Выбрать главу

Desde una estrecha abertura detrás de una estantería miró por la ventana y se puso a estudiar discretamente a todos los que subían por las escaleras. El metro vomitaba un flujo constante de gente, pero nadie parecía escudriñar nada con la mirada al salir a la superficie, nadie lo buscaba. Y nadie se parecía a alguien que hubiera visto anteriormente.

– ¿Puedo ayudarle? -Una joven sonriente apareció a sus espaldas.

– Ohhh… -Even miró a su alrededor y descubrió que se trataba de una tienda especializada en ropa interior para mujeres-. Me temo que me he equivocado -murmuró, y salió apresuradamente.

Volvió a bajar a la estación de metro y tomó el primer tren con dirección al centro que apareció. Consiguió un asiento de ventana; repasó de arriba abajo a un joven que llevaba una funda de guitarra. El joven le devolvió la mirada hasta que Even bajó la cabeza. ¿Le habría estado entreteniendo el inspector Bonjove con su charla, aquella misma mañana, para que otros pudieran tener acceso a su habitación? El joven de la guitarra se rió y le dijo algo a un amigo que, a su vez, se puso en pie. Con unas miradas divertidas dirigidas a Even se bajaron en la siguiente estación. Sin duda, la intención había sido que la policía descubriera la bolsita en una redada, o tal vez en la aduana de regreso a casa, para así poder quitarle el pasaporte y retenerle.

Pero ¿qué conseguiría la policía con eso? Apoyó la frente contra el cristal frío de la ventanilla, sentía la cicatriz del ojo, como le solía pasar, sobre todo cuando estaba estresado. Verle salir corriendo, verle huir presa del pánico. Eso era lo que pretendía la policía, ésa era, en esencia, la naturaleza de la policía. Provocar a la gente para que sacase lo peor que tiene dentro, destruir las defensas para que toda la mierda quedase al descubierto, vulnerable, y luego poder pisarla. Al otro lado de la ventanilla, la luz chispeaba contra la oscuridad; un tren que venía por la otra vía en dirección opuesta pasó aullando y Even lo vio todo en rojo, el rojo de unos ojos inyectados en sangre y sangre derramándose por el suelo. Se puso en pie de golpe y se fue hacia la puerta. Allí estuvo esperando con la mano apretada contra el ojo.

El tren llegó a Pigalle. Buscó el camino hasta otra línea a paso rápido. Miró a su alrededor en el andén, como si se dispusiera a tomar un tren a uno de los suburbios, hasta que de pronto saltó al otro lado a través de los túneles y cogió un tren en dirección al centro de la ciudad. Notó cómo la adrenalina bombeaba en sus venas, percibió la mezcla de pánico y estímulo, volvía a tener diecisiete años y volvía a huir de la policía. El tren estaba lleno a reventar y Even se quedó en el pasillo central, agarrado a la barra superior que corría por debajo del techo del vagón. Miró de reojo a la gente que le rodeaba, midiéndolos, sopesando si eran amigos o enemigos. La mayoría parecía mirar al vacío. Miró por encima de sus cabezas, hacia los que se encontraban delante de la puerta, estudió las caras de los que habían saltado al tren en el último suspiro. El encuentro con Mai había detenido su huida, le había hecho descansar. Lo había llevado a dejar a un lado la hostilidad, pero no a olvidarla, eso era imposible, la había metido en un cajón y había cerrado con llave. Y eso sin que ella lo supiera. Ahora ella había desaparecido, por completo, y la huida volvía a empezar. La historia se movía en círculos, él volvía a correr, estaba condenado a huir de la policía toda su vida. Ahora se daba cuenta. Un revisor entró desde el vagón contiguo y empezó a revisar sistemáticamente todos los billetes. Even miró el uniforme y sacó el billete, listo para que el revisor le echara ojeada. Sus manos estaban empapadas de sudor. El revisor asintió y se abrió camino a través del vagón. Apestaba a un desodorante que Even abominaba.

