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Ella le sonrió amargamente, y abrió la boca para adelantarse al darse cuenta de que él se disponía a decir algo. Estaba delante de ella con una manzana en la mano.

– Cuando entonces descubras que tampoco estás tan mal situado, empezarás a provocar a san Pedro, a lo mejor con un comentario de aspecto profundamente aburrido, y luego, y es aquí, Even, donde no consigo seguirte, atarás una cuerda alrededor de una de las columnas de la puerta, le preguntarás a uno de los ángeles custodios sobre la distancia hasta el fuego, recortarás la cuerda para ajustaría a ella y te atarás el otro cabo alrededor de la cintura. Entonces, con tu habitual sonrisa de tío enrollado te sentarás en el borde del tobogán, agitarás la mano en un adiós y desaparecerás camino del infierno. Mientras te deslizas tobogán abajo, notarás cómo sube la temperatura, y confiarás en que has calculado bien la distancia, que la cuerda te detendrá en el último instante, justo antes de que las llamas te consuman, para que puedas volver a subir trepando y decir: «Hola, me lo he pensado y no me apetece quedarme allí». Porque es así como tú ves la vida, y la muerte. Como algo calculable con lo que puedes jugar eternamente. Es precisamente eso lo que ya no puedo soportar.

Mai le lanzó una mirada cansada, las estrías en la mejilla se habían secado, abrió la puerta, estaba medio de espaldas a él, con la maleta en la mano.

– A lo mejor olvidaste llevarte una cuerda que no se derritiera con el calor…

– Pardon? -Even parpadeó un par de veces, apartó la vista de una maleta que se deslizaba por la cinta que corría detrás del hombre-. ¿Qué me decía?

– Tiene que cambiar de avión en Ámsterdam, llegada a Oslo a las 23:45 -repitió el hombre detrás del mostrador y le dio la tarjeta de embarque.

– Gracias.

Even agarró la bolsa de viaje, que era tan pequeña que pasaba por equipaje de mano, paseó la mirada por la sala de salidas y encontró un asiento libre en uno de los bancos. Volvió a intentar llamar a Finn-Erik, pero una vez más no obtuvo respuesta.

En la entrada del control de seguridad había cola. Even contempló el arco alto y blanco que todos debían atravesar para entrar en el paraíso libre de impuestos. ¿Conseguiría traspasar el control, o acaso descubrirían una bolsita de plástico transparente que él había pasado por alto al hacer la maleta en el hotel? ¿Habrían «ellos», fueran quienes fueran «ellos», escondido algo más de lo que había encontrado en el calcetín?

«En el arco de seguridad sólo buscan objetos de metal. Armas», murmuró Even para tranquilizarse. Respiró hondo, se puso en pie y… volvió a sentarse. Metal. ¿Podían haber escondido la hoja de un cuchillo en algún sitio? Empezó a rebuscar en todos los bolsillos, uno por uno, palpó el forro de la chaqueta de cuero, recordó revisar el bolsillo interior que no solía utilizar nunca. Incluso se quitó las botas, dobló la caña en todas las direcciones. Se sentía idiota. Finalmente se metió una mano en los pantalones, tanto por delante como por detrás, y vio a una chica sonreír maliciosamente al pasar por su lado. Ninguna bolsita. Nada de metal, nada que no tuviera que estar allí. Repasó todas las costuras y juntas de la bolsa, abrió la cremallera y palpó la parte interior, el fondo, el contenido. Se dio cuenta de que sus movimientos eran febriles y que llamaba la atención entre todos los que le rodeaban. De pronto, Even se puso en pie, se dirigió hacia el arco de seguridad con paso firme y se colocó al final de la cola. Rápidamente se fue acercando al policía del control de seguridad. La señora que tenía delante tuvo que quitarse los pendientes y algo que llevaba en el pelo y dejar que todo pasara el escáner. Even depositó la bolsa de viaje sobre la cinta transportadora y la vio desaparecer.

– ¿Lleva algo de metal en los bolsillos? -El policía le ofreció una cesta de plástico. Even depositó unas monedas y un juego de llaves en la cesta, agarró el móvil y se estremeció cuando sonó de pronto.

– ¿Hola? -Miró, como disculpándose al policía, que, resignado, le hizo pasar a un lado.

– Me has llamado -dijo la voz de Finn-Erik.

