Dios mío, cómo la echaba de menos.
El taxista había reducido la marcha sobre el pavimento helado y resbaladizo. En un breve destello, en un claro entre árboles y casa, Oslo se extendió a sus pies, resplandeciente en la noche como un cielo estrellado. Estaban llegando al barrio de Kringsjá.
– Por aquí, dos calles más abajo, la siguiente a la izquierda, el número cinco -dijo Even, señalando e indicándole el camino al taxista.
El taxista se detuvo en medio de la calle por miedo a quedarse atrapado en la nieve. Even pagó, tomó el sendero despejado y subió las escaleras. Antes de que la mano llegara al timbre, la puerta se abrió y Finn-Erik apareció con un dedo contra los labios.
– Sssshhh. Los niños duermen.
Había café preparado sobre la mesa de la cocina. Even colgó la chaqueta en el respaldo de la silla y se sentó. Finn-Erik se sacó algo del lagrimal del ojo y tomó asiento delante de Even, bostezó y sirvió un café negro en dos tazones.
– Mai fue obligada a pegarse un tiro -dijo Even sin previo aviso.
Finn-Erik derramó un poco de café; un nervio le temblaba bajo el ojo.
– ¿Por qué lo crees? -preguntó finalmente Finn-Erik.
– Alguien escondió droga en su equipaje y había restos de cocaína en su nariz, me lo contó la policía de París.
– Sí -dijo Finn-Erik-. Lo sé. También me lo comentaron a mí.
Even se lo quedó mirando atónito.
– ¿Qué? ¿Sabías que…? ¿Por qué diablos no me lo contaste? Entonces yo habría…-Se detuvo cuando la mirada del otro se volvió amenazante y oscura, se reprimió e intentó concentrarse en el café-. De acuerdo, entiendo. Lo siento. Pero… ¿qué te pareció cuando te lo dijeron?
– ¿Que qué pensé? ¿¡Qué me pareció!? -El pie de Finn-Erik golpeó contra una de las patas de la mesa y el café estuvo a punto de derramarse-. Pensé que aquí tiene los niños más maravillosos del mundo y un hombre que daría la vuelta al mundo corriendo por ella, y luego va y nos hace esto. Eso fue lo que pensé. ¿¡Qué demonios querías que pensase si no!? -Finn-Erik tragó ruidosamente y miró su tazón fijamente-. Pero te diré una cosa. No fue una sorpresa total -dijo-. No del todo.
Even se obligó a permanecer en silencio, se limitó a mirar imperturbablemente al agente de seguros que tenía enfrente.
– No, no me sorprendió. De hecho, Mai-Brit llevaba un tiempo un poco rara, varios meses, tal vez medio año o así. No estoy seguro de cuándo lo noté por primera vez. Se volvió menos habladora, más evasiva. Más introvertida. Llegué a pensar, más de una vez, que a lo mejor mantenía una relación con otro hombre, dejó de apetecerle hacerlo tan a menudo… bueno, ya sabes, el sexo. Pero la verdad es que tampoco me lo acababa de creer, porque… -Finn-Erik respiró hondo.
– Ella no era así.
– No, exactamente, no lo era. Mai-Brit no haría nunca algo así.
– Pero ¿sí que llevaría drogas en el equipaje y esnifaría cocaína? -Even le lanzó una mirada dura por encima del tazón antes de darle un sorbo.
Finn-Erik hizo como si no se hubiera enterado, siguió buscando una respuesta en el café.
– Perdió peso. Parecía inquieta, nerviosa, pero cuando le preguntaba, siempre me respondía que estaba bien, que no le pasaba nada. En ese período estuvo viajando mucho: Londres, París, Berlín. Su trabajo le exigía mucho, y por eso pensé que estaría estresada, que sólo sería cuestión de esperar y la presión no tardaría en rebajarse.
– ¿En qué estaba trabajando?
