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– He pensado una cosa -dijo Even y sacó la carta de Mai del bolsillo. Estaba ya tan gastada que había empezado a deshacerse por los pliegues-. Si te fijas en el texto, verás que la palabra «corazón» se repite cinco veces.

– Sí -dijo Finn-Erik mientras observaba un carbonero común que se había posado en una rama justo enfrente de la ventana.

– ¿No te parece extraño? Lo que quiero decir es que Mai era historiadora, y en los últimos años estuvo trabajando para una editorial. Eso quiere decir que se pasaba el día escribiendo, una parte importante de su trabajo consistía en redactar con claridad. Y también en mantener un ojo crítico sobre lo que otros escribían. Yo diría que evitar clichés y lugares comunes era su especialidad. No estoy diciendo que se trate de clichés -prosiguió rápidamente al descubrir que los ojos de Finn-Erik se estrechaban-. Al contrario, no dudo de que lo que escribió lo hiciera de todo corazón. Pero… entiéndeme, intento encontrar algún resquicio en la carta por donde meterme. Descubrir si hay algo que pueda explicarme qué pretendía decirme, sí, eso también. Y cinco veces «corazón» son muchas. -Even abrió los brazos-. Es lo único que he podido descubrir hasta el momento, bueno, si dejamos de lado el «sustraendo». Pero eso no me dice nada, aparte de que la carta también estaba dirigida a mí.

Finn-Erik cogió la carta y la sostuvo por una esquina; leyó un trozo y Even vio que los ojos se le llenaban de lágrimas.

– Disculpa -dijo el hombre y abandonó el salón.

Even oyó el crepitar de un rollo de papel de váter y después una nariz que se sonaba ruidosamente. Los rayos del sol de marzo entraban oblicuamente a través de la ventana y un sinfín de pequeñas partículas de polvo bailaban en la banda de luz dibujando unos movimientos plácidos, élficos. Como si el tiempo anduviera a cámara lenta. Even se dio cuenta de que era el último día de marzo. No porque importara; marzo o abril, qué más daba, el tiempo había estado parado desde el viernes de la semana pasada, se había detenido en su oficina, con el teléfono en la mano, escuchando hablar a Finn-Erik. El tiempo mundial sí andaba, pero su tiempo personal había quedado suspendido en una especie de vacío. No había muerto, simplemente esperaba. No sabía decir qué esperaba concretamente. Even se llevó la mano al estómago. Sólo él parecía seguir adelante con su propio ritmo habituaclass="underline" tenía hambre, gruñía, producía gases, se vaciaba. Dolor. El dolor era nuevo. Le atacaba un par de veces al día, obligándole a doblarse en un gesto de impotencia. Se puso en pie y empezó a pasearse inquieto por el salón. De pronto, le entraron ganas de escuchar el saxo amortiguado de Stan Getz interpretando Misty. Así era como se sentía: amortiguado y nebuloso. Oyó que Finn-Erik tiraba de la cadena en el baño. Desde luego, no se podía esperar mucha ayuda de aquel tío, pensó, y se detuvo delante de la estantería. También ésta era estándar noruego. El televisor empotrado en un estante a la altura de la barriga, figuritas de porcelana y un par de fotos de la familia dispuestas sobre los estantes. Había una caja con un juego de parchís colocado oblicuamente encima de un juego de cartas con una goma elástica alrededor. Even levantó la caja y se llevó el juego de cartas a la mesa, movió el termo y empezó a montar un solitario. Eligió un solitario al azar, el primero que se le ocurrió. Colocó cuatro cartas boca abajo y luego cuatro cartas abiertas en la misma fila. Repitió el procedimiento. «El anónimo», se llamaba aquel solitario. Un nombre muy adecuado, ahora que perseguían a un saco de mierda anónimo que había…

Se detuvo y se quedó mirando la carta que tenía en la mano: cinco de corazones. La camarera del hotel, Raffaela, había dicho algo sobre…

– ¡Oye, Finn-Erik! -Even estuvo a punto de volcar la taza de café cuando se levantó de la mesa de golpe. Atravesó el salón-. ¡Finn-Erik! ¿Hacía solitarios? Quiero decir, ¿Mai hacía solitarios cuando estaba de viaje? ¿Y aquí en casa, y…?

Finn-Erik apareció desconcertado en el vano de la puerta del baño, secándose la cara con una toalla.

