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El traje era bastante cómodo, pero daba a su ocupante la extraña sensación de ser al mismo tiempo marioneta y titiritero. Uno aplicaba el impulso necesario para mover las piernas y el traje se encargaba de multiplicarlo, moviéndolas por uno.

—Por hoy nos limitaremos a caminar por la zona de los cuarteles. ¡Y que nadie abandone la zona!

El capitán no llevaba su pistola del 45, a menos que la llevara como amuleto bajo el traje; de cualquier modo tenía un dedo a rayo láser, como todos nosotros, y el suyo debía estar enganchado hacia arriba.

Guardando una distancia mínima de dos metros entre uno y otro, todos salimos del permaplast y seguimos al capitán por sobre la roca lisa. Caminó despacio durante cerca de una hora, abriéndose en espiral, y finalmente se detuvo en el otro extremo del perímetro.

—Atención, todo el mundo.

Señaló una laja de hielo azulado que estaba a unos veinte metros de distancia y explicó:

—Voy a subir a esa roca para mostrarles algo que deben saber si no quieren perder la vida.

Se alejó diez o doce pasos, caminando con facilidad.

—Primero debo calentar una roca. Bajen los filtros.

Oprimí la perilla que llevaba bajo el sobaco para bajar el filtro sobre mi conversor de imágenes. El capitán apuntó el dedo hacia una roca negra del tamaño de una pelota de baloncesto y lanzó un disparo breve. El resplandor lanzó hacia nosotros una larga sombra del capitán, en tanto la roca se quebraba en un montón de astillas brumosas.

—No tardarán mucho en enfriarse —comentó el capitán, mientras se inclinaba para recoger un trozo de roca—. Este debe estar más o menos a veinte o veinticinco grados. Observen bien.

Arrojó la piedra «caliente» sobre la superficie de hielo. La roca resbaló hacia todos lados, formando un dibujo absurdo, y salió disparada hacia un costado.

Cuando el capitán lanzó otro de los fragmentos el efecto fue el mismo.

—Como ustedes saben, los trajes no proporcionan un aislamiento completo. Estas rocas tienen aproximadamente la temperatura de las suelas de sus botas. Si ustedes tratan de erguirse sobre una laja de hidrógeno seguirán el mismo destino que estas piedras… con la diferencia de que éstas son ya cosas muertas. La causa de este comportamiento es que la roca forma con el hielo una superficie de contacto muy lisa constituyendo un pequeño charco de hidrógeno líquido; quedan unas pocas moléculas por sobre encima del líquido, en un colchón de hidrógeno gaseoso. De ese modo, tanto la roca como quien pise esto se convertirán en un peso sin fricción por lo que respecta al hielo; nadie puede mantenerse en pie si no hay contacto bajo las suelas. Cuando uno lleva ya un mes manejando el traje puede sobrevivir a la caída, pero en estos momentos ustedes no están lo bastante familiarizados. Fíjense en esto.

El capitán tomó impulso y saltó sobre el hielo. Al resbalar ambos pies sobre la superficie giró sobre sí en el aire y cayó sobre las manos y las rodillas. En seguida se deslizó para volver al suelo firme.

—El secreto consiste en evitar que las aletas de escape hagan contacto con el gas helado. Comparadas con el hielo tienen la temperatura de un horno; el contacto con un peso cualquiera provocaría una explosión.

Tras aquella demostración proseguimos la caminata durante una o dos horas más antes de regresar a los alojamientos. Una vez cruzada la esclusa de aire tuvimos que andar un rato por el interior para que los trajes se ajustaran a la temperatura del recinto. Alguien se acercó a mí e hizo chocar mi casco con el suyo. Sobre la placa frontal llevaba escrito el apellido «McCoy».

—¿ William? —preguntó.

—Hola, Sean. ¿Alguna novedad?

—Quería saber si habías hecho planes para dormir con alguien esta noche.

En verdad me había olvidado. Allí no había listas para la asignación de literas; cada uno elegía a su compañero.

—Claro… Quiero decir, ¡ejem!, no, no. No he invitado a nadie. Si quieres…

—Gracias, William. Hasta luego.

Mientras la miraba alejarse me dije que si alguna mujer podía resultar sexualmente atractiva en un traje de guerra, ésa era Sean. Pero ni siquiera ella podía.

Cortez decidió que ya estábamos bastante calientes y nos condujo hacia el cuarto de los trajes, donde volvimos a poner las cosas en su sitio y las conectamos a las placas de carga. Cada traje tenía un fragmento de plutonio que le proporcionaba energía para varios años, pero se nos había pedido que utilizáramos los acumuladores de combustible. Después de mucho dar vueltas todo el mundo estuvo conectado y se nos permitió desvestirnos; éramos noventa y siete pollitos saliendo de otros tantos huevos verdes. Hacía frío; el aire, el suelo y sobre todo los trajes estaban helados; la retirada hacia los casilleros fue bastante desordenada.

Cuando me hube puesto la túnica, los pantalones y las sandalias, seguí sintiendo frío. Tomé mi taza y me uní a la cola que esperaba la soja. Todo el mundo brincaba en su sitio para entrar en calor.

—¿Qué t-t-temperatura… te parece… que hace…, M-mandella? —preguntó McCoy.

—No quiero… ni pensarlo.

Dejé de saltar y me froté con tanta fuerza como pude, con la taza en una mano, mientras agregaba:

—Por lo menos tanto frío como en Missouri.

—¿Por qué mierda… no calentarán… un poco esto?

Las mujeres pequeñas siempre sienten el frío más que nadie. McCoy era la más pequeña de la compañía, una muñequita de talle de avispa y un metro cincuenta escaso.

—Ya está funcionando el aire acondicionado. Dentro de poco estaremos mejor.

—Me gustaría… ser un gran pedazo de carne… como tú.

Por mi parte la prefería tal como era.

6

El tercer día, mientras aprendíamos a cavar hoyos, sufrimos la primera baja.

Dada la impresionante cantidad de energía almacenada en las armas de un soldado, no resulta nada práctico cavar hoyos con pico y pala. Sin embargo, uno puede lanzar granadas durante todo el día sin obtener más que una ligera depresión en el terreno; el método acostumbrado es practicar un pozo en el suelo con el láser de mano, poner en él un explosivo de tiempo en cuanto se ha enfriado y, de ser posible, rellenar el agujero. Claro que en Charon no hay muchas piedras sueltas, a menos que ya se haya practicado algún otro hoyo en las cercanías.

El único problema que presenta ese procedimiento consiste en alejarse a tiempo. Se nos había dicho que, para estar a salvo, había que ocultarse detrás de algún objeto realmente sólido o alejarse por lo menos cien metros. Una vez instalada la carga uno disponía de tres minutos para ello, pero no era cuestión de echar a correr. En Charon resultaba peligroso.

El accidente ocurrió cuando hacíamos un hoyo profundo, del tipo que se utiliza para refugios subterráneos. Para eso teníamos que cavar un pozo; después bajábamos al fondo y repetíamos el procedimiento una y otra vez hasta que quedara lo bastante profundo. Aunque dentro de ese cráter usábamos cargas de cinco minutos, ese tiempo parecía muy escaso: había que avanzar muy lentamente, escogiendo el camino hacia el borde del cráter.