí y de que sean tantos.

¿Tantos? Éramos apenas la mitad del grupo inicial.

—Soy el general Gary Manker, jefe de personal de la FENU. Dentro de unos minutos pasaremos a la sala. Después de una breve ceremonia les dejaremos en libertad para descansar. Bien lo merecen. Pueden haraganear durante unos cuantos meses, recorrer el mundo, hacer lo que les plazca, mientras logren esquivar a los periodistas. Sin embargo, quisiera decirles antes unas pocas palabras sobre lo que ustedes tendrán deseos de hacer, cuando se cansen de las vacaciones y comiencen a quedarse sin dinero.

Era de esperar: lo mismo que el general Botsford nos había dicho en Puerta Estelar. «Necesitarán un empleo y pueden contar con éste.» Terminó diciendo que al cabo de pocos minutos vendría un ayudante para llevarnos al escenario y se marchó. Nos resultó muy divertido discutir, mientras tanto, los méritos de volver al ejército.

El ayudante resultó ser una joven muy bonita que no parecía tener mejor opinión de los militares. Supo manejarnos de modo que nos ordenáramos alfabéticamente y nos condujo hacia la sala. Los delegados que ocupaban las dos primeras hileras nos habían cedido los asientos. Yo ocupé el de «Cambia», desde donde escuché, sintiéndome muy incómodo, leyendas de heroísmo y sacrificios. El general Manker narraba hechos verídicos, pero sus palabras no eran precisamente las más adecuadas.

Después nos llamaron uno por uno; el doctor Ojukwu nos fue entregando una medalla de oro que pesaría más o menos un kilo. Después pronunció un pequeño discurso acerca de la humanidad unida en una causa común, mientras discretas cámaras holográficas nos enfocaban sucesivamente. Había que animar a los compatriotas. Finalmente desfilamos bajo oleadas de aplausos que nos parecieron de algún modo opresivas.

Como Mary gay no tenía parientes vivos la invité a que me acompañara y se acostara conmigo. Una verdadera multitud pululaba en torno a la entrada, por lo que optamos por emplear la otra, tomamos el primer ascensor que se presentó a la vista y nos perdimos por completo en una maraña de aceras móviles y ascensores. Al fin llegamos a casa, gracias a las pequeñas computadoras de las esquinas.

Ya había hablado con mamá sobre Marygay, diciéndole que probablemente la traería conmigo a mi regreso. Se saludaron con mutuo entusiasmo y después mamá nos dejó en la salita con un par de copas y fue a preparar la cena. Mike se reunió con nosotros.

—La Tierra va a pareceres terriblemente aburrida —dijo, después de un poco de conversación intranscendente.

—¿Te parece? —repliqué—. La vida militar no es precisamente estimulante. Cualquier cambio me parecerá…

—No conseguirás trabajo.

—En física no, ya lo sé. Un atraso de veintiséis años es como…

—No conseguirás ningún trabajo.

—Bueno, yo había pensado seguir el doctorado cuando volviera. Tal vez…

Mike meneó la cabeza.

—Deja terminar, William —dijo Marygay, agitándose inquieta—. Ha de saber algo que nosotros ignoramos.

Él acabó su bebida e hizo girar el pedazo de hielo en el fondo del vaso, mirándolo fijamente.

—Así es —dijo—. Veréis: la Luna está completamente copada por la FENU y su gente, tanto civiles como militares. Nuestro mayor entretenimiento consiste en recoger y transmitir rumores.

—Un antiguo pasatiempo militar.

—Aja. Bueno, me llegó un rumor sobre vosotros, los veteranos, y me tomé el trabajo de verificarlo. Era cierto.

—Me alegra saberlo.

—Ya te alegrarás.

Dejó el vaso y tomó un cigarrillo de marihuana, pero después de mirarlo volvió a guardarlo en su caja.

—La FENU hará cualquier cosa para conseguir que volváis al ejército. Ellos dominan el Banco de Empleos; podéis estar seguros que os considerarán demasiado instruidos o muy poco adiestrados para cualquier vacante que se produzca, con excepción de la de soldado.

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En castellano en el original. (N. de la T.)