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El planeta entero resultaba una ganga comparado con Skye. En las cuatro semanas que utilizamos la cúpula-aérea de placer como lugar de residencia, Marygay y yo gastamos más de medio billón de dólares. Comimos y bebimos las mejores exquisiteces del planeta, apostamos (perdiendo a veces un millón de dólares, o más, en una sola noche) y probamos cuantos servicios y productos no eran demasiado extraños para nuestros gustos, declaradamente arcaicos. Cada uno de nosotros tenía un sirviente cuyo sueldo superaba el de un general.

He dicho que nos divertimos desesperadamente. A menos que la guerra cambiara radicalmente, nuestras posibilidades de sobrevivir en los tres años siguientes eran microscópicas, tramos victimas notablemente saludables de una enfermedad mortal, que trataban de vivir toda una vida de sensaciones en el curso de seis meses. No era poco el consuelo de que, por breve que fuera el resto de nuestra vida, lo pasaríamos juntos. Por alguna razón nunca se me ocurrió que hasta de eso nos veríamos privados.

Mientras disfrutábamos un almuerzo liviano en el «primer piso» transparente de Skye, contemplando el deslizarse del océano por debajo, un mensajero entró precipitadamente para entregarnos dos sobres con nuestras órdenes. Marygay había sido ascendida a capitán; yo, a mayor, debido a nuestros antecedentes militares y a las pruebas efectuadas en Umbral. Yo sería comandante de una compañía; ella, oficial con mando. Pero la compañía no era la misma. Ella debía encargarse de una nueva compañía que se estaba formando precisamente allí, en Paraíso. A mí me correspondía volver a Puerta Estelar para «adoctrinamiento y educación» antes de asumir la comandancia.

Por largo rato nos fue imposible decir palabra. Por fin afirmé débilmente:

—Voy a protestar. No pueden hacerme comandante.

Ella seguía muda. No se trataba de una simple separación. Aunque la guerra terminara y ambos partiéramos rumbo a la Tierra con sólo unos minutos de diferencia, en naves diferentes, la geometría del salto colapsar abriría entre nosotros una brecha de muchos años. Cuando el segundo llegara a la Tierra, su compañero sería probablemente cincuenta años mayor o estaría ya muerto.

Durante largo rato permanecimos sentados a la mesa, sin tocar siquiera la exquisita comida, ignorantes de la belleza que nos rodeaba, conscientes tan sólo de nuestra mutua presencia y de las dos páginas que nos separaban, con un abismo tan profundo y real como la muerte.

Regresamos a Umbral. Presenté una protesta, pero mis argumentos fueron rechazados. Traté de que asignaran a Marygay a mi compañía; me respondieron que todo mi personal estaba ya nombrado. Señalé entonces que probablemente mis ayudantes ni siquiera habían nacido aún, pero se me indicó que eso no importaba, pues ya estaban nombrados. Cuando observé que quizá pasara un siglo antes de que yo llegara a Puerta Estelar, dijeron que la Fuerza de Choque planeaba en términos de siglos. Nunca en términos de individuos.

Aún pasamos juntos un día y una noche. Cuanto menos habláramos de eso mejor sería. No era sólo perder un amante: Marygay y yo éramos nuestro mutuo vínculo con la vida real, con la Tierra de 1980 a 1990, no ya con esa farsa perversa por la cual nos veíamos obligados a luchar.

Cuando el vehículo de lanzadera que la llevaba partió, fue como si cayera un terrón de polvo en el interior de una tumba. Averigüé los datos orbitales de su nave y la hora de la partida, descubriendo que podría observarla desde «nuestro» desierto.

Aterricé en el pináculo donde habíamos ayunado juntos. Pocas horas antes de la aurora observé la aparición de una nueva estrella en el horizonte oriental; lanzó un fuerte destello y en seguida se alejó, desvaneciéndose hasta convertirse en una estrella común; se tornó más opaca y finalmente desapareció. Caminé hasta el borde del abismo y contemplé la roca desnuda, el fondo erizado de puntas congeladas, quinientos metros más abajo. Me senté con los pies colgando desde el borde, con la mente en blanco, hasta que los rayos oblicuos del sol iluminaron las dunas con un suave y tentador claroscuro de bajorrelieve. Por dos veces, incliné el peso hacia delante, como para saltar. Si no lo hice no fue por temor al sufrimiento o a la pérdida. El dolor sería apenas momentáneo; la pérdida corría por cuenta del ejército. Pero habría sido su victoria definitiva sobre mí: haber regido mi vida durante tanto tiempo e imponerle el final.

