La maestra había dedicado gran parte del día a visitar el Louvre, se había paseado por sus salas, para estudiar a los grandes maestros: Rafael, Da Vinci, Delacroix… en todos los sentidos había tenido un día maravilloso. Ahora estaba sentada, disfrutando de un descanso con una copa de vino en la mano.
El frío empezaba a subir desde el río y pensó que pronto llegaría la hora de meterse en el restaurante y comer algo. La mujer que acababa de llegar le pidió algo a un camarero joven y la maestra pensó que la mujer atraía casi por arte de magia todas las miradas, como si todo el tiempo se encontrara en la sección áurea de un gran cuadro. Por ejemplo, en el de María de Médicis a su llegada a Marsella. La maestra se había entretenido un buen rato ante el fascinante cuadro de Rubens, estudiando los detalles, las sirenas, Neptuno; dejándose fascinar por el siniestro e imponente comandante del barco que aparece en segundo plano con una magnífica cruz de Malta sobre el pecho. ¿Significaba aquella cruz que pertenecía a alguna hermandad? ¿Sería, tal vez, el presagio del mal que se avecinaba? ¿O acaso se trataba del asesino del futuro esposo de María, el rey Enrique IV? El enorme cuadro había puesto en marcha su imaginación. Le gustaba crear sus propias historias acerca de lo que veía, un privilegio de jubilados. Se acabaron los tiempos regidos por los planes de estudio y la interpretación correcta. Ahora eran sus propias versiones improvisadas las que valían. Entrecerró los ojos por encima de las gafas. ¿Acaso había gente que llevaba consigo la sección áurea, que la lucía como si se tratara de una cruz sobre el pecho pintada con tinta invisible? La verdad es que todo parecía indicar que así era, pues se dio cuenta mientras apuraba la copa de que había otros clientes del café que seguían a la mujer con la mirada.
No porque su indumentaria tuviera nada especialmente destacable, ni tampoco se debía a su aspecto físico, se dijo para sus adentros un hombre menudo y enclenque con aires de conocedor. Al fin y al cabo, se trataba de París, una ciudad conocida por sus bellas mujeres. Y, aun así, siempre había sentido fascinación por las personas cuyo atractivo hacía que los demás se volvieran ante su mera presencia. La experiencia le había enseñado que poco tenía que ver con el aspecto externo; se trataba de algo más sutil; del aura, le gustaba decir. Sin embargo, en el caso de esta mujer era algo todavía más indefinible, era como si un enigma se hubiera alojado en su rostro y lo mantuviera preso bajo una máscara. Le gustaba su andar, una extraña combinación de determinación total (desde el primer momento, la había visto dirigirse decididamente hacia una mesa desocupada al lado del anciano del bastón) y de movimiento, con cierto aire de zombi. Parecía estar en otro lugar. Dudaba que hubiera funcionado en una pasarela, aunque últimamente algunas casas de modas habían mostrado interés por integrar a mujeres maduras en sus catálogos. Estaban hartos de las modelos típicas, querían mujeres con personalidad. Y eso sí lo tenía la mujer, desde luego. Llevaba un núcleo del polo norte magnético en su corazón; pues sí, así era, y así pensaba describírsela a Claude. Decidió dejarla tranquila, tomarse su café. Luego se levantaría para irse, le daría su tarjeta de visita y le ofrecería hacer una prueba fotográfica. Después ya sería cosa de Claude tomar una decisión; y de la mujer, por supuesto.
Un hombre con gafas de sol se acercó a la mesa de la mujer y se sentó sin antes preguntarle si la silla estaba ocupada. Se pasó un dedo grueso por la barba. El hombre menudo a punto estuvo de soltar un comentario sarcástico cuando de pronto descubrió la mirada detrás de las gafas de soclass="underline" estaba pegada a la mujer. A su mujer. Sonrió. Sí, sin duda a Claude le gustaría oír lo que tenía que contarle.
