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A mis oídos llegaba sólo la respiración de Potter y el suave crunch-crunch de mis botas. Como veía muy poco, subí el conversor de imágenes a una intensidad logarítmica de dos. Eso borroneó un poco la imagen, pero le dio más brillo. Al parecer, el refugio mantenía al equipo B bastante ocupado. Éste devolvía los disparos con rayos láser, exclusivamente; sin duda habían perdido el lanzador de granadas.

—Potter, aquí Mandella. ¿No deberíamos desviar un poco el ataque del equipo B?

—Sí, en cuanto podamos cubrirnos. ¿Te parece bien, recluta?

La habían ascendido a cabo mientras durara el ejercicio.

Nos desviamos hacia la derecha para cobijarnos tras una laja. Casi todos los demás encontraron refugio, pero unos cuantos tuvieron que echarse de bruces contra el suelo.

—Freeman, aquí Potter.

—Potter, aquí Smithy. Freeman está fuera de combate y Samuels también. Quedamos sólo cinco. Cubridnos un poco para que podamos…

—De acuerdo, Smithy.

Otro chasquido.

—Fuego el equipo A. Los del B están en apuros.

Eché una mirada por encima del borde de la roca. Mi detector de posiciones indicaba que el refugio estaba a unos trescientos cincuenta metros, bastante lejos aún. Apunté un poquito más arriba y lancé tres granadas; en seguida bajé un par de grados y arrojé otras tres. Las primeras fallaron en unos veinte metros, pero la segunda carga estalló precisamente delante del refugio. Tratando de mantener el mismo ángulo disparé otras quince, todas las que me quedaban.

Debía haberme agachado tras la roca para volver a cargar, pero quería ver dónde caían las quince granadas, de modo que no perdía de vista el refugio en tanto retrocedía para buscar otra carga. Cuando el rayo láser dio contra mi conversor de imágenes percibí un resplandor rojo tan intenso que pareció perforarme los ojos y rebotar en el cráneo. En una fracción de segundo el conversor, ya sobrecargado, quedó ciego; sin embargo, aquella imagen siguió torturándome la vista por varios minutos.

Puesto que yo estaba oficialmente muerto, mi radio se desconectó de inmediato; no me quedaba sino permanecer en mi sitio hasta que aquel remedo de batalla hubiese terminado.

El tiempo se me hizo muy largo; no tenía más datos sensoriales que el tacto de mi propia piel (y dolía allí donde el conversor de imágenes había centelleado) y un constante zumbido en los oídos. Al fin un casco golpeó contra el mío.

—¿Estás bien, Mandella? —preguntó la voz de Potter.

—Disculpa, hace diez minutos que he muerto de aburrimiento.

—Levántate y agárrate a mi mano.

Así lo hice, y ambos avanzamos arrastrando los pies hasta el alojamiento. Probablemente tardamos más de una hora. Ella no volvió a hablar durante todo el camino de regreso (la forma de comunicarse resulta bastante extraña), pero una vez que hubimos pasado la esclusa de aire y calentado los trajes me ayudó a desvestirme. Me preparé para recibir una buena azotaina verbal, pero en cuanto el traje se abrió, antes de que mis ojos se acostumbraran a la luz, ella me echó los brazos al cuello y me plantó un beso húmedo en la boca.

—Buen tiro, Mandella.

—¿Eh?

—¿No viste? Claro que no. El último disparo, antes de que te alcanzaran, hoz blanco: cuatro estallidos directos. El refugio decidió que estaba vencido y no tuvimos más que caminar el resto del trayecto.

—¡Qué bien!

Me rasqué la cara bajo los ojos, desprendiendo un poco de piel seca. Ella soltó una risita.

—¡Si te vieras! Pareces…

—Todo el personal debe presentarse en la zona de asambleas.

Era la voz del capitán. Eso indicaba malas noticias. Potter me alcanzó una túnica y un par de sandalias.

—Vamos.

