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– ¿Había, quiero decir, había rastro de que hubiera…?

– Sí, encontramos pequeños restos de cocaína en uno de los orificios de su nariz.

– ¿Dónde encontraron…?

– En su neceser… junto con la pasta dentífrica y el lápiz de labios y los tampones. -Bonjove miró a Even por encima del humo del cigarrillo-. Sólo faltaban los condones.

Even cerró los puños, pero se quedó quieto.

– ¿Y la sangre? No encontraron nada en…

– Como ya le he dicho antes no se le hizo la autopsia. ¿Por qué íbamos a hacérsela?

Even se puso en pie, se sentía enfermo, y se quedó un rato mirando hacia la calle. Seguramente las autopsias eran un gasto que corría a cargo de cada uno de los distritos policiales. Igual que en Noruega, donde a veces, por razones económicas, la policía enviaba a los muertos al cementerio sin saber con toda seguridad cuál había sido la causa de la muerte. Un autobús lleno de turistas pasó por su lado. Japoneses. Tomaron fotos de él, del inspector y de la brasserie. De todo a su alrededor. Le saludaron al ver que los miraba.

– ¿Le dice algo el nombre de Simon LaTour? -el inspector soltó la pregunta cuando el autobús doblaba la esquina.

Even le lanzó una mirada vacía que, por lo visto, ya le valió como respuesta porque Bonjove siguió adelante haciéndole alegremente una más, como si sintiera un especial placer haciendo preguntas que revolvieran a Even por dentro.

– ¿Por qué insinuó al principio de nuestra conversación que podía haber tomado pastillas o drogas, si ahora afirma que a ella jamás se le ocurriría utilizarlas?

Even se apoyó en el respaldo de la silla.

– Porque… quiero decir… tenía que haber una razón. -Even echó la vista hacia la ciudad-. Voy a atrapar a ese maldito diablo -murmuró de pronto, y se fue.

Capítulo 12

El hotel se encontraba a los pies de Montmartre, no muy lejos de la sala de fiestas Moulin Rouge. Era un hotel grande para gente de categoría media, para gente dispuesta a pagar por un buen servicio y unas habitaciones limpias, pero no por el lujo y unas vistas al Sena. Un típico hotel para comerciales de artículos de oficina, había pensado Even al registrarse el día anterior. Una elección un tanto sorprendente, teniendo en cuenta que Mai siempre se había hospedado en el tranquilo hotel Bersolys, en Rué de Lille, un hotel relativamente pequeño y elegante que, además, estaba a corta distancia, la suficiente para poder ir a pie, de los tesoros del Louvre, la elegancia gótica de Sainte-Chapelle y el encanto abigarrado del Quartier Latín, que ella nunca se cansaba de visitar.

Even atravesó el vestíbulo, inclinó automáticamente la cabeza en dirección al recepcionista a modo de saludo y pulsó el botón del ascensor. Como de costumbre, se había metido la llave de plástico en el bolsillo al abandonar el hotel.

Antes de la partida, Finn-Erik le había contado que Mai había ocupado la habitación número 612. Un número típico de Mai, había pensado Even: 1 y 2 y 6 y 12, suma transversal, 9. El número contenía franqueza y amplitud, posibilidades. Even tuvo que conformarse con la habitación vecina, la 610. Un número Fibonacci. Un producto de sus antecesores, 233 y 377, de la misma manera que Even era un producto inconfundible de sus antecesores: un saco de mierda y un loco.

Al llegar al hotel había insistido en que le dieran la habitación 612, pero ya estaba ocupada por un matrimonio alemán.

– Lo sentimos mucho, pero se quedarán una semana más -le habían explicado pacientemente en la recepción.

En la planta sexta se encontró con una señora mayor con una bata azul celeste que aspiraba la alfombra.

– Pardon, ¿es usted madame Raffaela Lorenzo?

La mujer sonrió y se señaló las orejas antes de apagar el aspirador. Even lo repitió.

– No -dijo la mujer entre risas, como si Even hubiera dicho algo gracioso-. Raffaela está por ahí. -Señaló en dirección al pasillo donde se hallaba la habitación de Even y volvió a encender el aspirador.

