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«No te preocupes por eso, Hombre, pensé; bastará con que me des el pasaje.» —Ustedes permanecerán en Puerta Estelar durante diez días como huéspedes míos; después de ese plazo podrán ir a donde quieran —dijo él—. Por favor, lean ustedes estos libros, mientras tanto. No vacilen en preguntar lo que deseen o en pedir lo que necesiten.

Ambos se levantaron y bajaron del escenario.

Charlie, que estaba a mi lado, murmuró:

—Es increíble, ¿permiten… y alientan a los hombres y las mujeres para que… vuelvan a hacer eso? ¿Juntos?

El Hombre femenino que habíamos visto en el pasillo estaba sentada a nuestras espaldas; ella se encargó de responder antes que yo pudiera pensar una respuesta lo bastante simpática o hipócrita.

—No se trata de abrir un juicio sobre su sociedad —dijo, sin comprender, tal vez, que él lo tomaba como algo más personal—. Pero me parece necesario como elemento de seguridad eugenésica. No tengo pruebas de que sea erróneo reproducir a un solo individuo ideal, pero si resulta ser perjudicial tendremos así un gran material genético para recomenzar la tarea.

Y agregó, dándole una palmadita en el hombro:

—Naturalmente, no tienes por qué vivir en esos planetas de procreación. Puedes permanecer en uno de los míos. Yo no establezco distinciones entre el juego homosexual y el heterosexual.

Después, subiendo al escenario, nos expuso un prolongado informe sobre lo que comeríamos y sobre lo que podríamos hacer mientras estuviéramos en Puerta Estelar.

—Nunca hasta ahora me había sentido seducido por una computadora —murmuró Charlie.

Aquella guerra, que durara mil ciento cuarenta y tres años, había comenzado por falsedades, sólo porque las dos razas se veían imposibilitadas de establecer comunicación. Cuando estuvieron en condiciones de conversar, la primera pregunta fue: «¿Por qué nos declararon la guerra?» Y la respuesta: «¿Nosotros?» Los taurinos habían pasado milenios enteros sin guerras, y hacia los comienzos del siglo XXI la Tierra parecía a punto de seguir el mismo camino. Pero allí estaban todavía los viejos soldados, muchos en puestos de gran responsabilidad. Ellos tenían prácticamente el dominio del Grupo de Exploración y Colonización de las Naciones Unidas, que iba tomando ventajas con cada salto colapsar recién descubierto para explorar el espacio interestelar.

Muchas de las primeras naves tropezaron con diversos accidentes y desaparecieron sin que se supiera de ellas. Los ex militares manifestaron desconfianza. Armaron a los vehículos de colonización, y en cuanto se encontraron con una nave taurina la hicieron pedazos. Desempolvaron sus viejas medallas y se dedicaron a hacer historia.

Naturalmente no era justo echar toda la culpa a los militares. Las pruebas presentadas sobre la responsabilidad de los taurinos en cuanto a las primeras bajas eran débiles hasta lo ridículo. Pero quienes se atrevieron a señalarlo no hallaron eco. La verdad era que la economía terráquea necesitaba una guerra; aquélla era una oportunidad ideal. Además de representar un hermoso agujero en el cual arrojar baldes de dinero, también unificaría la humanidad, en vez de dividirla.

Los taurinos, pasado un tiempo, volvieron a aprender la guerra, pero jamás la hicieron con gran destreza; tarde o temprano habrían resultado vencidos. Según explicaban los libros, no podían comunicarse con los humanos porque no tenían idea de la individualidad; eran reproducciones naturales desde hacía millones de años. Cuando los cruceros de la Tierra fueron tripulados por Hombre, las reproducciones de Kahn, lograron comprenderse por primera vez.