La zona de asambleas y sala comedor estaba al otro lado del pasillo. Ante la puerta había una hilera de botones correspondientes al registro. Mientras oprimía el que llevaba mi nombre noté que sólo cuatro de ellos estaban cubiertos con cinta negra. Sólo cuatro: eso significaba que durante las maniobras no se habían producido bajas.

El capitán estaba sentado en la plataforma; eso quería decir que, cuanto menos, no nos veríamos obligados a pasar por el absurdo rito de «Atención». La sala se llenó en menos de un minuto. Una suave campana indicó que la lista estaba completa.

—Hoy se han portado bastante bien —dijo el capitán Stott, sin levantarse—. No murió nadie, aunque yo había calculado alguna baja. En ese aspecto ustedes han sobrepasado mis expectativas, pero por lo demás el trabajo de hoy ha sido muy pobre. Me alegra que sepan cuidarse, pues cada uno de ustedes representa una inversión de un millón de dólares y un cuarto de vida humana. Pero en esta batalla simulada, contra un enemigo robótico muy estúpido, hubo treinta y siete soldados que lograron caer bajo el láser enemigo y morir en forma simulada. Puesto que los muertos no comen, esas personas no tendrán comida durante los próximos tres días. Cada uno de los soldados caídos en esta batalla recibirá solamente dos litros de agua y una ración de vitaminas por día.

Nos cuidamos muy bien de gruñir o algo por el estilo, pero hubo expresiones bastante disgustadas, sobre todo en aquellas caras que exhibían cejas chamuscadas y rectángulos rojizos en torno a los ojos.

—Mandella.

—Sí, señor.

—Usted es el más quemado de las bajas. ¿Tenía el conversor de imágenes graduado en normal?

¡Oh, mierda!

—No, señor. Intensidad logarítmica dos.

—Aja. ¿Quién era el jefe de su grupo durante los ejercicios?

—La cabo interina Potter, señor.

—Recluta Potter, ¿le ordenó usted intensificar la imagen?

—Yo, señor… no recuerdo.

—¿No? Bien, como ejercicio mnemotécnico puede contarse entre las bajas. ¿Le parece bien?

—Sí, señor.

—De acuerdo. Los muertos comerán por última vez esta noche y no tendrán raciones a partir de mañana. ¿Alguna pregunta?

Seguramente bromeaba.

—Bien. Rompan filas.

Elegí los alimentos que parecían más ricos en calorías y llevé mi bandeja hasta donde estaba Potter.

—Fue una quijotesca tontería —le dije—, pero gracias.

—De nada. De cualquier modo quería perder unos kilos que me sobran.

No parecía tener ninguno de más, en mi opinión.

—Para eso conozco un buen ejercicio.

Ella sonrió sin levantar la vista de su bandeja.

—¿Te has comprometido con alguien para esta noche?

—Estaba medio decidida a invitar a Jeff…

—En ese caso será mejor que te des prisa. Se está entusiasmando con Maejima.

Bueno, era bastante cierto. A todo el mundo le pasaba lo mismo.

—No sé. Quizá convendría reservar las fuerzas. Ese tercer día…

—Vamos —insistí, rascándole ligeramente el dorso de la mano con una uña—. No nos hemos acostado desde que salimos de Missouri. Es posible que hayamos aprendido algo nuevo.

—Tú, tal vez —observó ella, inclinando la cabeza para mirarme con picardía—. Bien, de acuerdo.

En realidad era ella quien había aprendido un truco nuevo; le llamaba «el sacacorchos francés». No quiso decirme quién se lo había enseñado; pero consideré que el tipo merecía mis felicitaciones.

8

Las dos semanas de adiestramiento en torno a la base Miami nos costaron al fin y al cabo once vidas. Doce, si contamos a Dahlquist. Creo que verse obligado a pasar el resto de la vida en Charon, con una mano y ambas piernas amputadas, es algo muy parecido a la muerte.