Even se giró y avanzó por el pasillo hacia la habitación 610, miró a su alrededor pero no vio ningún carrito ni ninguna camarera ni oyó ningún ruido de ninguna máquina de limpieza de ninguna de las habitaciones. Sacó la llave de plástico y la metió en la cerradura. 610, el año en que Mohammed tuvo la visión en la que se le revelaba que era el mensajero de Dios. Mai se lo había comentado en una ocasión, recordó Even de pronto. La puerta zumbó y Even entró, cerró la puerta e introdujo la llave de plástico en el interruptor para que se encendiera la luz. Después de colgar la chaqueta en el pequeño vestidor y cuando ya se disponía a abrir la puerta del baño, se quedó paralizado y miró lentamente a su alrededor.

Las cortinas estaban a medio echar, tal como las había dejado por la mañana. El televisor estaba apagado del todo, como solía hacer cuando se hospedaba en un hotel. La carpeta con la información del hotel estaba sobre la mesa, al lado del teléfono. La silla estaba justo delante del escritorio. La cama estaba hecha; la colcha blanca, totalmente ajustada y ceñida, como una mortaja cubriendo un cadáver en un ataúd. Even notó cómo el pulso latía en el cuello de su jersey. Con cuidado, como si quisiera evitar despertar a un durmiente, pasó al lado de la cama y se detuvo al llegar al pequeño banco del equipaje. Se quedó un buen rato mirando la cremallera de la bolsa que estaba un poco abierta, tal como solía dejarla. Algo estaba mal. Se había dado cuenta a simple vista, pero para convencerse posó la mano sobre la bolsa para medir la distancia que había entre las dos guías de la cremallera: había al menos dos centímetros de más.

Entró en el baño con la misma sensación ilógica de tener que moverse con sigilo. Dejó la puerta abierta mientras deslizaba la vista por el estante: pasta de dientes, maquinilla de afeitar, jabón y cepillo de dientes. El neceser estaba en el suelo, lo cogió y lo abrió. Al darle la vuelta al neceser, se cayó un mondadientes y un pequeño frasco de gel after-shave que nunca utilizaba. Nada más.

El hombre en el espejo le miró con ojos rojos y tensos, y Even pensó que debería afeitarse, dormir algo. Necesitaba relajarse. Cogió el vaso de plástico y bebió un poco de agua fría antes de volver a salir para inspeccionar la bolsa.

«Tal vez haya sido la camarera la que no ha podido resistir la tentación, y ha estado buscando dinero o alguna tarjeta de crédito. O tal vez se le cayó la bolsa al suelo mientras pasaba el aspirador. Por accidente.»

Cogió la bolsa por las asas y abrió la cremallera, abrió la bolsa hasta que pudo ver toda la ropa, los zapatos de recambio y el libro que había comprado en el aeropuerto, antes de subir al avión. Todo seguía en la bolsa tal como lo había dejado, no detectó ningún cambio. No sabía cómo había dejado las cosas exactamente al irse, pero todo parecía estar en su sitio. No era un neurótico, lo de la cremallera no era más que una vieja costumbre. No era necesario, pero tampoco estaba de más, solía pensar cuando ponía la mano sobre la bolsa y dejaba la cremallera abierta exactamente un palmo, antes de abandonar la habitación del hotel. Una mala costumbre de los viejos tiempos, solía decirse a sí mismo a modo de excusa.

Sacó la bolsa con los zapatos de recambio y la dejó sobre la cama, y después el libro, El péndulo de Foucault, de Eco, que todavía no había abierto. Sacó una pieza tras otra, dejándolas detrás. Finalmente miró al fondo de cuero negro de la bolsa y movió la plancha del fondo hasta retirarla, sólo para descubrir una superficie negra e inocente que brillaba débilmente a la luz de la lámpara.

Se dejó caer en la cama y encendió un cigarrillo. Había comprado la cajetilla en el camino de regreso al hotel, después de la reunión con el inspector, intentando convencerse a sí mismo de que sería el primer y último paquete. Sentía que se encontraba en un momento difícil que demandaba algo extra donde apoyarse. Even inspiró y dejó que el mareo y el hormigueo se apoderasen de su cuerpo; mantuvo el humo en los pulmones, hasta que éste le provocó tos. El aire que soltó era limpio e invisible. «Toda la mierda se ha quedado dentro -pensó-, y volvió la vista hacia la ventana.»