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– Puede que ahora las cosas sean distintas -dijo su madre-. Es encantadora.

– Aja.

Su madre se enderezó en la silla. Tina Kent era bajita, pero Howard sabía que era un error juzgarla por su tamaño.

– ¿Te acuerdas de hace diez años, cuando tuve cáncer de mama? -preguntó.

Howard refrenó un gruñido y asintió con la cabeza. «Esto no», pensó. «Cualquier cosa, menos esto».

– Tú estabas en la universidad. Yo no quería que supieras lo grave que era, porque quería que te concentraras en tu máster.

Fue en aquel programa donde desarrolló el software que había hecho despegar a su compañía y lo había convertido en multimillonario en apenas tres años.

– Mamá… -comenzó a decir.

Ella levantó una mano.

– Cuando viniste a casa, estabas preocupado. Te prometí que me pondría bien -hizo una pausa, expectante.

– Y yo te dije que lo que quisieras, si te curabas -dijo él obedientemente.

– Yo cumplí mi promesa. Ahora te toca a ti cumplir la tuya. Vas a ir con Katie a esa boda. Pasarás cuatro días en el hotel de Fool's Gold, y harás todo lo posible para que Katie se sienta como una princesa.

«Maldita sea». ¿Por qué no podía ser como algunos de sus amigos, que jamás hablaban con sus padres? ¿Por qué tenía que llevarse bien con su madre? Salvo por aquella obsesión con Katie McCormick, su madre era una mujer estupenda. Siempre habían podido hablar, y Howard valoraba mucho su opinión. Pero en aquel momento habría dado cualquier cosa por que sus relaciones se enfriaran un poco, aunque fuera fugazmente.

– Mamá -comenzó a decir, y luego sacudió la cabeza. Eran cuatro días. Seguro que podía sobrevivir-. Está bien. Tú ganas.

Ella puso una amplia sonrisa.

– Bien. Cuando estuve enferma, Janis estuvo pendiente de mí sin faltar un solo día. Me hace muy feliz poder hacer algo por ella al fin, aunque sea en una cosa tan pequeña.

– Estás vendiendo a tu propio hijo. ¿Qué pensarán los vecinos?

– Que ya iba siendo hora de que tuvieras novia.

Capítulo 2

Katie esperaba, nerviosa, a la entrada del hotel Gold Rush. El hotel, construido en las montañas que se alzaban por encima de Fool's Gold, era una vieja y enorme casona cuyo estilo arquitectónico oscilaba entre el de un chalé y un palacete Victoriano. Las vistas eran impresionantes, el restaurante de cinco estrellas y el servicio impecable. Había boutiques de primera clase en el vestíbulo y un balneario que tentaba a famosos de todo el mundo. Si aquélla hubiera sido su boda, Katie habría preferido casarse en el pueblo, a orillas del lago, y celebrar el banquete en algún restaurante de la localidad. Su hermana, en cambio, siempre había querido una boda fastuosa. Por eso iban a pasar cuatro días allí.

Katie ya se había registrado en el hotel, como el resto de su familia más inmediata. Los que venían de fuera del pueblo llegarían en cualquier momento, y ella tenía que encontrar a Howie antes de que lo encontraran otros. Era esencial que coordinaran sus historias. Si no, no tendría sentido tenerlo allí todo el fin de semana.

Se le ocurrió por un segundo dejar al descubierto aquella trampa. Así se libraría de Howie, pero se vería reducida al estatus de vieja solterona. Sí, había empezado un nuevo siglo. Sí, las mujeres podían hacer de todo. Pero en el mundo de los McCormick, seguir soltera a los veintisiete años no era sólo una calamidad, sino también una vergüenza.

– Pero tú eres periodista deportiva -diría otra vez su tía Tully-. ¿No puedes cazar a un marido, con todos esos deportes que ves?

Ojalá fuera tan sencillo. El problema era que, aunque le encantaban los deportes; la competición, la búsqueda de superación, las pequeñas singularidades que hacían interesante cada partido, los deportistas le gustaban menos. Tal vez fuera porque, gajes del oficio, solía verlos en sus peores momentos. Era como trabajar en la cocina de un restaurante. Después, cenar fuera nunca volvía a ser lo mismo.