Todo eso debía yo al enemigo.

PARTE IV

MAYOR MANDELLA

2458–3143

1

¿Cómo era aquel antiguo experimento del que nos hablaban en el curso de biología de la escuela secundaria? Tómese un gusano y enséñesele a cruzar un laberinto; después hágase con él una papilla, con la que se alimentará a un gusano no adiestrado. ¡Oh, sorpresa!: este último será también capaz de cruzar el laberinto.

Yo sentía en la boca un fuerte gusto a mayor. En realidad, suponía que las técnicas se habían refinado desde mi época de estudiante secundario. La dilatación cronológica prolongaba ese tiempo a cuatrocientos cincuenta años de investigación y progreso. En Puerta Estelar, debía someterme a «adoctrinamiento y educación» como paso previo a la asunción del mando de mi propia compañía o fuerza de choque, tal como se la llamaba habitualmente. Para educarme no me sirvieron asado con salsa holandesa. No me dieron más alimento que glucosa durante tres semanas. Glucosa y electricidad.

Me afeitaron todo el vello del cuerpo. Me aplicaron una inyección con la que quedé convertido en un estropajo. Me llenaron de electrodos. Me sumergieron en un tanque de fluorocarbono oxigenado y me conectaron a una CSVA, es decir, una «computadora para situación vital acelerada». Eso me mantuvo bastante atareado.

Creo que la máquina tardó apenas diez minutos en repasar cuanto yo había aprendido previamente sobre las artes (perdónese el término) marciales. Después comenzó con el material nuevo. Aprendí cómo usar cualquier arma, desde una piedra hasta una bomba nova. Pero no sólo intelectualmente: para eso estaban los electrodos. Se trataba de cinestesia de realimentación negativa cibernéticamente controlada; sentía las armas en las manos y observaba lo que hacía con ellas; lo repetía una y otra vez hasta ejecutarlo debidamente. La ilusión de realidad era absoluta. Empleé una espada con una banda de guerreros Masai en alguna incursión por cierta aldea; al mirarme el cuerpo lo descubrí largo y oscuro. Un hombre de aspecto cruel y ropas afectadas me enseñó a manejar el florete en un patio francés del siglo XVIII. Silenciosamente encaramado a un árbol, disparé con un rifle Sharps contra hombres de uniforme azul, que se arrastraban por un terreno lodoso con rumbo a Vicksburg. En tres semanas maté a varios regimientos de fantasmas electrónicos. Ese período me pareció todo un año, pero la CSVA hace cosas extrañas con el sentido del tiempo.

Pero aprender a usar armas exóticas era sólo una pequeña parte del adiestramiento. En realidad era lo más descansado, pues cuando no estaba en cinestesia la máquina me mantenía el cuerpo totalmente relajado y me llenaba el cerebro con las hazañas y las teorías militares de cuatro mil años… ¡de las cuales no podía olvidar una sola! Al menos mientras estuviera en el tanque.

¿Quiere usted saber quién fue Escipión Emiliano? Yo no. La luz brillante de la Tercera Guerra Púnica. «La guerra es la especialidad del peligro; por lo tanto el coraje es, por sobre todas las cosas, la primera cualidad de un guerrero», según afirmaba Von Clausewitz. Y jamás olvidaré la poesía de «el grupo de avanzada normalmente avanza en formación de columna con la dirección del pelotón, seguido por una brigada de láser, la brigada de armas pesadas y las restantes brigadas de láser; para la observación, la columna dispone de la seguridad del flanco, excepto cuando el terreno y la visibilidad indican la necesidad de pequeños agregados de seguridad en los flancos, en cuyo caso el comandante del grupo de avanzada enviará un sargento de pelotón…», etcétera. Eso es del Manual del conductor de pequeñas unidades para fuerzas de choque, en caso de que se pueda llamar «manual» a dos microfichas enteras: dos mil páginas.