Even se bajó en la estación de Saint-Lazare y se alejó por el andén, como si se dispusiera a subir a la superficie y la luz del día. Contó los segundos, uno-dos-tres-cuatro, mientras los pasajeros salían en tropel; avanzó a lo largo de los vagones, vigilando ahora a los que entraban. Contó, no los suyos, sino los segundos del mundo: dieciocho, diecinueve, veinte… Estaba pendiente de la señal de salida. Justo antes de que las puertas se cerraran, volvió a saltar al tren y siguió el viaje. Veintinueve segundos. Eso es lo que tarda una ballena en aparearse. Encontró un asiento libre al lado de una mujer con una sombra de bigote en el labio superior. Tenía todo el regazo cubierto de bolsas de la compra llenas de verduras y respiraba pesadamente con la boca abierta, su gran pecho subía y bajaba en sacudidas violentas. Even cerró los ojos y ya sólo oía el resoplido. Se imaginó dos ballenas en una cama, una encima de la otra. Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró con la mirada escrutadora de un hombre, sentado un par de filas de asientos más adelante. El hombre giró la cabeza y se puso a mirar por la ventanilla.

En la estación de Solferino, Even saltó del tren justo antes de que se cerraran las puertas. Se quedó en el andén mirando al hombre que lo observaba y que seguía sentado sin moverse. Salió a la superficie y se metió en la primera cafetería que encontró, asegurándose de que nadie le había seguido, antes de pedir una copa de vino y preguntar por el escusado. El camarero le indicó una puerta al fondo del local.

El retrete estaba sucio y olía a orines. Even se encerró en uno de los baños individuales, se sentó en la taza del váter y arqueó la espalda, y en un intento de reprimir las ganas de gritar se mordió la mano. Ya no tenía diecisiete años, ya no le apetecía correr ni huir a ninguna parte. Ya no era Neve.

Alguien entró en el baño. Even oyó cómo se quedaba parado mientras la puerta se cerraba detrás de él. Los pasos se iban acercando, uno de los zapatos chirriaba, se acercó a los escusados y tiró del pomo de la puerta del que ocupaba Even. El hombre farfulló algo y se fue al siguiente escusado. El pestillo se cerró con un ruido metálico. Unos pantalones bajaron y el hombre empezó a gemir y resoplar mientras se vaciaba. Luego se secó, se subió los pantalones y volvió a salir del baño. Even volvió a respirar. No sabía a ciencia cierta si había contenido la respiración durante todo el episodio.

– No se lavó las manos -murmuró sin poder evitar una sonrisa. Un par de manos parisinas llenas de bacterias era lo que hacía falta para atenuar el pánico. Se encendió un cigarrillo y volvió a sentarse. Se oyó un susurró en las cañerías, agua corriendo, por lo demás todo estaba en silencio. ¿Debería llamar al inspector Bonjove y contarle lo de la bolsita que había encontrado en un calcetín? «Ahora tengo que aplicar la lógica. -Soltó el humo hacia el techo sucio y gris-. Si ha sido la policía quien ha dejado la bolsita donde la encontré, sabrán por mi reacción que estoy limpio y que soy inocente. -Levantó la tapa del váter y dejó caer la ceniza en la taza-. O también cabe la posibilidad de que crean que soy doblemente astuto y, por lo tanto, culpable. Y si es (sigue siendo) la policía quien escondió la bolsita, tal vez las dos bolsitas, son todo menos inocentes, y cuando se den cuenta de que he encontrado la bolsita en el calcetín utilizarán otros medios para pillarme.» Miró un dibujo sobredimensionado de un pene en erección que alguien había tallado en la puerta del escusado.

Y si no es la policía quien está detrás…

Even le dio una bocanada al último centímetro de cigarrillo, pensó «entonces tendrán que ser otros», se quemó los dedos y arrojó la colilla al váter. Cuando terminó de lavarse las manos, volvió a la cafetería y se sentó con su copa de vino tinto en el rincón más oscuro del lugar con el rostro hacia la puerta. El sentido común, que prevalecía cuando dejaba a un lado el odio a la pasma, le decía que no había sido la policía la que había metido la bolsita en el calcetín. No era su modus operandi habitual porque, ¿con qué propósito harían algo así?