Casi todos habían cavado ya un pozo doble; faltábamos sólo yo y otros tres soldados. Creo que sólo nosotros cuatro estábamos prestando atención cuando Bovanovitch se encontró en dificultades. Todos estábamos a más de doscientos metros de distancia. Con el conversor de imágenes graduado a poder cuarenta la vi desaparecer por encima del borde del cráter. Después sólo pude escuchar su conversación con Cortez. En esa clase de maniobras se interrumpían las transmisiones de radio normales y sólo se permitía transmitir al soldado en adiestramiento y al superior a cargo.
—Bien, avance hacia el centro y retire los cascotes. No hay por qué darse prisa mientras no haya quitado el seguro.
—Claro, sargento.
Se oyeron pequeños ecos emitidos por las rocas al entrechocar y transmitidos por las botas. Ella permaneció en silencio durante varios minutos.
—He tocado fondo —dijo, algo jadeante.
—¿Hielo o roca?
—¡Oh, es roca, sargento! Esa cosa verde.
—En ese caso debe usar una carga de poca potencia. Uno punto dos, dispersión cuatro.
—Maldición, sargento, no acabaré jamás.
—Es que esa materia tiene cristales hidratados; se calienta demasiado aprisa y podría fracturarse. Y en ese caso no podríamos hacer otra cosa que dejarla allí, muchacha, muerta y ensangrentada.
—Sí, de acuerdo, uno punto dos, dispersión cuatro.
El borde interior del cráter centelleó con el resplandor rojo del rayo láser.
—Cuando haya profundizado medio metro, más o menos, súbalo a dispersión dos.
—De acuerdo.
Tardó exactamente diecisiete minutos, tres de ellos con dispersión dos. Era fácil imaginarse lo cansado que tendría el brazo con que disparaba.
—Ahora descanse unos minutos. Cuando el fondo del pozo deje de centellear, prepare la carga y déjela caer. Después salga caminando, ¿entiende? Tiene tiempo de sobra.
—Comprendo, sargento. Caminando.
Parecía bastante nerviosa, pero se justificaba; no es algo muy habitual eso de apartarse de puntillas, dejando atrás una bomba de veinte microtones. Durante varios minutos no se oyó más que su respiración.
—Aquí va.
Hubo un leve ruido deslizante, causado por la bomba al resbalar hacia el fondo.
—Ahora, despacio y con calma. Tiene cinco minutos.
—Sí… sí, cinco.
Sus pasos se oyeron lentos y regulares; después, a medida que iba trepando por la pared del cráter, perdieron algo de regularidad para tornarse un poco frenéticos. Y cuando sólo quedaban cuatro minutos…
—¡Mierda!
Un fuerte ruido, como si algo rascara la roca; golpes y choques.
—¡Mierda, mierda!
—¿Qué pasa, recluta?
—¡Oh, mierda!
Silencio. Después otra vez:
—¡Mierda!
—Recluta, si no quiere recibir un disparo, ¡dígame ahora mismo qué es lo que pasa!
—Me… mierda, me he quedado trabada. Estas jodidas rocas que resbalan… ¡Mierda, haga algo! No me puedo mover, mierda, no me puedo mover. Yo… yo…
—¡Cállese! ¿Hasta dónde está atrapada?
—No puedo mover las… mierda… las piernas. ¡Ayúdeme!
—¡Pues use los brazos, carajo! ¡Empújese! Puede mover una tonelada con cada mano.
Tres minutos. La muchacha dejó de maldecir y empezó a murmurar algo, probablemente en ruso, con voz monótona. Estaba jadeando. La radio transmitía el estruendo de las rocas desprendidas.
—Estoy libre.
Dos minutos.
—Salga con tanta rapidez como pueda —indicó Cortez con voz indiferente.
Faltaban noventa segundos cuando la vimos aparecer, arrastrándose por encima del borde del cráter.
—Corra, muchacha, será mejor que corra.
Ella obedeció, pero a los cinco o seis pasos cayó al suelo; tras resbalar unos cuantos metros volvió a levantarse y echó nuevamente a correr. Nueva caída. Se levantó otra vez…
Parecía alejarse con bastante rapidez, pero sólo se había alejado unos treinta metros cuando Cortez ordenó:
—Bien, Bovanovitch, échese a tierra y quédese quieta.
