—Estaremos otra vez en el punto de partida, sí. Además, habríamos perdido la base. Disculpa.
—Parecía buena idea —dije, encogiéndome de hombros—. Sigue pensando, Charlie.
Volví mi atención al exhibidor, que mostraba una batalla espacial desequilibrada. Lógicamente el enemigo quería derribar al destructor que quedaba antes de caer sobre nosotros. No nos quedaba sino observar los puntos rojos que circundaban el planeta y tratar de llevar la cuenta. Hasta ese momento el piloto había logrado derribar a cuantas naves teledirigidas se le habían acercado, pero el enemigo no había lanzado aún ningún destructor en su búsqueda.
Yo había otorgado al piloto el control de cinco rayos láser de nuestro anillo defensivo. No era mucho lo que podía hacer con eso. Un láser bevawatt bombea un billón, de kilovatios por segundo, con un alcance de cien metros, pero a mil kilómetros de altura el rayo se atenúa hasta llegar a diez kilovatios. Tal vez pudiera hacer algún daño si golpeara un sensor óptico. Al menos confundiría las cosas.
—Nos vendría bien otro destructor. O seis de ellos.
—Usa las naves teledirigidas —dije.
Teníamos un destructor, naturalmente, y un marinerito que podía manejarlo. Tal vez fuera nuestra única esperanza, si nos acorralaban en el campo estático.
—¿A qué distancia está el otro? —me preguntó Charlie, refiriéndose al piloto que había vuelto la cola a la batalla.
—A unas seis horas luz.
Aún le quedaban dos naves teledirigidas, demasiado cercanas como para figurar como dos puntos separados; habían perdido otra al cubrir la retirada.
—Ya no acelera más —observé—, pero va a 9 c.
—Aunque quisiera ayudarnos, no podría. Tardaría un mes en aminorar la marcha.
En ese momento se apagó la luz correspondiente a nuestro destructor.
—Ahora empieza lo bueno. ¿Indico a las tropas que se preparen para ir arriba?
—No… Que se pongan los trajes por si perdemos aire. Confío en que tarden un poco antes de atacar la superficie.
Volví a aumentar la escala. Cuatro puntos rojos circundaban ya el globo hacia nosotros.
Me vestí y volví a Administración para observar la batalla en los monitores. Los rayos láser funcionaban perfectamente. Los cuatro vehículos teledirigidos convergieron simultáneamente sobre nosotros y fueron destruidos. Todas las bombas novas, menos una, estallaron más allá de nuestro horizonte (el horizonte visual estaba a diez kilómetros, pero los artefactos de láser estaban montados a cierta altura y podían hacer blanco a una distancia doble). La bomba que detonó en las proximidades fundió una roca semicircular que refulgió al rojo blanco durante varios minutos. Una hora después emitía aún un resplandor anaranjado y la temperatura del suelo había ascendido a 50 grados sobre cero, derritiendo la mayor parte de la nieve, con lo que quedó al descubierto una superficie gris de forma irregular.
El ataque siguiente acabó también en una fracción de segundo, pero en esta ocasión las naves teledirigidas habían sido ocho: cuatro de ellas llegaron a diez klims de nosotros. La radiación de los cráteres ardientes elevó la temperatura a casi 300 grados. Eso superaba el punto de fusión del agua, por lo cual comencé a preocuparme. Los trajes de batalla eran útiles hasta llegar a mil grados, pero los rayos automáticos dependían de superconductores a baja temperatura para actuar con rapidez.
Pregunté a la computadora cuál era el límite de temperatura soportado por los rayos láser. Respondió: «TR 398-734-009-265. Algunos aspectos relacionados con la adaptabilidad del material criogénico a emplearse en medios de temperatura relativamente elevada.» Allí había muchos consejos útiles sobre cómo se podían aislar las armas y teníamos acceso a una armería bien equipada. También decía que el tiempo de respuesta de los artefactos automáticos crece en proporción directa con la temperatura, y que pasado un «punto crítico» éstos dejan de apuntar; pero no predecía la conducta de ningún arma en particular, aparte de informar que el punto crítico máximo registrado era de 790 grados, y el más bajo, de 420 grados.