– ¿Solitarios? Bueno, sí, supongo, eso creo. Había un juego de naipes en su equipaje. A menudo se sienta… se sentaba aquí en casa y se ponía a hacer solitarios, sobre todo cuando tenía problemas de trabajo. Decía que le ayudaba a concentrarse. -Finn-Erik sonrió cauteloso, como si quisiera disculpar esa idea tan estúpida.

Even se volvió para ocultar la mirada divertida que no lograba reprimir. «Haz un solitario», le había dicho una vez a Mai, y ella lo había mirado indignada. «Tengo un examen el lunes y ahora tú pretendes que juegue a las cartas.» «No, jugar a las cartas no, hacer un solitario. Es completamente distinto.» Even había adoptado una postura propia de Cicerón y había dicho con mucho énfasis: «El efecto meditativo del solitario sobre la mente y el espíritu, y el influjo refrescante sobre el intelecto no se puede infravalorar. Después de un solitario o dos eres un ser humano nuevo y, sin duda, mejor». Mai había intentado darle con un calcetín sucio y lo había perseguido por todo el patio. Sin embargo, más tarde tuvo que darle la razón. Se había sentado con «el 7», uno de los más fáciles, para principiantes. A lo largo de los años se había vuelto, si no más, sí tan forofa de los solitarios como Even, y ambos habían competido para decidir quién de ellos era capaz de solucionar el mayor número y la mayor variedad de ellos.

– ¿Por qué? -dijo Finn-Erik.

– Porque se me ocurrió algo con lo de los cinco corazones, me refiero a los de la carta. -Even examinó detenidamente el cinco de corazones que sostenía en la mano. No había nada que ver en la cara del naipe, aparte de los cincos y los corazones rojos-. ¿Qué juego de naipes se llevó a París? ¿El que he encontrado en la estantería?

– Sí, no tenemos otro.

Even le dio la vuelta a la carta, tampoco había nada escrito en el dorso. La sostuvo en el aire a contraluz. La movió hacia delante y hacia atrás delante de la luz.

– ¡Espera! -exclamó Even, excitado-. Aquí hay algo. ¿Tienes un lápiz?

Finn-Erik entró, confuso, en el estudio y volvió con uno nuevo, recién afilado. Even colocó la carta contra la pared, le dio la vuelta al lápiz y pasó el extremo romo por encima del dorso de la carta. Poco a poco fueron apareciendo cinco letras desiguales que formaban una palabra: KITTY.

Capítulo 20

Akershus

«El espacio absoluto, en su propia naturaleza y sin relación a nada externo, permanece siempre similar e inmóvil. El tiempo absoluto, verdadero y matemático, en sí mismo por su propia naturaleza, fluye de una manera inmutable y sin relación alguna con nada externo.»

Mai-Brit dejó el libro en el regazo, con el dedo como punto de libro, y echó la cabeza atrás. Con una mano laxa se quitó el sombrero de paja y lo dejó caer sobre la arena para que el sol pudiera devastar libremente su cara. «Necesito vitamina D para poder resistir un largo invierno», pensó, antes de concentrarse en lo que acababa de leer.

Si según Newton todo tiempo, se le llamase absoluto, verdadero o matemático, es similar en su propia naturaleza, entonces se suponía que el tiempo pasaba con la misma velocidad todo… el tiempo. Que una hora es una hora para todo el mundo, sin importar quién ni dónde. Y lo mismo se daba en el caso del espacio absoluto. Tenemos un lugar fijo y universal al que referirnos, que es inalterable y que no puede ni crecer ni disminuir. Y basta. Sencillo, claro y comprensible.

Si bien Newton en muchos aspectos era un avanzado de su época, para una mente moderna su pensamiento podía parecer anticuado y rayaba en la ingenuidad infantil. Sin embargo, tuvieron que pasar casi doscientos años hasta que Einstein pudiera pensar la teoría de la relatividad que acabaría con el concepto de Newton del tiempo y del espacio. Mai-Brit se imaginó a Newton sentado en su estudio, contemplando el espacio, midiendo a ojo cómo se extendía de una esquina a otra, de una pared a otra, del techo al suelo. Naturalmente, no podía ser distinto para cualquier otra persona que entrara en la estancia. Lo vería de la misma manera que él. Creer otra cosa era absurdo. Simple y llanamente ilógico. Seguramente, debió de resoplar indignado y dirigir la mirada a su reloj. Si para él el tiempo fluía durante veinticuatro horas al día, también tenía que hacerlo para todos los demás en el mundo. Y una hora era una hora, vivieras en Cambridge, París o Bombay. La sensación de una hora era la misma.