El lanzador de cohetes taquiónicos no requería la menor destreza. Sólo era menester no quedarse detrás de él cuando se disparaba, pues la eyección del cohete era peligrosa en un radio de varios metros.
Teniendo eso en cuenta, bastaba con centrar el blanco en la mirilla y apretar un botón. No era necesario preocuparse por la trayectoria, puesto que el cohete viajaba en línea recta. En menos de un segundo alcanzaba la velocidad de escape.
Aquello de salir a probar los juguetes nuevos mejoró en mucho el ánimo de la tropa, pero las rocas del paisaje no respondían al fuego. No importaba mucho el poder aparente de las armas: su efectividad dependía de lo que los taurinos arrojaran a cambio. Una falange griega pudo tener un aspecto muy impresionante, pero habría sucumbido de inmediato ante un solo hombre armado de lanzallamas.
Por otra parte, la dilación cronológica volvía a ponernos ante la incertidumbre de no saber qué clase de armas tendría el enemigo. Tal vez no tuvieran noticias del campo de estasis. Tal vez les bastara con una palabra mágica para hacernos desaparecer.
En cierta oportunidad, mientras yo estaba en el exterior con el cuarto pelotón, fundiendo rocas, Charlie me llamó para pedirme que regresara urgentemente. Dejé a Heimoff a cargo del ejercicio y regresé.
—¿Algún otro?
La escala del exhibidor holográfico era tal que nuestro planeta tenía el tamaño de un guisante y estaba a cinco centímetros de la cruz que indicaba la posición de Sade-138. Había cuarenta y un puntos rojos y verdes esparcidos por la pantalla. La clave identificaba al número 41 como «Crucero taurino (2)».
—¿Has llamado a Antopol?
—Sí —respondió él, imaginando cuál sería mi próxima pregunta—. La señal tardará casi todo un día en llegar y volver.
—Nunca había ocurrido nada así con anterioridad.
—Tal vez este colapsar les parezca de excepcional importancia.
—Probablemente.
Por lo tanto era casi seguro que deberíamos combatir. Aunque Antopol lograra derribar al primer crucero no tendría siquiera un cincuenta por ciento de probabilidades con el segundo. Ya se habría quedado escasa de destructores y naves teledirigidas.
—No me gustaría estar en el lugar de Antopol —comenté.
—A todos nos tocará, tarde o temprano.
—No sé. Los soldados están en buena forma.
—Reserva esas tonterías para la tropa, William.
Y aumentó la escala del exhibidor hasta que mostró tan sólo dos objetos: Sade-138 y el nuevo punto rojo que se acercaba lentamente.
Pasamos las dos semanas siguientes observando cómo se apagaban los puntos. Y si uno sabía cuándo y dónde mirar, podía salir afuera y presenciar el hecho real, bajo la forma de una chispa blanca y cegadora que se apagaba en un segundo.
En ese instante una bomba nova había liberado una energía un millón de veces mayor que la de un láser bevawatt; era como una estrella en miniatura, de medio klim de diámetro, tan ardorosa como el interior del sol. Cualquier cosa puesta en contacto con ella se consumiría de inmediato. Su proximidad achicharraba sin remedio los circuitos electrónicos de las naves; era evidente que dos destructores, uno nuestro y el otro enemigo, habían corrido esa suerte y se alejaban silenciosamente del sistema, a una velocidad constante, sin energía.
En el primer período de la guerra habíamos empleado bombas nova de mayor poder, pero la materia degenerada que se empleaba como combustible era inestable en grandes cantidades; la bomba tendía a explotar cuando todavía estaba en la nave. Por lo visto los taurinos habían tropezado con el mismo problema (o habían copiado el proceso de nosotros), pues también ellos habían reducido las bombas nova a menos de cien kilogramos de capacidad. Además, estaban armadas en forma bastante similar a la nuestra, pues la cabeza se separaba en muchas piezas al aproximarse al blanco; sólo una de esas piezas era la bomba nova.
Cuando acabaran con la Masaryk II y su cohorte de destructores y naves teledirigidas, aún les quedarían unas cuantas bombas. Por lo tanto, parecía inútil desperdiciar tiempo y energías en prácticas de tiro. De tanto en tanto se me filtraba el pensamiento de que podía reunir a once personas y subir al destructor que habíamos escondido tras el campo de estasis; estaba preprogramado para llevarnos de regreso a Puerta Estelar. Llegué al extremo de preparar mentalmente una lista de las once personas, tratando de escoger a aquellas que me inspiraran mayor aprecio, pero resultó que debería elegir seis al azar.
De cualquier modo aparté el pensamiento, pues teníamos una oportunidad, tal vez una buena oportunidad, aun contra un crucero totalmente armado. No sería fácil colocar una bomba nova lo bastante cerca como para que cayéramos en su radio de acción. Además, en el caso de que huyera me arrojarían al espacio por desertor. ¿Para qué preocuparse?
Los ánimos mejoraron cuando las naves de Antopol derribaron al primer crucero taurino. Sin contar los vehículos que habían quedado atrás para defender el planeta, la comodoro contaba aún con dieciocho naves teledirigidas y dos destructores. Todos cambiaron el rumbo para interceptar al segundo crucero, que estaba por entonces a unas pocas horas-luz, aún acompañado por quince vehículos enemigos.
Uno de ellos alcanzó a nuestra nave. Las subsidiarias prosiguieron con el ataque, pero estaban destinadas a la derrota. Un destructor y tres naves teledirigidas abandonaron el campo de batalla a la aceleración máxima, trepando por encima del plano de la elíptica; no fueron perseguidas, las observamos con mórbido interés, mientras el crucero enemigo avanzaba para presentar batalla al planeta. El destructor se encaminó hacia Sade-138. Huía, pero nadie pudo reprochárselo. En realidad les enviamos un mensaje deseándoles buena suerte; no respondieron, por supuesto, pues estarían todos en los tanques, pero quedaría grabado.
El enemigo tardó cinco días en llegar al planeta y en instalarse en una órbita estable, al otro lado del globo. Nosotros nos preparamos para la inevitable primera fase del ataque, siempre aéreo y totalmente automático: sus vehículos teledirigidos contra nuestros rayos láser. Puse a un grupo de cincuenta soldados en el interior del campo de estasis, para el caso de que alguna nave teledirigida lograra pasar. En realidad, la medida no tenía sentido: el enemigo podía rodearles y aguardar a que desconectaran el campo, para liquidarles en el momento en que cesara su poder.
Charlie tuvo una idea extraña que estuve a punto de aceptar.
—Podríamos instalar aquí una trampa para tontos.
—¿A qué te refieres? —le pregunté—. Tenemos todo el terreno minado en un radio de veinticinco klims.
—No hablaba de minas y cosas por el estilo. Me refería a la base en sí. Aquí, bajo tierra.
—Sigue.
—En el destructor tenemos dos bombas novas —me recordó, señalando hacia el campo estático, a través de doscientos metros de roca—. Podríamos traerlas hasta aquí, dejar que llegaran los taurinos y ocultarnos todos en el campo estático.
La idea era tentadora. Me relevaría de toda responsabilidad en cuanto a las decisiones y dejaría todo librado al azar.
—No creo que diera resultado, Charlie.
—Claro que sí—repuso, ofendido.
—No. Escucha, para que diera resultado todos los taurinos deberían estar en el radio de alcance antes de que estallara, y es imposible que carguen todos al mismo tiempo una vez rotas nuestras defensas. Menos aún si esto parece desierto. Sospecharán algo y enviarán un grupo para inspeccionar. Y cuando el grupo de avanzada desactive las bombas…