Eso era todo. La sinopsis no era muy larga que digamos. ¿Un borrador?
Even echó un vistazo al siguiente folio, el primero de un montón grapado de unas siete u ocho páginas. Primer secreto, ponía en la parte superior con letras grandes. Justo debajo, en una letra un poco más pequeña: «La llave de toda sabiduría». En la parte inferior, debajo de todo, ponía, en letra muy pequeña, «Mai-Brit Fossen».
Even alzó la mirada, distraído.
– Es sobre Newton. Mai estaba escribiendo sobre Newton. Kitty entró desde la cocina con una rebanada de pan en la mano.
– ¿Quieres?
– ¿Qué…? Sí, bueno, gracias. Ehh… ¿te dijo Mai alguna cosa sobre Newton cuando te entregó el sobre?
– No -le dijo Kitty en voz muy alta desde la cocina-. No me dijo absolutamente nada acerca del contenido del sobre. ¿Paté o queso?
– Queso, gracias. -Even bebió un sorbo de té y hojeó el resto de folios. Algunos eran fotocopias de páginas manuscritas, por lo que pudo deducir, habían sido escritas por el propio Isaac Newton. Otros eran notas escritas por Mai. Había un post-it amarillo pegado en el centro de la última página. En él aparecía el nombre de Hermes Tris Bookshop, escrito a mano a toda prisa, y debajo, el número 1009. «Número primo», pensó Even.
– Aquí tienes -dijo Kitty ofreciéndole un plato con dos rebanadas de pan, queso y tomate-. Salgo a correr un rato, así tú podrás leer tranquilamente. Veo que tienes lectura suficiente, o sea que mi carrera será larga. -Sonrió y plantó una zapatilla deportiva sobre la mesa del sofá para atarse los cordones.
– Sigues siendo una fanática del footing, por lo que veo -comentó Even y le dio un mordisco a la rebanada.
– ¿Fanática? Sí, puede ser. Me mantengo en forma, es más de lo que se puede decir de otros. -Lanzó una mirada acida hacia la barriga de Even antes de desaparecer por la puerta de la cocina que daba al pasillo.
Even oyó que la puerta principal se cerraba de golpe y echó un vistazo a su barriga antes de iniciar la lectura.
Capítulo 23
Primer secreto
La llave de la sabiduría
Universidad de Cambridge, Inglaterra
25 de septiembre de 1672
«Es por eso sumamente importante, como podrán comprender mis honorables oyentes, que todos los colores converjan en el prisma para que la composición del rayo de luz blanca sea perfecta.» Con un leve mohín de disgusto, el conferenciante lanzó una breve mirada por la sala antes de volver a echar un último vistazo a sus apuntes, y prosiguió: «En la siguiente ilustración de mi experimento», alzó la mano sin levantar la vista y señaló difusamente hacia el tablero blanco que había a sus espaldas, «podrán apreciar que ABC representan el prisma, situado cerca del agujero F, junto a la ventana EG». Al lado de aquella figura delgada, la voz era potente y resonaba en la sala con un leve eco. «El ángulo vertical de ABC puede establecerse con ventaja en 60 grados para así conseguir el mejor efecto posible. Como seguramente todos habían podido apreciar y comprender de la ilustración, la lente está representada por MN.»
Levantó la mirada de las notas. «El experimento fue dividido en…» De pronto un rayo de sol irrumpió a través de la ventana del fondo del auditorio y se posó sobre el suelo polvoriento alcanzando las patas de las sillas y las columnas. El joven profesor se había distraído y mantenía la mirada fija en la columna más cercana y el ceño fruncido. Detrás de la columna se había creado una sombra que iba adquiriendo tonos cada vez más claros a medida que aumentaba la distancia. El auditorio se quedó completamente en silencio, durante largo rato. De pronto, una leve sacudida recorrió el cuerpo del hombre, como si le hubiera alcanzado un ataque breve de epilepsia, agarró sus notas, bajó de la tarima y abandonó la sala de conferencias sin pronunciar palabra. El golpe de la pesada puerta al cerrarse retumbó en el gran auditorio.
