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Si aquello continuaba pronto habría una o dos bocas menos que alimentar. El Código Universal de Justicia Militar me permitía ordenar la ejecución de Graubard, puesto que técnicamente estábamos en combate. Tal vez debí haberlo hecho así, pero Charlie sugirió una solución más humanitaria y yo la acepté. Puesto que, por falta de lugar, no podíamos mantener a Graubard eternamente en arresto solitario, lo que parecía la única solución práctica y compasiva al mismo tiempo, llamé a Antopol. En la Masaryk II, que seguía en órbita estable, había lugar de sobra, y ella aceptó encargarse del detenido. La autoricé a lanzarlo al espacio si le causaba problemas.

Convocamos la asamblea general para explicar las cosas, a fin de que la lección aplicada a Graubard sirviera para todos. Trepé al estrado de piedra, con toda la compañía sentada frente a mí y Graubard a mi espalda, con todos los oficiales; apenas había empezado a hablar cuando aquel loco decidió matarme.

Como a todos los demás, se le habían asignado cinco horas de adiestramiento por semana en el campo de estasis. Los soldados debían practicar allí, bajo una estrecha supervisión, el manejo de espadas, sables y otras armas similares. Graubard se las había arreglado para apoderarse de una chakra hindú cuya hoja circular estaba tan afilada como una navaja de afeitar. Se trata de un arma un poco difícil, pero una vez que se aprende a usarla resulta mucho más efectiva que un puñal. Y Graubard la manejaba como un experto.

En una fracción de segundo inutilizó a las dos personas que le custodiaban, golpeando a Charlie en la sien con un codo y rompiéndole la rótula a Hilleboe de un puntapié. En seguida sacó la chakra de su túnica y la lanzó hacia mí con un movimiento espontáneo. El arma había cubierto ya la mitad de su recorrido cuando reaccioné, golpeándola instintivamente para desviarla; estuve en un tris de perder cuatro dedos. El filo me abrió de un tajo la parte superior de la palma, pero al menos logré que no me llegara a la garganta. Graubard se lanzaba ya hacia mí. Con los dientes descubiertos en un gesto que no quisiera volver a ver en mi vida.

Tal vez no supo comprender que el «viejo maricón» le llevaba sólo cinco años; que el «viejo maricón» tenía reflejos adquiridos en la batalla y tres semanas de adiestramiento en cinestesia negativa. De cualquier modo me resultó tan sencillo que casi me dio pena.

En el momento en que flexionaba una pierna comprendí que daría un paso más y saltaría sobre mí. Acorté la distancia entre los dos con una ballestra y, en el momento en que levantaba los dos pies, le asesté un fuerte golpe lateral en el plexo solar. Estaba ya inconsciente cuando llegó al suelo.

«Si usted se viera forzado a matar a un hombre —había dicho Kynock—, no estoy seguro de que pudiera hacerlo, aunque ha de conocer mil formas.» Había ciento veinte personas en aquella pequeña habitación, pero el único ruido era el gotear de la sangre que caía desde mi puño cerrado al suelo. Podría haberle matado instantáneamente golpeando unos pocos centímetros más arriba y en un ángulo ligeramente distinto. Pero Kynock tenía razón: no existía en mí el instinto de matar.

Si al menos le hubiera matado en defensa propia, todos mis problemas habrían acabado entonces, en vez de multiplicarse. Porque un comandante puede encerrar a un psicópata buscalíos y olvidarse de él, pero no puede hacer lo mismo con un asesino fallido. Y no hacía falta una encuesta para saber que ejecutarlo no mejoraría en absoluto mi relación con la tropa.

En ese momento me di cuenta de que Diana estaba arrodillada ante mí, tratando de abrirme los dedos.

—Ocúpate de Hilleboe y de Moore —murmuré.

Y agrega, dirigiéndome a los soldados:

—Rompan filas.

5

—No seas idiota —dijo Charlie, sosteniendo un trapo mojado contra el cardenal que tenía al costado de la cabeza.

—¿Te parece que debo ejecutarle?

—¡Deja de moverte! —protestó Diana, que trataba de juntarme los labios de la herida para cerrarla de una pincelada.

Desde la muñeca hacia abajo me parecía tener un cubo de hielo.

—No estaría bien que lo hicieras tú mismo —respondió Charlie—. Asigna la tarea a alguien. Por azar.

—Charlie tiene razón —afirmó Diana—. Haz que todo el mundo extraiga un pedazo de papel de algún sombrero.

Por suerte, Hilleboe dormía profundamente en el otro camastro. Prefería ignorar su opinión.

—¿Y si la persona que sale elegida se niega a hacerlo?

—¿La castigas y escoges a otro? —respondió Charlie—. ¿Qué te enseñaron en el tanque? No puedes comprometer tu autoridad realizando públicamente una función que… obviamente corresponde a un inferior.

—Si fuera otra función, de acuerdo. Pero en este caso… Nadie ha matado hasta ahora en la compañía. Se diría que encargo a otro los trabajos sucios que me corresponden.

—Es muy complicado—observó Diana—. ¿Por qué no hablas con la tropa y explicas todo esto? Después, que saquen pajitas. Ya no son niños.

Un fuerte cuasi recuerdo me indicaba que en otros tiempos un ejército se había comportado de ese modo: la milicia marxista de la Guerra Civil española, a principios del siglo xx. Uno sólo debía obedecer una orden cuando le había sido explicada en detalle, y podía negarse si no estaba de acuerdo. Los oficiales y los soldados se emborrachaban juntos; no había saludos ni títulos. Perdieron la guerra, pero sus enemigos no lo pasaron muy bien.

—Listo —indicó Diana, dejándome la mano herida en el regazo—. Cuando empiece a doler puedes usarla.

Inspeccioné cuidadosamente la herida, observando:

—Los bordes no cierran bien, pero no me quejo.

—No tienes por qué. Agradece que no te haya quedado sólo el muñón.

—El muñón deberías tenerlo en el cuello —dijo Charlie—. No sé a qué vienen tantos miramientos. Debiste haber matado inmediatamente a ese hijo de puta.

—¡Ya lo sé, maldición! —salté, asustando a Charlie y a Diana con mi súbita reacción—. Lo siento, mierda. Escuchadme, dejad que yo me preocupe solo, ¿queréis?

—¿Por qué no habláis de otra cosa durante un rato? —preguntó Diana, mientras se levantaba y revisaba el contenido de su maletín—. Tengo que ocuparme de otro paciente. Tratad de no alteraros.

—¿El otro es Graubard?

—Exacto. Para que pueda subir al patíbulo sin ayuda.

—¿Y si Hilleboe…?

—Estará inconsciente durante otra media hora. Os enviaré a Jarvil, por si acaso.

Y se marchó apresuradamente.

—El patíbulo… —murmuré, dándome cuenta de que no había pensado en el asunto—. ¿Cómo diablos vamos a ejecutarle? No podemos hacerlo aquí dentro; sería demasiado deprimente. Y un pelotón de fusilamiento es algo horrible.

—Échalo por la esclusa de aire. No merece ninguna ceremonia.

—Tal vez tengas razón. No lo había pensado.

Me pregunté si Charlie habría visto alguna vez el cuerpo de una persona muerta de ese modo. En seguida sugerí:

—¿Y si lo arrojáramos al sistema de reaprovechamiento? Tarde o temprano acabará allí.

—Ahora has captado la idea —exclamó Charlie, riendo.

—Tendríamos que recortarlo un poco. La portezuela es pequeña.

El hizo algunas sugerencias con respecto a la forma de solucionarlo. Jarvil entró, pero no nos ayudó demasiado.