El libro lo expresaba así, directamente. Pedí a un Hombre que me explicara la razón de esa imposibilidad, preguntándole qué había de especial en la comunicación entre dos reproducciones. Respondió que me sería imposible entenderlo a priori. No existían palabras para expresarlo; aunque las hubiera, mi cerebro no podría acostumbrarse a los conceptos.

Aunque me sonaba algo sospechoso, me mostré dispuesto a aceptarlo. Aceptaría que el blanco era negro, siempre que eso indicara el fin de la guerra.

Hombre era una entidad bastante considerada. Se tomó el trabajo de rehabilitar, sólo para nosotros veintidós, un pequeño restaurante-taberna que mantenía en funcionamiento a todas horas; nunca vi que Hombre comiera o bebiera; al parecer había descubierto el modo de prescindir de los alimentos.

Una noche, mientras leía un libro sentado frente a una cerveza, Charlie vino a sentarse frente a mí y me dijo, sin más preámbulos:

—Voy a probar.

—¿Qué cosa?

—Las mujeres. La heterosexualidad—explicó, estremeciéndose—. No te ofendas, pero no me resulta muy atrayente.

Me palmeó la mano con gesto distraído, mientras agregaba:

—Pero la alternativa… ¿La has probado?

—Bueno… no, no lo he hecho.

El Hombre femenino se me presentaba como un placer visual, pero sólo como podrían haberlo sido una pintura o una estatua. No conseguía considerarlo como a un ser humano.

—No lo hagas —me aconsejó Charlie, sin molestarse en aclarar las cosas—. Además, dicen… Él dice, ella dice… que pueden anular el cambio con toda facilidad si no me gusta.

—Te gustará, Charlie.

—Claro, eso es lo que ellos dicen.

Después de pedir una bebida, prosiguió:

—Es que no me parece natural. De cualquier modo, como voy a… hacer la prueba, ¿no te gustaría…? ¿Por qué no elegimos el mismo planeta?

—Por supuesto, Charlie, sería magnífico —respondí sinceramente—. ¿Ya has elegido?

—¡Diablos, no me importa! Lo que quiero es salir de aquí.

—Me pregunto si Paraíso seguirá siendo…

—No —respondió Charlie, señalando al encargado del bar con un dedo—. Allí vive él.

—Bueno, no sé. Creo que hay una lista.

En ese momento entró un Hombre con un carrito lleno de carpetas.

—¿El mayor Mandella y el capitán Moore?

—Somos nosotros —respondió Charlie.

—Aquí tienen sus registros militares. Confío en que les resultarán interesantes. Los trasladamos al papel al ver que esta fuerza de choque era la única que quedaba, pues no habría sido práctico mantener en funcionamiento las redes normales de conservación de datos para tan poco material.

Siempre contestaban por anticipado cualquier pregunta, aunque uno ni siquiera pensara hacerlas.

Mi carpeta era muchísimo más gruesa que la de Charlie; tal vez la más gruesa de todas, pues al parecer yo era el único que había sobrevivido a toda la guerra. ¡Pobre Marygay!

—Me gustaría saber qué informe presentó el viejo Stott sobre mí —comenté, abriéndola en la primera página.

Adherida a ella había una pequeña hoja cuadrada. Las otras eran de un blanco inmaculado, pero ésa mostraba el amarillo del tiempo y el desgaste en los bordes. La escritura me resultó conocida, demasiado conocida, a pesar del tiempo transcurrido. Estaba fechada doscientos cincuenta años atrás.

Los ojos se me llenaron súbitamente de lágrimas. No tenía la menor esperanza de que estuviera viva, pero al ver aquella fecha sentí la confirmación de su muerte.

—William, ¿qué…?

—Déjame solo, Charlie. Un minuto, ¿quieres?

Me sequé los ojos y cerré la puerta. No quería siquiera leer esa maldita nota. Si pensaba comenzar una vida nueva debía dejar atrás a todos los fantasmas antiguos. Pero hasta un mensaje proveniente de la tumba era en cierto modo un contacto. Volví a abrirla.