Un cohete pasó tan cerca que pude haberlo tocado. Flexioné las rodillas, tomé impulso y entré en la cúpula en una postura bastante indigna.
7
El cohete que había pasado junto a mí avanzaba perezosamente en la penumbra interior, elevándose ligeramente al pasar hacia el otro extremo de la cúpula. Se convertiría en vapor en cuanto saliera por el otro lado, puesto que toda la energía cinética perdida al disminuir abruptamente la marcha a 16,3 metros por segundo volvería bajo la forma de calor.
Nueve personas yacían muertas allí, boca abajo junto al borde. No era extraño que eso hubiera ocurrido, aunque no era posible explicarlo a las tropas. Si bien sus trajes espaciales estaban intactos (de lo contrario no hubieran llegado hasta allí), en las dificultades de los últimos minutos se había dañado la película de aislamiento especial que les protegía del estasis. En cuanto entraron en el campo cesó toda la actividad eléctrica del cuerpo, matándoles inmediatamente. Por otra parte, como ninguna molécula del cadáver podía moverse a más de 16,3 metros por segundo, se congelaron instantáneamente, estabilizados en una temperatura de 0,426 grados.
Decidí no averiguar todavía quiénes eran. Necesitábamos formar algún plan de defensa antes de que los taurinos entraran a la cúpula, para el caso de que decidieran apresurar las cosas.
Con gestos muy exagerados logré que todos se reunieran en el centro del campo, bajo la cola del destructor, donde estaban acumuladas las armas. Las había en abundancia, pues estábamos preparados para armar a un grupo tres veces mayor que aquél. Después de entregar a cada uno un escudo y una espada corta, tracé una pregunta en la nieve: «¿Buenos arqueros? Levanten mano.» Conseguí cinco voluntarios y nombré otros tres, para que todos los arcos estuvieran en uso. Veinte flechas por arco. Eran las armas de largo alcance más efectivas de que disponíamos: las flechas resultaban casi invisibles en el lento vuelo; estaban dotadas de bastante peso y coronadas con una mortal esquirla de cristal, duro como el diamante.
Dispuse a los arqueros en círculo en torno al destructor, para que las aletas de aterrizaje les proporcionaran alguna protección contra los proyectiles que vinieran desde atrás; entre cada par de arqueros puse a otras cuatro personas: dos lanzadores de espadas, un experto en esgrima y una persona armada con diez cuchillos y un hacha de guerra. Esta posición, teóricamente, haría frente al enemigo a cualquier distancia, ya fuera desde el borde del campo o en un combate cuerpo a cuerpo.
En realidad, dada la proporción de seiscientos a cuarenta y dos, nos harían mierda con sólo entrar armados con una piedra cada uno. Eso siempre que supieran en qué consistía el campo estático. En todos los otros aspectos tecnológicos parecían estar muy al día.
Nada ocurrió durante varias horas. Nos aburríamos espantosamente, a la espera de que llegara el momento de morir. Era imposible charlar; nada había para ver, salvo la cúpula gris inamovible, la nieve gris, la nave gris y unos cuantos soldados igualmente grises. Nada para ver, oír, oler o degustar, salvo la propia persona.
Quienes aún tenían cierto interés en la batalla montaban guardia en el borde de la cúpula, esperando la llegada de los primeros taurinos. Por eso, cuando el ataque se inició tardamos un segundo en darnos cuenta de lo que ocurría. Llegó desde lo alto; era una nube de dardos lanzados con catapulta, que entraron en tropel a unos treinta metros de altura, encaminados directamente hacia el centro de la semiesfera. Los escudos eran lo bastante grandes como para proteger casi todo el cuerpo con sólo agacharse un poco tras ellos; quienes vieron venir aquellos dardos pudieron defenderse con facilidad. Los que estaban de espaldas o dormidos no tuvieron más protección que la buena fortuna: no había forma de lanzar un grito de advertencia, y los proyectiles tardaban sólo tres segundos en cruzar la cúpula hasta el centro. Fue una suerte que perdiéramos sólo a cinco; uno de ellos, Shubik, estaba en el grupo de los arqueros. Torné su arco y me uní a los que esperaban el próximo ataque.
