Выбрать главу

– Pero yo… -Kitty enmudeció.

El agua lamió sus muslos. Estaba helada.

Even asintió con la cabeza, como si la entendiera.

– Yo no creo en ningún dios, ni en el tuyo ni en el de nadie. Dejaré que el azar, las leyes físicas… -Even notó cómo los dedos de sus pies se entumecían-, que la lucha entre el calor y el frío te juzguen. -Even levantó la cabeza y miró a su alrededor-. Hay cincuenta metros hasta tierra firme.

Even cortó apresuradamente el esparadrapo que apresaba las piernas de Kitty con el hacha, le dio la vuelta y cortó el que rodeaba sus muñecas. Luego arrojó el hacha al agua. Finalmente, se desprendió del cinturón y lo arrojó detrás del hacha. Sus pies y sus piernas se habían entumecido. Se miraron; ella hizo una mueca, como queriendo decir algo.

Even se puso en pie. Se quedó inmóvil un instante antes de dejarse caer de espaldas por la borda. El frío le hizo respirar ansiosamente, miró al cielo e intentó encontrar alguna estrella entre las nubes: el Carro, la Estrella Polar. El agua anegó el bote y unas enormes burbujas rompieron la superficie cuando se hundió. Lo último que vio de ella fue que seguía sentada en el banco cuando éste desapareció debajo del agua. Erguida. Como si por fin hubiera elegido.

Sus músculos se estaban quedando rígidos. Se quitó los zapatos de una patada y empezó a nadar con todas sus fuerzas hacia donde creía que estaba la playa.

Epílogo

El hombre introdujo el billete gris en la ranura y con ello consiguió acceder a la Sala C.

En el mostrador hizo su consulta.

La bibliotecaria de la sección de Sciences et Techniques de la Bibliothèque Nationale de France señaló y explicó que Principia de Newton estaba en la estantería encima de la escalera, a la izquierda. Jugueteó un momento con el teclado y miró la pantalla. Sí, había dos ejemplares, uno en inglés y el otro, una versión facsímil que contenía el manuscrito de Newton y que, por lo tanto, estaba en latín.

– La edición facsímil, gracias -dijo el hombre.

La bibliotecaria anotó +509.030 92 NEWT en un pedazo de papel y le dijo que allí encontraría el libro.

El hombre sonrió amablemente y dijo: «Merci beaucoup». Tenía un acento muy acusado. La bibliotecaria lo siguió con la mirada mientras cruzaba calmosamente la sala, subía las escaleras y se introducía en el mundo literario de la ciencia. Era la segunda vez en poco tiempo que alguien había preguntado precisamente por aquel libro, pensó. Para los científicos, Principia parecía ser una de aquellas obras que todo el mundo conocía pero que nadie había leído. De la misma manera que el Ulises de James Joyce lo era para los lectores de ficción.

El hombre se detuvo sin titubeos delante de la estantería correcta, se rascó la barba como si no estuviera acostumbrado a ella, mientras sus ojos recorrían los títulos. Aquí. The Preliminary manuscripts for Isaac Newton's 1687 Principia, 1684-1685. Facsimiles of the original autographs. El libro era de gran formato y estaba colocado en el estante con el lomo hacia arriba. En dos ejemplares. Sacó los dos, se los llevó a la mesa de estudio más próxima y retiró la silla ayudándose con el pie. Se sentó lentamente mientras echaba un vistazo a su alrededor. A lo lejos, al otro lado de la hilera de escritorios, vio a un señor de cierta edad, con las gafas colocadas en la punta de la nariz, absorto en la lectura de un libro del que tomaba notas regularmente en un cuaderno. Por lo demás, la sección estaba vacía.