Charlie, que estaba observando el exhibidor, dijo por la radio del traje, con voz inexpresiva:
—Ahora son dieciséis.
—¿Te sorprende? —pregunté.
Una de las pocas cosas que conocíamos sobre la psicología taurina era cierta compulsión por los números, especialmente los primos y los múltiplos de dos.
—Ojalá no les queden otros treinta y dos.
Interrogué a la computadora. Informó que el crucero había lanzado hasta el momento un total de cuarenta y cuatro vehículos teledirigidos y que algunos solían llevar hasta ciento veintiocho.
Nos quedaba media hora antes del ataque de los teledirigidos. Podíamos evacuar a todo el mundo hacia el campo estático, donde estaríamos momentáneamente a salvo si alguna de las bombas nova lograba pasar. A salvo, pero atrapados. ¿Cuánto tiempo tardaría el cráter en enfriarse si tres o cuatro bombas (ni hablar de dieciséis) cruzaban nuestras defensas? Nadie podía vivir eternamente en un traje de batalla, aunque lo reaprovechara todo con impecable eficacia. Una semana era suficiente para que cualquiera se sintiera angustiado por completo; dos semanas podían llevar al suicidio. Nadie había podido resistir tres semanas en condiciones de combate.
Además, como posición de defensa, el campo estático podía resultar una trampa mortal. El enemigo tenía todas las posibilidades, puesto que la cúpula es opaca. La única manera de averiguar qué están haciendo es sacar la cabeza. Ni siquiera les es necesario entrar en el campo con armas primitivas, a menos que se impacienten. Pueden mantener la cúpula saturada de fuego láser y aguardar a que uno apague el generador. Mientras tanto tienen la posibilidad de acicatear a quienes están encerrados en estasis arrojando espadas, piedras y flechas. Uno puede devolver las armas, pero resulta bastante inútil.
Pero si alguien se quedara en la base, los otros podrían aguardar media hora en el campo estático. Si el otro no llegaba a buscarlos sabrían que había peligro. Marqué la combinación que me ponía en contacto con todos los oficiales superiores al grado cinco.
—Aquí el mayor Mandella —dije, aunque el título me sonaba todavía a chiste malo.
Les describí la situación y les indiqué informar a las tropas que todo miembro de la compañía quedaba en libertad de pasar al campo estático. Yo permanecería en la base e iría a buscarles si todo salía bien. No era por espíritu de sacrificio, por supuesto; prefería correr el riesgo de que me evaporaran en un nanosegundo antes que morir lentamente bajo la cúpula gris.
Después marqué la frecuencia de Charlie.
—Tú también puedes ir. Yo me encargaré de todo.
—No, gracias —replicó lentamente—. Preferiría… Oye, mira esto.
El crucero había lanzado otra mota roja con dos minutos de diferencia con respecto a las otras. La clave del exhibidor la identificó como otro vehículo teledirigido.
—¡Qué extraño!
—¡Qué supersticiosos son estos imbéciles! —comentó él, sin mucha convicción.
Resultó que sólo once personas optaron por refugiarse en el campo estático, junto con las cincuenta que habían recibido órdenes de hacerlo. Eso no tenía por qué sorprenderme, pero así fue.
Al acercarse los teledirigidos, Charlie y yo observamos atentamente los monitores, poniendo mucho cuidado en no mirar el exhibidor holográfico, bajo el acuerdo tácito de que sería mejor ignorar cuánto faltaba: un minuto, treinta segundos…
Y entonces, como había ocurrido en las ocasiones anteriores, todo terminó antes de que cobráramos conciencia de nada. Las pantallas lanzaron un destello blanco, hubo un gruñido de estática… y allí estábamos, con vida aún.