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—Así será más fácil atarlo después.

—Supongo que no hay problemas —dije, pensando que tal vez sirviera para levantar la moral de los soldados—. Pero si se convierte en estorbo yo mismo me encargaré de arrojarlo al sistema de reaprovechamiento.

—¡Sí, señor!

Blazynski parecía muy aliviado; tal vez pensaba que yo no sería capaz de hacer semejante cosa con un minino tan encantador. «Haz la prueba, compañerito», pensé.

Ya lo habíamos visto todo. A aquel lado de los motores sólo quedaba la inmensa bodega donde dormían los destructores y las naves teledirigidas, fuertemente sujetas a gruesos armazones para que resistieran la aceleración. Charlie y yo fuimos a echarles un vistazo, pero no había ventanillas allí donde estábamos, al otro lado de la esclusa de aire. En el interior de la cámara había una, pero había sido evacuada y no valía la pena pasar por todo el ciclo de llenado y calentamiento sólo para satisfacer la curiosidad.

Comenzaba a sentirme un estorbo. Llamé a Hilleboe, quien afirmó que todo estaba en orden. Como aún faltaba una hora, Charlie y yo volvimos a la sala e iniciamos una partida de Kriesgspieler, con la computadora como arbitro; cuando empezaba a resultar interesante sonó la alarma indicando que faltaban diez minutos para la aceleración.

Los tanques de aceleración tenían un «margen de semiseguridad» de cinco semanas. Eso significaba que uno podía permanecer sumergido en ellos durante cinco semanas con un cincuenta por ciento de probabilidades de que no saltara ninguna válvula; de ser así, uno quedaba aplastado como una cucaracha bajo la suela del zapato. En la práctica, la emergencia debía ser muy seria para justificar que los usáramos durante más de dos semanas. En aquella primera etapa del viaje nos mantendríamos en aceleración sólo durante diez días.

De cualquier modo, para el ocupante de los tanques cinco semanas eran lo mismo que cinco horas. Una vez que la presión llegaba a nivel operativo se perdía el sentido del tiempo. El cuerpo y el cerebro parecían de cemento. Los sentidos no proporcionaban dato alguno y uno podía entretenerse durante varias horas tratando de deletrear su propio nombre.

No me sorprendió encontrarme súbitamente seco y hormigueante de sensaciones sin que el tiempo pareciera haber transcurrido. Aquello parecía una convención de asmáticos en un campo de heno: treinta y nueve personas y un gato estornudaban y tosían a la par, tratando de eliminar los últimos residuos de fluorocarbono. Mientras yo luchaba con mis correas se abrió la puerta lateral, inundando el tanque de una luz dolorosamente brillante. El gato fue el primero en salir; le siguió una batahola humana. En aras de la dignidad aguardé hasta que todos hubieron salido.

Más de cien personas se paseaban fuera, estirando las articulaciones y masajeándose el cuerpo. ¡Dignidad! Allí, rodeado por hectáreas de joven carne femenina, las miré directamente al rostro mientras intentaba desesperadamente resolver una ecuación diferencial de tercer orden, a fin de sofocar el reflejo galante. Aquel recurso de emergencia me permitió llegar al ascensor.

Hilleboe ya estaba dando órdenes para que la gente formara. Al cerrarse las puertas noté que todos los miembros de un pelotón presentaban un ligero cardenal de la cabeza a los pies. Veinte pares de ojos negros. Tendría que hablar con los de mantenimiento y atención médica sobre ese asunto.

Pero antes que nada tenía que vestirme.

4

Permanecimos tres semanas a una gravedad, con ocasionales períodos de caída libre para comprobar el curso de navegación, mientras la Masaryk II efectuaba un giro largo y cerrado desde el colapsar Resh-10 y volvía a él. Todo funcionó bien; la gente se ajustaba perfectamente a la rutina de a bordo. Asigné pocos trabajos y muchos ejercicios y revisiones…, para bien de los soldados, aunque no era lo bastante ingenuo como para creer que ellos lo verían así.

