**ÓRDENES ** ÓRDENES ** ÓRDENES ** ÓRDENES**
—No han perdido tiempo, ¿verdad? —observó amargamente Marygay.
—Deben ser órdenes previas. El comando de la Fuerza de Choque no sabe siquiera que nos hemos reenganchado; están a semanas-luz de distancia.
—¿Y qué ha pasado con…?
Marygay dejó perderse el resto de la frase. La garantía.
—Bueno, nos han dado el destino que queríamos. Nadie nos garantizó que lo conserváramos durante más de una hora.
—¡Es tan sucio!
—¡Es tan del ejército! —repliqué, encogiéndome de hombros.
Pero tenía dos sensaciones perturbadoras: que desde el principio esperábamos algo así, y que volvíamos al hogar.
PARTE III
TENIENTE MANDELLA
2024–2389
1
—Rápido y sucio.
Estaba mirando a Santesteban, el sargento de mi pelotón, pero en realidad hablaba conmigo mismo. Y con cualquiera que estuviera escuchando.
—Sí —respondió él—. Hay que hacerlo en los dos primeros minutos o nos envuelven.
Era directo y lacónico; estaba drogado. La recluta Collins se acercó en compañía de Halliday; la pareja iba tomada de la mano, sin la menor timidez.
—¿Teniente Mandella? —me preguntó con voz quebrada—. ¿Podemos retrasarnos un minuto?
—Sólo uno —contesté, con demasiada brusquedad—. Dentro de cinco minutos debemos partir. Lo siento.
Era duro contemplar la escena. No tenían experiencia previa en el combate, pero sabían lo que todos sabíamos: que tendrían muy pocas probabilidades de volver a reunirse.
Buscaron el refugio de un rincón, murmurando palabras y ensayando mecánicas caricias, sin pasión, sin consuelo siquiera. A Collins le brillaban los ojos, pero no sollozaba. Halliday tenía una expresión sombría y aturdida. Era, con mucho, la más bonita de las dos, pero todo encanto la había abandonado, dejando sólo una cáscara vacía y bien formada.
En los meses transcurridos desde que abandonáramos la Tierra había terminado por acostumbrarme a la homosexualidad femenina; ni siquiera me molestaba ya la idea de que perdía dos posibles compañeras. Pero aún me estremecía al ver la misma actitud entre dos hombres.
Ajusté las correas y retrocedí hacia el traje, abierto como una ostra. Los nuevos modelos eran mucho más complicados, pues estaban llenos de artefactos biométricos y dispositivos para casos de herida traumática. Sin embargo, bien valían el trabajo que suponía conectarlos, sobre todo cuando uno se despedazaba un poco en alguna explosión. En ese caso nos mandaban de regreso a casa con una prótesis heroica y una cómoda pensión. Hasta se hablaba de la posibilidad de regeneración, al menos para brazos y piernas. Ojalá lo consiguieran pronto, antes de que Paraíso se llenara de hemipersonas. Paraíso era el nuevo planeta dedicado a hospital y lugar de descanso y diversión.
Concluí la secuencia de conexión y el traje se cerró por su cuenta, mientras yo apretaba los dientes en espera del dolor, que jamás se presentaba, al entrar en el cuerpo los sensores internos y los tubos de fluido. Se trataba de un condicionamiento que evitaba el contacto neural, de modo que uno sentía tan sólo una ligera dislocación desconcertante, no la muerte de mil punzadas.
Collins y Halliday estaban poniéndose los trajes; como los otros ya habían casi terminado, me dirigí a la zona del tercer pelotón para despedirme de Marygay. Estaba ya vestida y venía en dirección a mí. En vez de emplear la radio tocamos los cascos para conversar en privado.
—¿Te sientes bien tesoro?
—Perfectamente —dijo ella—. He tomado una píldora.
—Sí, la píldora de la felicidad.
Yo también había tomado una; decían que producía optimismo sin interferir en la capacidad de juicio. Sabía que casi todos nosotros íbamos a morir, pero eso no me parecía una mala perspectiva.