El sol de septiembre calentaba el aire entre los edificios de ladrillos pardos de la universidad y brillaba sobre el patio cubierto de césped y baldosas, donde los estudiantes se sentaban o paseaban enfrascados en conversaciones serias, y sobre el profesor que cruzó la plaza a tal velocidad que la capa revoloteaba casi en horizontal a sus espaldas. Un par de estudiantes se apartaron apresuradamente al verle acercarse, hicieron una reverencia sin que él pareciera apercibirse de su presencia. Al llegar a la entrada, un profesor mayor de teología le saludó con una amplia sonrisa en la cara y empezó a comentar algo sobre una reunión que se celebraría aquella misma tarde, pero tanto su saludo como su intento de establecer una conversación quedaron sin respuesta cuando su colega pasó de largo sin levantar la vista.
El joven profesor avanzó calle arriba, se adentró en un portal, cruzó el gran patio del Trinity College, se metió por una puerta y siguió adelante por un pasillo. Al llegar al final del pasillo llamó a una puerta, dos veces dos golpes, y poco después, alguien desde dentro retiró el pestillo. Un hombre de complexión robusta abrió la puerta.
– ¿Tan temprano, profesor Newton?
– Se me ha ocurrido una idea, Mr. Wickins, que debo anotar.
Se apresuró hacia una mesa sin quitarse el sombrero y la capa y sacó un bloc de notas. Durante largo rato sólo se oyó el rasgar de la pluma sobre el papel. Cuando el profesor dejó la pluma de ave, Wickins carraspeó débilmente.
– ¿Ha vuelto a ser escasa la asistencia de estudiantes a su clase magistral, profesor Newton?
– ¿Pocos…? -Newton se quitó ausente el sombrero y la capa-; no creo que sea la palabra que mejor lo exprese.
– Entonces he de suponer que la sala estaba vacía.
– ¿Qué? Eh… sí, vacía. Es mejor así, Mr. Wickins, de todos modos, aunque hubieran venido, los estudiantes no habrían entendido nada. Pero dígame, ¿cómo va lo de…?
– Va muy bien, sir -dijo el ayudante, un poco demasiado deprisa-. El proceso ya ha terminado.
Newton frunció el ceño y se acercó a una puerta. Antes de abrirla, miró hacia atrás sorprendido.
– He cerrado la puerta con llave, sir -dijo Wickins.
Newton se fue al dormitorio. Era una estancia cuadrada con una cama estrecha encajada en una de las esquinas y una gran mesa de trabajo al lado de dos hornillos, uno de estaño y otro de hierro. Sobre el hornillo de hierro había un cuenco de cristal con un contenido plateado en una solución de color azul. Ayudándose de una larga cuchara de cristal el profesor sacó una parte de la sustancia plateada y la depositó sobre una placa de cristal que había encima de la mesa de trabajo.
– Me temo que obtendré el mismo resultado que antes -murmuró y distribuyó la sustancia sobre la placa con un cuchillo-. Tendré que hacer una prueba, pero creo que puedo afirmar con total seguridad que también esta vez se trata de mercurio puro y no de materia prima. -Suspiró y miró a Wickins, que se había colocado bajo el dintel de la puerta-. Ni con las recetas de Mr. Boyle para experimentos «húmedos» ni con las de experimentos «secos» he obtenido el resultado deseado. -Mr. Wickins asintió con la cabeza sin decir nada. Newton examinó pensativo la sustancia azul en el cuenco de cristal-. He pensado algo -dijo el profesor, y se levantó de la silla.
Desapareció por la puerta del salón sin acabar la frase. Poco después volvió con un libro entre las manos y lo abrió donde estaba el punto de libro. Wickins vio que había notas en los márgenes.
Newton se deshizo de la peluca antes de repasar la página del libro siguiendo las líneas con un dedo.
– Basilio Valentín escribió sobre el antimonio que no podía conducir a «la piedra filosofal», que los que creen que el régulo estrellado del antimonio es el camino a seguir van descaminados. Pero… tras esta información negativa, Valentín añade… déjame ver, aquí está: «sin embargo, se oculta una medicina grandiosa, una disolución sublime de lo espiritual…».