Qué extraño. El anciano contempló a la mujer que se había sentado a la mesa vecina. «Me hace pensar en el otoño.» Con el bastón en alto hizo un gesto a la morsa y le indicó que le sirviera otro calvados. Ella había girado la cabeza hacia la calle. El anciano tenía vía libre para mirarla tanto cuanto quisiera y disfrutaba contemplando a una mujer madura con personalidad y fuerza en todos sus rasgos. Carácter. Todas esas jovenzuelas que irradiaban estupidez desde las páginas de las revistas no le decían nada, nunca le habían dicho nada.
El joven camarero le sirvió un capuchino. Ella pagó al instante. En un interrogatorio posterior el camarero se dio cuenta de que, por error, le había servido un café con leche. Daba igual, pues nunca llegó a probar el contenido de la taza.
Los testimonios acerca de su indumentaria resultaron ser contradictorios. Todos se mostraron igualmente tercos, la habían contemplado con tal intensidad que creían conocerla. Los pantalones eran de color verde menta, blanco, gris marengo. Una blusa, una camisa, una chaqueta, incluso un chubasquero fino, hubo uno que afirmó haber visto todos los colores posibles, desde el azul marino al rojo carmesí. Las botas, ¿o eran zapatos?, eran de color turquesa, verdes, azules. Lo único en lo que todos estuvieron de acuerdo fue en el color del bolso. Negro.
Lo había dejado sobre la mesa, a la derecha de la taza. También lo encontraron allí. A la derecha de la taza.
Todo parecía ser de lo más cotidiano. La mujer sacó una barra de pintalabios. Le quitó el capuchón y lo dejó sobre la mesa. Se llevó la barra a los labios y se los pintó con movimientos firmes aunque algo rígidos. Examinó el resultado en un pequeño espejo. Meticulosamente, según el testimonio de varios de los presentes. Cogió una servilleta y eliminó un poco del pintalabios de una de las comisuras de los labios.
Y entonces fue cuando, finalmente, levantó la mirada, la dirigió hacia la calle y asintió. Volvió a abrir el bolso y metió la mano derecha en su interior. Casi en trance, como un robot, dirían más tarde los testigos oculares. Sin más preámbulos se llevó una pistola a la cabeza apuntando el cañón sesgadamente por detrás de la oreja derecha. Vaciló un instante. El anciano de la mesa vecina soltó un exabrupto, intentó ponerse en pie, pero se le cayó el bastón y estuvo a punto de caerse. Un vaso cayó al suelo en algún lugar y el grito estridente de una chica se propagó por la plaza, provocando el llanto de un niño. La mujer pensó si ella sería la culpable de todo esto. No quería tener la culpa de nada. Al contrario, quería evitar la culpa, por eso…
Entonces se llevó el cañón de la pistola a la boca y disparó.
Capítulo 2
El teléfono sonó mientras se comía una manzana durante la hora del almuerzo.
La frase se formó en la cabeza de Even mientras escuchaba los sonidos de la oficina. Miró la manzana fijamente e hizo una mueca. Luego miró desafiante a Johan, el ayudante con el que últimamente compartía despacho, pero el muy estúpido cogió una nueva rebanada de pan y ensaladilla rusa sin levantar la mirada del periódico. A decir verdad, el teléfono que sonaba era el de su propia mesa.
El teléfono sonó (y sonó) mientras se comía una manzana durante la hora del almuerzo.
La situación resultaba algo absurda. Suponía que por eso la frase seguía resonando en su cabeza. Había un elemento de la frase que lo hacía…
Bueno, bien, digamos que hipotéticamente posible, pero era tan remoto, que resultaba descabellado creer que fuera a ocurrir. Podría decirse que la probabilidad de que sucediese era casi la misma que jugar a la primitiva y acertar todos los números. No porque no acostumbrara a recibir llamadas, pensó, dándose cuenta al instante de que en su interior había empezado a tomar forma una especie de discurso hipotético. Lo desoyó, aunque tuvo que reconocer para sus adentros que podían haber sido más las llamadas de teléfono. Lo notable tampoco era que a menudo se saltara la comida, al fin y al cabo solo solía olvidarse de la comida un par de veces a la semana.
Even miró la manzana a medio comer. Aquí estaba la clave. Él nunca comía manzanas, así de sencillo.