La mano volvió a rascar la barba antes de estirarse hacia el zócalo metálico y apretar un botón. Una luz suave y agradable se extendió sobre el tablero de la mesa y los dos libros. Los dedos tamborilearon ligeramente nerviosos sobre el primer tomo mientras el hombre volvía a mirar a su alrededor. Al pie de la escalera vio a la bibliotecaria hablando con un cliente. Cuando terminó, la bibliotecaria elevó la vista hacia él y sonrió levemente cuando sus miradas se encontraron. Él se echó hacia atrás en la silla, de manera que la mesa se interpusiera entre ellos y se acercó el primero de los libros. Miró las letras grandes del título, la tapa y el plástico protector con el que habían forrado el libro, estudió el tamaño, el grosor. Echó un vistazo hacia la estantería donde estaban los demás libros de Newton y hacia el hombre de las gafas, que seguía anotando en su cuaderno.

Con un movimiento rápido, como si finalmente hubiera reunido el valor para hacerlo, abrió el libro por las últimas páginas, las blancas, vacías, aquellas por las que, por razones evidentes, nadie se interesaba. Con las piernas cruzadas y la obra apoyada en la rodilla las hojeó lentamente, hoja por hoja, hasta que las hubo pasado todas. Las examinó detenidamente, como si pudiera leer una escritura invisible en las páginas. Una mujer se acercó desde las estanterías que había a sus espaldas y él abrió el libro por el medio; ella pasó por su lado y sonrió; él le devolvió la sonrisa y la vio desaparecer escaleras abajo. Siguió hojeando, llegó a la última página en blanco y cerró el libro. Cogió el otro libro. También repasó las páginas en blanco, una por una, igualmente sin resultado. No había nada que encontrar.

Ligeramente confundido, el hombre dejó el libro sobre la mesa, al lado del otro. Los contempló, los comparó, pensó. Entonces volvió a agarrar el primero, dobló el lomo del libro y miró por la estrecha ranura entre el libro y la tapa y el plástico.

– Aquí -gruñó y miró a su alrededor.

El rellano estaba en silencio, todo el mundo estaba ocupado en lo suyo, y abajo, detrás del mostrador, la bibliotecaria estaba enfrascada en una conversación muy seria con un usuario. Con mucho cuidado desprendió un pedazo del celo que mantenía el plástico en su sitio y que parecía de cristal muy fino entre sus manos. Con movimientos comedidos, una lentitud casi cómica que le hizo sonreír, el hombre sacó dos folios de su escondite y los depositó en el regazo. Pensó: «Newton oculto en Newton», y volvió a sonreír. Pensó en una mujer que había escondido los dos folios allí y que había inventado una clave para que él los pudiera encontrar. Una mujer que ya no existía. Tan sólo en el recuerdo. Sirviéndose del libro como parapeto, dobló los folios una sola vez para que le cupieran en el bolsillo interior de la chaqueta, y luego abrió el libro por la página 13 y empezó a leer. Era uno de los pocos en el mundo capaz de entender lo que contenía.

Media hora más tarde, cuando llegó a la página 26, cerró el libro y lo devolvió a su sitio.

Inclinó la cabeza ante la bibliotecaria al pasar por delante del mostrador y salió. Ella le devolvió la sonrisa con el ceño fruncido y lo siguió largo rato con la mirada. Luego subió hasta el escritorio donde el hombre había estado sentado y apagó la luz. Un pedazo de papel había caído al suelo. Ella lo recogió y lo desdobló.

En la parte superior del papel aparecía el alfabeto de la A a la Z. Justo debajo, volvían a aparecer todas las letras del alfabeto, aunque siguiendo otro orden. La palabra «SUBTPRA-HEND» aparecía en primer lugar, subrayada, seguida por las letras del alfabeto que no estaban contenidas en la palabra.

Debajo de estas dos líneas aparecía una línea con una confusión de letras, según la opinión de la bibliotecaria, sin ningún sentido aparente. ¿A lo mejor era una clave? Y justo debajo de lo incomprensible, ponía lo que ella consideró debía de ser la respuesta a la clave.

La bibliotecaria sonrió para sus adentros; pensó que seguramente se trataba de un juego infantil entre adultos. De hecho, le pareció divertido que alguien fuera capaz de utilizar la biblioteca, la ciencia y los libros de esta manera. De haber regresado el hombre, le hubiera gustado ayudarle con una nueva clave. Le había parecido simpático, con una mirada franca. Transparente, en paz consigo mismo, pensó la bibliotecaria y volvió a mirar el papel.