– Ahora mismo no puedo hablar, Finn-Erik. Te llamaré más tarde. -Even cerró el móvil, lo dejó encima de las monedas y se dirigió hacia el arco de seguridad.

– ¿La novia está impaciente? -se rió el policía, como si fuera un chiste. Even repasó su uniforme con la mirada y resistió la tentación de darle un puñetazo a ese imbécil.

El arco sonó cuando lo traspasó y el policía le indicó que volviera atrás.

– Quítese la chaqueta.

Even notó cómo el sudor se acumulaba en sus sobacos y depositó la chaqueta en una cesta de plástico grande. Volvió a cruzar el arco. Esta vez no sonó. La señora que estaba delante de la pantalla no dijo nada.

Le devolvieron sus cosas y salió al gran espacio abierto lleno de tiendas duty-free y restaurantes. Encontró una pantalla con los horarios de salida. Había un buen trecho hasta llegar a la puerta 23 y el tiempo era escaso. Descubrió un mostrador sin cola, agarró una baguette con un contenido indefinible, pagó y siguió adelante con prisas. La llamada a Finn-Erik tendría que esperar.

En Amsterdam se compró una botella de Ballantine's mientras ponían a punto el avión a Oslo. Una vez en el avión, se sentó con la botella de Ballantine's en el regazo; tenía ganas de abrirla, pero no lo hizo.

– ¡Hola! Soy yo. Estoy en el tren del aeropuerto y llegaré a Oslo dentro de…

– ¿Sabes qué hora es? -le interrumpió una voz enfadada.

– Cogeré un taxi y estaré contigo hacia la una y media, a la dos. Ten preparado algo de café. -Even interrumpió la llamada antes de que empezasen las protestas y se acomodó en el asiento. El invierno había dado su último latigazo mientras estaba en Francia, diez centímetros de nieve reciente brillaban en la oscuridad.

Tardó un tiempo en conseguir un taxi, era la noche del sábado y había salido mucha gente. El taxista, un joven paquistaní, escuchaba a Bruce Springsteen con el volumen bajo y afortunadamente no estaba interesado en entablar una conversación con Even. Even se hundió en su propia melancolía mientras veía pasar los barrios. Grünerlokka, Torshov, Nydalen. Avanzaban rápido por el cinturón. Salieron de la autovía, subieron por la calle de Maridal, se estaban acercando al límite de Oslogryta, «la olla de Oslo».

…and tell her there's a darkness on the edge of town…

Dios mío, cómo odiaba, en realidad, la ciudad de Oslo.

…Everybody's got a secret Sonny…

Siempre había odiado la ciudad pero, por otro lado, tampoco se imaginaba viviendo en otro lugar, o lo hacía sin convicción.

…something that the just can't face…

Lo había intentado. Durante unos meses, medio año, pero luego tenía que volver a Oslo. No porque…

…they carry it with them every step they take…

¡Demonios, Springsteen! ¡Ríndete ya! Even se retorció en el asiento y se recolocó, alzó los hombros por encima de las orejas, y observó ceñudo hacia la noche. Un par de jóvenes bajaban por la calle en trineo, y el taxista tuvo que frenar. La nieve empezaba a adoptar un tono grisáceo. No había nada capaz de mantenerse blanco en la olla de Oslo. Ni siquiera en la zona alta, donde se encontraba ahora mismo.

Tan sólo Mai.

Mai había amado la ciudad de Oslo. No con fanatismo, más bien optó por ver los aspectos positivos: las escasas zonas verdes donde los niños podían jugar al fútbol; la pista de patinaje de Spikersuppa (con la música demasiado alta); la calle de Grönland, con sus nuevos ruidos, olores y colores; la cercanía del mar como del campo. Podían estar dando un paseo por Toyen y de pronto ella avistaba un letrero y pronunciaba un pequeño discurso sobre Tore Hund (mientras él, al llegar al final de la calle, sabía qué cuatro números cuadrados constituían la suma de cada una de las filas de números de las matrículas de los coches). O podían pasear por la orilla del río Akers y mientras él gruñía ante la decadencia de un muro, o se preguntaba si había alguna casa por ocupar, ella se detenía y se ponía a estudiar con interés los ladrillos o el maderamen que en esos casos aparecían a la vista, y hablaba del aspecto que debió de tener la casa hacía miles de millones de años, o al menos hacía un siglo.