Un hombre alto y moreno entró en el vestíbulo. Era tan guapo que la gente se volvía a mirarlo, y tenía un cuerpo a juego. Tenía los hombros anchos y las piernas largas, e iba pulcramente vestido con vaqueros y una camisa de rayas azules y aspecto suave. «Qué más quisiera yo», pensó Katie con amargura, mirando más allá del tío bueno con la esperanza de ver a aquel tipo torpón que estaba a punto de llegar tarde.

Howie se dedicaba a los ordenadores. Tal vez debería haberle enviado un e-mail para recordarle su cita.

– ¿Katie?

El desconocido alto y moreno se detuvo a su lado. Ella miró su boca firme, su mandíbula fuerte y sus preciosos ojos verdes, ocultos tras unas gafas de montura plateada. Y se quedó boquiabierta. Lo notó, y a continuación tuvo que hacer un esfuerzo por cerrarla. No podía ser. Era imposible. ¿En qué planeta pasaban esas cosas?

– ¿Ho-howie?

Él sonrió. Era una de esas sonrisas sexis y socarronas que hacían ronronear a cualquier mujer que hubiera alrededor.

– Jackson -dijo-. Ahora me llaman Jackson. Es mi segundo nombre.

«También podrían llamarte "bombón"», pensó ella, aturdida, mientras intentaba fijarse en los cambios. Ahora era más alto, más musculoso, y hasta su pelo era perfecto.

– ¿Ho-Howie? -repitió.

La sonrisa se convirtió en una risa suave.

– No he cambiado tanto.

Au contraire.

– Has, eh, crecido -logró decir ella, confiando en no parecer tan estúpida como se sentía.

– Tú también.

Ella arrugó la nariz. No había crecido precisamente. Seguía teniendo más o menos la misma estatura que a los trece años: en torno a un metro sesenta. La diferencia era que, desde entonces, había perdido unos veinte kilos. Y había descubierto cómo sacar partido a su cara más bien corriente.

Y no es que se quejara, exactamente. Pero en una familia formada por personas muy altas, delgadas y atractivas, ella era como un retroceso a aquel linaje bajito y curvilíneo que todos consideraban ya superado por su buena crianza.

– Sí, bueno, por lo menos ya no estoy regordeta -dijo, pensando que no tenía sentido ignorar lo obvio.

Jackson la observó un momento.

– Tus ojos siguen siendo los mismos. Son bonitos. Me acordaba de su color.

– ¿Porque te fulminé con la mirada? -preguntó ella.

– Aja. Me daba pánico que fueras a darme una paliza.

– Me trataste como si fuera idiota.

– Me sentía fuera lugar, y era un modo de compensar mi incomodidad -se encogió de hombros-. No te lo tomes como algo personal. Actuaba así en todas partes.

– ¿Una de las desventajas de ser siempre el más listo de la clase?

– Tú tampoco te quedaste corta.

Ella se rió.

– Me vi reducida a amenazarte con la violencia física. No creo que pueda decirse que me quedé corta.

– Pues te ha ido bastante bien. Tengo entendido que ahora eres una famosa periodista deportiva.

Si hubiera estado bebiendo, Katie se habría atragantado.

– No exactamente. ¿Eso es lo que te ha dicho tu madre?

El asintió.

– Trabajo en el periódico del pueblo. El Fool's Gold Daily Republic. Me ocupo de las páginas deportivas, de vez en cuando hago un editorial y, cuando están muy desesperados, algún que otro artículo de urgencia. Nadie diría que eso es ser famosa.

– Te gusta tu trabajo, te lo noto en la voz.

– Sí, me gusta -se descubrió mirando sus ojos verdes y deseando haberle hecho caso a su madre antes. Howie… eh, Jackson… era todo lo que le había dicho y más-. Me han dicho que eres una especie de genio de los ordenadores -hizo una mueca, y pensó que quizá debería haberse informado un poco-. Creaste un programa sobre… eh… no sé qué asunto empresarial.