—Hilleboe, ¿puede manejar sola los rayos láser?
—¿Por qué no, señor?
Dejé el lápiz sobre el escritorio y me levanté.
—Charlie, tú te encargarás de la unidad de coordinación; puedes hacerlo tan bien como yo. Voy a subir.
—Yo no se lo aconsejaría, señor —dijo Hilleboe.
—¡Diablos, William! ¡No seas idiota! No durarías diez segundos allá arriba —indicó Charlie.
—Correré los mismos riesgos que todo el mundo.
—¿No entiendes lo que te digo? ¡Te van a matar!
—¿Nuestros soldados? Tonterías. Ya sé que no me tienen gran aprecio, pero…
—¿No has escuchado la frecuencia de las brigadas?
No lo había hecho; nunca empleaban mi dialecto para hablar entre sí.
—Creen que les pusiste en la línea como castigo por cobardía, porque eligieron refugiarse en la cúpula.
—¿No fue por eso, señor? —preguntó Hilleboe.
—¿Como castigo? No, claro que no. —Al menos no lo había hecho conscientemente—. Estaban allí arriba cuando hacía falta… ¿Es que la teniente Brill no les explicó nada?
—Creo que no —respondió Charlie—. Tal vez ha estado demasiado atareada como para transmitir.
O ella también creía lo mismo.
—Será mejor que…
—¡Miren! —gritó Hilleboe.
La primera nave enemiga había aparecido en uno de los monitores que mostraban los campos minados; las otras aparecieron un segundo después. Llegaban desde diversas direcciones y no se habían distribuido en una formación regular: había cinco en el cuadrante noreste y sólo una en el sureste. Transmití esa información a Brill.
Pero habíamos predicho sus tácticas con bastante exactitud; todas descendían hacia el anillo de minas. Una de ellas se acercó a uno de los artefactos taquiónicos lo bastante como para ponerlo en funcionamiento. El estallido afectó la parte trasera del extraño vehículo, haciéndole dar una vuelta completa para estrellarse de proa. Se abrieron las puertas laterales y salieron los taurinos. Eran doce; tal vez habían quedado cuatro dentro. Si todos los transportes llevaban dieciséis soldados, el enemigo nos superaba apenas en número.
Eso en la primera tanda.
Los otros siete descendieron sin problemas. En efecto, había dieciséis soldados en cada nave. Brill cambió de sitio un par de brigadas para equilibrar la concentración enemiga y aguardó.
Los taurinos avanzaron rápidamente por el campo minado, caminando al unísono como pesados y chatos robots, sin interrumpir la marcha siquiera cuando uno de ellos volaba destrozado por una mina, cosa que ocurrió once veces.
Cuando surgieron por el horizonte quedaron claras las razones de aquella distribución, aparentemente al azar: habían analizado de antemano qué zonas les ofrecerían mayor protección natural a causa de los peñascos desprendidos por el bombardeo. Y como sus trajes también tenían circuitos de aumento, recorrieron un kilómetro en menos de un minuto.
Brill hizo que sus tropas abrieran fuego inmediatamente, quizá más para levantar el ánimo que por esperanzas de dañar al enemigo. Probablemente hicieron algunos blancos, aunque era difícil determinarlo. Al menos los cohetes taquiónicos realizaron la impresionante hazaña de convertir los cantos rodados en grava.
Los taurinos devolvieron el fuego con alguna arma similar al cohete taquiónico; tal vez fuera la misma. Sin embargo muy pocas veces hicieron blanco; los nuestros estaban bajo el nivel de tierra, y cuando un cohete no chocaba contra algo podía proseguir la marcha por los siglos de los siglos, amén. Sin embargo destruyeron uno de los rayos láser bevawatt, y la sacudida que llegó hasta nosotros fue lo bastante intensa como para hacerme desear que la base estuviera a más de veinte metros de profundidad.
Los bevawatt no nos servían de nada. Los taurinos habían descubierto las líneas de fuego anticipadamente y las esquivaban bien. Eso se convirtió en una ventaja para nosotros, pues hizo que Charlie apartara por un momento su atención de los monitores.
—¿Qué diablos…?
—¿Qué pasa, Charlie? —pregunté, sin quitar los ojos de los monitores, esperando que pasara algo.
—La nave, el crucero… Ha desaparecido.
Observé la pantalla holográfica. Tenía razón: las únicas marcas rojas correspondían a los transportes de tropas.
—¿Adonde ha ido? —pregunté corno un estúpido.
—Lo haré retroceder.
Programó la pantalla para que retrocediera un par de minutos; después aumentó la escala para que aparecieran a la vez el planeta y el colapsar. Allí estaba el crucero; con él, tres puntos verdes: nuestro «cobarde» había atacado al crucero con sólo dos naves teledirigidas. Pero había recibido cierta ayuda de las leyes de la física.
En vez de entrar en inserción colapsar había rodeado el campo colapsar en una órbita en tiro de honda, para salir de él a una velocidad equivalente a nueve décimas de la luz; los vehículos teledirigidos iban a 99 c, directamente hacia el crucero enemigo. Nuestro planeta estaba a unos mil segundos-luz del colapsar, de modo que la nave taurina tuvo sólo diez segundos para detectar y detener ambos teledirigidos. Y a esa velocidad importaba muy poco que el choque fuera contra una bomba nova o contra un escupitajo.
El primer vehículo teledirigido desintegró al crucero; el otro, que le seguía a una décima de segundo, siguió de largo y se estrelló contra el planeta. El destructor esquivó el planeta a doscientos kilómetros y se lanzó hacia el espacio, desacelerando al máximo de veinticinco gravedades. En un par de meses estaría de regreso.
Pero los taurinos no pensaban aguardar tanto tiempo inactivos. Se estaban acercando a nuestras líneas, aunque no lo suficiente como para que pudiéramos emplear láser si estaban al alcance de las granadas. Una roca de buen tamaño les protegería del primero, pero no de las granadas y los cohetes, que estaban haciendo entre ellos una verdadera carnicería.
Al principio las tropas de Brill llevaron una ventaja aplastante; puesto que combatían desde las trincheras sólo podían ser alcanzados por algún disparo ocasionalmente afortunado o por una granada muy bien dirigida (que los taurinos arrojaban a mano, con un alcance de pocos cientos de metros). Brill había perdido a cuatro soldados, pero al parecer la fuerza enemiga estaba reducida a menos de la mitad.
El paisaje quedó al final tan lleno de hoyos que también los taurinos pudieron, en su mayoría, refugiarse en trincheras improvisadas. La lucha se fue reduciendo a duelos individuales de rayos láser, interrumpidos de tanto en tanto por armas pesadas. Pero no tenía mucho sentido emplear un cohete taquiónico contra un solo taurino, pues a los pocos minutos llegaría otra fuerza enemiga de poder ignorado.
Durante la reproducción holográfica de la batalla espacial me había sentido preocupado por algo que comprendí del todo cuando cedió un poco el fuego: ¿qué daño habría causado al planeta aquel segundo teledirigido, al chocar contra el planeta a una velocidad cercana a la de la luz? Me acerqué a la computadora y averigüé cuánta energía había sido liberada en la colisión; en seguida la comparé con la información geológica que contenía la memoria de la computadora.
Dicha energía equivalía a veinte terremotos de los más poderosos que habían podido registrarse. ¡En un planeta de tamaño bastante menor al de la Tierra! Conecté inmediatamente la frecuencia generaclass="underline"
—¡Todo el mundo arriba! ¡Ahora mismo!
Pulsé el botón que abriría la compuerta de aire instalada en el túnel que llevaba desde la Administración a la superficie.