—¿Quieres hacer el amor conmigo esta noche?
—Si sobrevivimos los dos… —dijo, neutral-mente—. Para eso también tengo que tomar una píldora.
Trató de reír y aclaró:
—Para dormir, por supuesto. ¿Cómo lo toman los novatos? Tienes diez, ¿verdad?
—Diez, sí; están bien. Drogados de la cabeza a los pies, con cuatro dosis.
—Yo también hice lo mismo. Trata de no apretarles demasiado las clavijas.
En realidad, Santesteban era el único veterano de combate de mi pelotón; los cuatro cabos llevaban algún tiempo en la FENU, pero nunca habían estado en una batalla.
Crujió el micrófono de mi pómulo con la voz del comandante Cortez:
—Dos minutos. Que su gente se forme.
Me despedí de Marygay y regresé para preparar a mi bandada. Todos parecían haberse vestido sin problemas, de modo que les hice formar. Aguardamos un rato que nos pareció muy largo.
—Bien, hágales subir.
Con la palabra «subir» se abrió la puerta del compartimiento (en la zona de estacionamiento ya se había evacuado todo el aire) y conduje a mis soldados hacia la nave de asalto.
Los nuevos vehículos eran verdaderamente horribles. Consistían sólo en un armazón descubierto con palancas para que cada uno se sujetara en su lugar, rayos láser giratorios en proa y popa y pequeñas plantas energéticas taquiónicas debajo de ellos. Todo era automático; la máquina descendería lo antes posible y se alejaría para hostilizar al enemigo. Se trataba de un vehículo teledirigido descartable tras haber sido utilizado una sola vez. El que vendría a recogemos en el caso de que sobreviviéramos, bastante más bonito, estaba también en su sitio, junto al otro.
Cada uno tomó asiento en su puesto; la nave de asalto partió de la Sangre y Victoria[2] con dos chorros gemelos de sus eyectores de despegue. La voz de la máquina inició una breve cuenta regresiva; finalmente despegamos a cuatro gravedades de aceleración, directamente hacia abajo.
El planeta era un trozo de roca negra que ni siquiera merecía un nombre; no tenía ninguna estrella normal lo bastante cerca como para darle calor.
Al principio resultaba visible sólo por la ausencia de estrellas allí donde su mole impedía el paso de la luz, pero a medida que nos aproximábamos fuimos percibiendo sutiles variaciones en la negrura de su superficie. Estábamos descendiendo hacia el hemisferio opuesto a la base taurina.
Las expediciones de reconocimiento indicaban que el campamento estaba situado en medio de una planicie de lava de varios cientos de kilómetros de diámetro. Era bastante primitiva, si la comparábamos con otras bases taurinas descubiertas por la FENU, pero no había modo de llegar a ella por sorpresa. Cenaríamos sobre el horizonte a unos quince klims de ese lugar; cuatro naves convergerían simultáneamente desde distintas direcciones, todas desacelerando locamente, con la esperanza de caer directamente sobre ellos y ya disparando. No había nada tras lo cual nos pudiéramos ocultar. Por mi parte, nada me preocupaba; en un sentido abstracto me arrepentía de haber tomado la píldora.
Salimos de la trayectoria a un kilómetro de la superficie, para avanzar en dirección horizontal a velocidad mucho mayor que la de los cohetes, corrigiendo permanentemente el curso para no volver a ascender.
La superficie se deslizaba por debajo en un borrón gris oscuro. De nuestros eyectores taquiónicos emanaba un poco de luz, escapando de nuestra realidad para entrar en la propia.
Aquel desgarbado artefacto avanzó dando saltos durante unos diez minutos; el eyector frontal disparó de pronto, lanzándonos hacia delante, con los ojos desorbitados por la rápida desaceleración.
—Preparados para la eyección —dijo la mecánica voz femenina de la máquina—. Cinco, cuatro…