– ¿Concretamente? No lo sé. Tenía muchos proyectos en marcha a la vez. Siempre. De algunos me hablaba, de otros leí alguna vez alguna cosa en el diario, cuando los libros salían publicados. Entonces me contaba que ella había sido la responsable de que salieran. Así eran las cosas. Yo tampoco le contaba todo lo que hacía. Cuando estábamos en casa, los niños eran lo más importante para nosotros, hablábamos de ellos.
De pronto se hizo un silencio entre los dos hombres. Even revolvió en el bolsillo de su chaqueta en busca del paquete de tabaco y Finn-Erik se levantó para ir a por un cenicero.
– Lo de quitarse la vida… La verdad es que no hubo ni el más mínimo indicio de que fuera a hacerlo, al menos por lo que yo vi. -Finn-Erik volvió a sentarse en la silla-. Pero eso de que alguien la obligara a hacerlo, francamente, me suena a… no, no creo que…
Se oyó el «clic» del mechero y Even levantó la cabeza y soltó el humo en dirección a la lámpara.
– También metieron droga en mi equipaje.
– ¿Qué? -Finn-Erik dejó el tazón sobre la mesa-. ¿¡Qué has dicho!?
– He dicho que alguien metió una bolsa con algo que parecía cocaína en mi equipaje mientras estuve hospedado en el hotel. Por eso estoy seguro de que alguien obligó a Mai. La obligó a esnifar y la obligó a pegarse un tiro.
Al principio, Finn-Erik miró fijamente a Even, como si no le creyera, después, de pronto, su mirada cambió. Se volvió vacía, dirigida a la nada, con unos ojos que parecían haber encontrado un salvavidas al que agarrarse en un mar infinito de preguntas abyectas e insolentes.
– Pero cómo la obligaron… -Even golpeó el cigarrillo contra el canto del cenicero y miró el ascua-. Quiero decir, en París. ¿Retuvieron la cocaína hasta que les prometió que…? No, eso es ridículo. No me lo creo. Ella no estaba enganchada. La obligaron a esnifar la cocaína que encontró la policía en su nariz. O eso creo. Pero, entonces, ¿cómo? No había señales de violencia, ni de golpes, ni tampoco marcas de quemaduras, ninguna jodida marca que…
– No es de buena educación decir palabrotas, eso dice mamá.
La voz llegaba desde la puerta. Los dos hombres miraron sorprendidos al niño con el osito de peluche colgando del brazo.
– Pero, Stig, deberías estar durmiendo -dijo Finn-Erik y se puso en pie.
Levantó al niño del suelo y el osito marrón lo siguió en un vuelo bamboleante. Los ojos negros de plástico miraron a Even fijamente con una expresión inescrutable, la boca cerrada en una sonrisa cálida, como si quisiera mofarse de él, avisándole de que estaba enterado de todo.
– Ahora vamos a acostarte otra vez, tesorito mío.
Finn-Erik dio un beso al niño en la mejilla y juntos desaparecieron por la puerta. Even se puso en pie y se fue hacia la ventana para contemplar la noche nebulosa.
Si no la obligaron utilizando la violencia, ¿cómo lo hicieron entonces?
Oyó una puerta que se cerraba en algún lugar de la casa.
Amenazas. Debieron de amenazarla.
Un coche zumbaba a lo lejos, pero la noche era silenciosa aquí, en las afueras.
Amenazando lo que más quería ella en este mundo. Algo por lo que era capaz de morir.
Even dio la espalda a la ciudad y repasó la cocina con la mirada. Un paquete de pañales sin abrir arrinconado al lado de la puerta para que nadie pudiera tropezar con él. Sobre un plato había quedado una rebanada de pan con queso a medio comer. En el fregadero, una taza azul con el dibujo de un osito medio borrado estaba llena hasta la mitad de algo que parecía una mezcla de leche y jarabe de frutas rojas.
Tenían que ser ellos. ¿Quién, si no, podría ser…?
Por fin, Finn-Erik volvió a la cocina. Even dejó que tomara asiento.
– ¿Cuándo tuviste noticias de Mai por última vez?