No se produjo. Media hora después recorrí el círculo y expliqué por señas que, si algo ocurría, cada uno debía tocar al vecino de la derecha. Así toda la hilera estaría advertida. Tal vez a eso debo la vida, pues el segundo ataque se produjo un par de horas después, a mi espalda. Percibí el codazo, di una palmada a mi vecino de la derecha y me volví. La nube de dardos ya descendía. Me cubrí la cabeza con el escudo una fracción de segundo antes de que llegaran. Después abandoné el arco por un momento para quitar tres dardos del escudo. En ese momento comenzó el ataque directo.
Fue un espectáculo horrible e impresionante. Unos trescientos taurinos penetraron simultáneamente en la cúpula, casi hombro con hombro. Avanzaron marcando el paso, cada uno armado de un escudo redondo que apenas alcanzaba para cubrirles el abultado pecho y lanzando dardos similares a los que habíamos recibido un momento antes.
Instalé el escudo frente a mí (tenía pequeños soportes en la parte inferior para mantenerlo en posición vertical) y lancé la primera flecha. En seguida supe que teníamos una oportunidad: mi flecha dio precisamente en el centro del escudo, lo atravesó y penetró en el traje del taurino.
Aquello fue una masacre en el bando enemigo. Los dardos no servían de nada sin el factor sorpresa; sin embargo, cuando uno de ellos me pasó rozando la cabeza, lanzado desde atrás, me provocó un escalofrío entre los omoplatos. Con veinte flechas maté a veinte taurinos. Cada vez que caía uno de ellos los demás cerraban filas; ni siquiera nos daban el trabajo de apuntar. Cuando se me acabaron las flechas empecé a arrojarles sus propios dardos, pero aquellos escudos livianos eran bastante efectivos contra los proyectiles pequeños.
Habíamos matado a flechazos a más de la mitad mucho antes de que llegara el momento de luchar cuerpo a cuerpo. Desenvainé la espada y aguardé. Seguían superándonos en número, en una proporción de tres a uno. Mientras tanto, al acortarse la distancia a unos diez metros, quienes estaban armados con cuchillos arrojadizos chakram tuvieron la gran oportunidad. Aunque el disco giratorio era fácilmente visible y tardaba más de medio segundo en alcanzar el blanco, casi todos los taurinos reaccionaron de la misma forma: levantando el escudo para desviarlo. La hoja pesada y cortante rebanó aquel escudo ligero como una sierra eléctrica el cartón.
En el primer contacto cuerpo a cuerpo empleamos la barra, es decir, una varilla metálica de dos metros de longitud, terminada en una hoja doble de sierra. Los taurinos la enfrentaban con un método que requería mucha sangre fría (o valor, depende de cómo se lo mire). Se limitaban a dejarse matar aferrados a la hoja; mientras el humano estaba tratando de extraer el arma del cuerpo congelado, otro taurino, armado de una larguísima cimitarra, se acercaba para liquidarlo.
Además de las espadas disponían de otra arma, constituida por un cordel elástico terminado en diez centímetros de algo similar al alambre de púas, con una pequeña pesa que servía para darle impulso. Era un arma peligrosa desde cualquier punto de vista, pues cuando no daba en el blanco retrocedía en un latigazo impredictible. Pero eso ocurría muy pocas veces; por lo general pasaba por debajo de los escudos y se enroscaba en los tobillos.
El recluta Erikson y yo luchábamos espalda contra espalda, defendiéndonos con las espadas; así logramos mantenernos vivos en los minutos siguientes. Cuando los taurinos se vieron reducidos a veinticinco, dieron media vuelta e iniciaron la retirada. Les arrojamos algunos dardos y matamos a tres, pero optamos por no perseguirles, temiendo que eso los indujera a reiniciar el ataque.
Sólo quedábamos veintiocho en pie; el número de cadáveres taurinos duplicaba esa cifra, pero eso no nos causaba la menor satisfacción: en cualquier momento podían regresar con otros trescientos soldados, y en esa ocasión nos vencerían.