Después de una semana a gravedad uno, el recluta Rudkoski, ayudante del cocinero, se había armado de un alambique con el que producía ocho litros diarios de una bebida con un noventa y cinco por ciento de alcohol etílico. No quise prohibírselo; la vida ya era bastante aburrida y eso no importaba mientras los soldados siguieran presentándose sobrios a sus tareas. Sin embargo sentía una gran curiosidad por saber cómo lograba obtener la materia prima en nuestra hermética ecología y con qué pagaban los soldados esa bebida. Para averiguarlo empleé la cadena de comando a la inversa y pedí a Alserver que descubriera el asunto. Ella, a su vez, preguntó a Jarvil, que interrogó a Carreras, que charló con Orban, el cocinero. Resultó entonces que el sargento Orban era el responsable de todo; había dejado que Rudkoski hiciera el trabajo sucio, pero se moría por vanagloriarse ante alguien de confianza.

Si yo hubiera comido alguna vez con los reclutas habría notado algo raro, pero el sistema no incluía el comedor de los oficiales. A través de Rudkoski, Orban había establecido en toda la nave un sistema económico basado en el alcohol. Operaba de este modo:

En cada una de las comidas se incluía un postre muy azucarado (jalea, natillas o flan) que uno podía comer, siempre que no se empalagara, pero si uno lo dejaba en la bandeja y lo devolvía a la ventanilla de reaprovechamiento, Rudkoski le daba un bono por diez centavos y arrojaba el postre en una batea de fermentación; tenía dos, con capacidad para veinte litros cada una, una «en trabajo» mientras la otra se llenaba.

El bono de diez centavos era la base de un sistema que permitía comprar medio litro de alcohol etílico, con sabor a elección del cliente, por cinco dólares. Una brigada de cinco personas que devolvieran todos sus postres podía comprar más o menos un litro por semana; era bastante para una fiesta, pero no como para convertirse en un problema de salud pública.

Junto con esa información Diana me trajo una botella de El Peor de Rudkoski; así se llamaba un sabor que no había tenido éxito. Pasó por toda la cadena de comando sin bajar más que unos pocos centímetros. Sabía a una detestable combinación de fresa y alcaravez. A Diana le encantó, perversidad más o menos habitual en quienes nunca beben. Hice traer un poco de agua helada; una hora después estaba totalmente ebria. Por mi parte, ni siquiera había acabado la única copa que me preparé.

A mitad de camino hacia el aturdimiento absoluto, mientras murmuraba un soliloquio reconfortante dedicado a su hígado, Diana torció súbitamente la cabeza para mirarme con la franqueza de los niños.

—Usted tiene un gran problema, mayor William.

—Mucho más grande será el que usted tendrá por la mañana, teniente médico Diana.

—¡Oh, no es para tanto! —afirmó ella, agitando una mano borracha frente a la cara—. Algunas vitaminas, un poco de glu… cosa y un cen… tímetro de adren… nalina si no resulta. Tú… tú… tienes un… problema serio.

—Oye, Diana, no querrás que…

—Lo que necesitas… es una… entrevista con el bueno del cabo Valdez. —Valdez era el consejero sexual masculino—. Tiene empatia. Es su oficio. El te…

—Ya hemos hablado de este asunto, ¿recuerdas? Quiero seguir siendo como soy.

—Como todos —exclamó, enjugándose una lágrima que debía contener el uno por ciento de alcohol—. ¿Sabes que te llaman el Viejo M… Mandón? No, así no es.

Fijó la vista en el suelo; después, en la pared.

—El Viejo Maricón, así te llaman.

—No me importa —dije—. Siempre se le ponen apodos al comandante.

—Ya sé, pero…

Se levantó de pronto, bamboleándose.

—He bebido demasiado. Me acuesto.

Me volvió la espalda y se estiró con tantas ganas que le crujió una articulación. Después se oyó el susurro de una costura al abrirse; ella dejó caer la túnica con un movimiento de hombros, la abandonó en el suelo y se acercó de puntillas a mi cama.