Faltaban diez segundos; ella no oyó o prefirió alejarse un poco más. Siguió corriendo a grandes saltos desordenados. En mitad de uno de ellos la sorprendieron el relámpago y el trueno. Un objeto grande la golpeó bajo el cuello. El cuerpo descabezado salió girando hacia el espacio y dejó tras de sí una espiral roja y negra de sangre rápidamente congelada. Aquello cayó grácilmente al suelo en un sendero de polvo cristalino que nadie osó perturbar.
Aquella noche Cortez no vino a darnos ningún sermón; ni siquiera apareció a la hora de la cena. Todos nos mostramos mutuamente corteses y nadie tuvo miedo de hablar sobre el asunto.
Me acosté con Rogers (todo el mundo se acostó con algún buen amigo), pero ella sólo quería llorar; lloró tanto y con tanta pena que acabó por contagiarme.
7
—Equipo de fuego A… ¡Adelante!
Los doce avanzamos en línea irregular hacia el refugio simulado. Estaba a un kilómetro de distancia, tras una pista de obstáculos cuidadosamente preparados. Habían retirado todo el hielo, cosa que nos permitía avanzar con bastante celeridad, pero nuestros diez días de experiencia sólo nos permitían un paso largo y cómodo.
Yo llevaba un lanzador de granadas cargado con proyectiles de diez microtones para práctica. Todos teníamos el láser digital graduado en NOS DI, lo que equivalía apenas a un relámpago. Se trataba de un ataque simulado; el refugio y el robot que lo defendían costaban demasiado como para usarlos una sola vez.
—Equipo B, síganlos. Jefes de equipo, háganse cargo.
Nos aproximamos a un grupo de cantos rodados cercanos a la señal que indicaba la mitad del camino. Potter, la jefe de mi equipo, ordenó:
—Detenerse y cubrirse.
Todos nos arracimamos tras las rocas y aguardamos al equipo B.
Los doce hombres y mujeres que nos seguían se nos acercaron en un susurro. En cuanto estuvieron fuera de peligro avanzaron hacia la izquierda, desapareciendo de la vista.
—¡Fuego!
Rojos círculos de luz bailaron a medio klim de distancia, allí donde el refugio se hacía visible. El límite de práctica para esas granadas era de quinientos metros, pero por si la suerte me ayudaba puse el lanzador en línea con la imagen del refugio, lo gradué en un ángulo de cuarenta y cinco grados y arrojé tres.
Desde el refugio respondieron al fuego aun antes de que llegaran mis granadas. Sus láseres automáticos no eran más poderosos que los nuestros, pero un golpe directo podía desactivar el conversor de imágenes y uno quedaba ciego. Disparaban al azar, sin siquiera acercarse a los cantos rodados que nos servían de protección.
Tres fuertes luces de magnesio parpadearon simultáneamente a unos treinta metros del refugio.
—¡Mandella! ¡Se supone que tienes un poco de puntería!
—¡Caray, Potter, disparan sólo a medio klim! Cuando nos acerquemos un poco más los pondré bien en el medio.
—Sí, sí, te creo.
No respondía. Algún día ella dejaría de ser jefe de equipo. Además no era mala persona, pero el poder se le había subido a la cabeza. Puesto que el lanzador de granadas es ayudante del jefe del equipo, yo estaba esclavizado a la radio de Potter y oía todas sus conversaciones con el equipo B.
—Potter, aquí Freeman. ¿Hay pérdidas?
—Aquí Potter. No, parece que el fuego se concentra sobre vosotros.
—Sí, tenernos tres bajas. En este momento estamos en una depresión a unos cien metros de vosotros. Podemos cubrir cuando estéis preparados.
—De acuerdo, empezad.
Se oyó un suave chasquido; en seguida ella ordenó.
—Equipo A, síganme.
Salió deslizándose desde su escondrijo tras la roca y encendió el leve rayo rosado que llevaba sobre su equipo energético. También yo encendí el mío y corrí de lado tras ella; el resto del equipo se abrió en abanico, en una especie de cuña. Nadie disparó mientras el equipo B nos cubría.