Dos horas más tarde retiró el matraz del soporte. El contenido había adquirido un brillo fluorescente, la mezcla turbia había solidificado y cristalizado en algo que parecía formado por pequeñas estrellas doradas, no mayores que un grano de sal. Con manos temblorosas abrió el matraz y vertió el contenido en un pequeño tarro.
– Estimado Dios…-murmuró febrilmente-. Me estoy acercando. ¡Realmente me estoy acercando!
De pronto oyó la puerta que se abría en el salón y se incorporó, nervioso. Tapó el tarro de los cristales estrellados a toda prisa y se lo metió en el bolsillo de la levita. Juntó todas las notas de un manotazo y colocó un par de libros encima, justo cuando Mr. Wickins apareció en la puerta del laboratorio.
– Qué delicia volverle a ver, Mr. Wickins -dijo con una sonrisa que resultaba extraña en aquel rostro por lo demás siempre frío-. ¿Qué tal está su honorable madre? ¿Ha tenido un viaje agradable?
Wickins lo miró sorprendido, complacido por la pregunta. A la pobre señora Wickins le había salido un sarpullido en la espalda y sólo podía acostarse boca abajo, apoyada en el estómago, que ya estaba dolorido por culpa de una mala digestión. Se sentaron a hablar de todo un poco. Newton propuso que la madre lo intentara con una mezcla qué él mismo había probado con buenos resultados y después pasó a contarle con gesto abatido que el rector de la universidad le había preguntado cuándo tendría lista una nueva tesis.
Mr. Wickins asintió al oírlo y dijo que se había encontrado con un estudiante de Oxford que le había contado que había varias personalidades destacadas de los círculos científicos que, puesto que no llegaban resultados de sus últimas investigaciones, se preguntaban cómo era posible que un genio como el profesor Newton se pasase aparentemente el día tumbado en la cama durmiendo.
– El tiempo que dedico a la sagrada alquimia, el tiempo que persigo la llave de la sabiduría, es un tiempo que no puedo exponer al público -dijo Newton y golpeó la mesa de trabajo con la mano. Estaba sentado, pensativo, se llevó la mano al bolsillo de la levita y murmuró-: Tengo que encontrar una explicación.
Wickins lo miró extrañado y luego fijó la mirada en el abultado bolsillo. Newton se percató de su mirada, pero no le ofreció ninguna explicación. Hizo un gesto en dirección a la puerta y dijo:
– Me imagino que necesitará deshacer las maletas, Mr. Wickins. No le robaré más tiempo.
Mr. Wickins se puso en pie lentamente, como si en realidad hubiera preferido quedarse un rato más en el salón. A sus espaldas oyó al profesor cerrar la puerta del laboratorio, una puerta que siempre permanecía abierta cuando no tenían invitados.
Trinity College, Cambridge, Inglaterra
4 de enero de 1678
La gran mesa estaba cubierta de libros, notas y dibujos. En medio del desorden ardía una vela solitaria.
– Éste no… -el hombre que estaba al lado de la mesa retiró un bloc de notas-.Y tampoco éstos -añadió y desechó un par de dibujos-. Pero éstos no valen nada, y este libro… ya su propia existencia es un bochorno.
Estaba solo en la estancia, hablaba consigo mismo mientras ordenaba los papeles. Había dejado un par muy cerca de la vela.
– Tres cuartas partes vacías… -con una regla midió la distancia hasta la llama y subió el papel ligeramente-. Ya está. Una hora y quince minutos.
Asintió un par de veces, se retiró lentamente dándole la espalda a la mesa, agarró el sombrero y la capa que había dejado en la silla, abrió la puerta y salió. La llama solitaria se ladeó mimosa al cerrarse la puerta, se oyó un chasquido en la cerradura y, al instante, unos pasos que se alejaban por el pasillo y desaparecían. La llama se enderezó y empezó a arder con una pequeña lengua afilada dirigida al techo.
Una hora y dieciséis minutos más tarde.
La llama seguía erguida y firme en toda su brillante majestuosidad entre los papeles. Se había abierto camino a un ritmo tranquilo y regular a través de la cera de la vela y ahora estaba manchando de marrón el borde del pedazo de papel más cercano. El papel se arrugó un poco alejándose así un poco de la llama, aunque no lo suficiente. Pronto el calor se intensificó y de repente el papel ardió, arrojando una débil nube de humo. Una lengua de fuego se estiró hacia un lado y prendió una nueva hoja de papel. El calor la arrugó alejándola de la llama hasta que cayó sobre un enorme montón de notas. De pronto, el fuego se extendió velozmente por toda la mesa, los libros empezaron a arder y el calor en la estancia aumentó. Se oyó un crujido en la cerradura y el mar de llamas rugió cuando la puerta se abrió para dar paso a una nueva provisión de oxígeno.
– ¡Mr. Newton! ¡Mr. Newton! -Wickins dio un salto y se adentró en la estancia, agarró un par de mantas y empezó a arrojarlas febrilmente sobre la mesa en un intento de apagar las llamas-. ¡Socorro, incendio! -gritó al pasillo. Un par de estudiantes de la habitación vecina acudieron en su ayuda, uno fue a por agua, y el otro le echó una mano a Wickins con las mantas. Tras unos minutos de gran turbación consiguieron controlar el fuego.
Un hombre con peluca y traje apareció en la puerta. Se quedó petrificado al ver los destrozos causados por el fuego.
– Mr. Newton, qué bien que haya venido -exclamó Wickins, que con las manos quemadas seguía arrojando agua sobre unas brasas rebeldes-. Ha habido un incendio y la gran mayoría de notas y libros que había sobre la mesa ha quedado destruida. Ay, Mr. Newton, lamento no haber estado aquí cuando ocurrió.
– Es terrible, Mr. Wickins -dijo Newton en un tono de voz inexpresivo y se acercó a la mesa. Apartó una manta mojada y hurgó entre las cenizas con un dedo-. Terrible -repitió-. Sólo había acudido al servicio matinal en la capilla. -Echó un vistazo al reloj de pared y asintió-. Me fui hace una hora y veintidós minutos.
Capítulo 24
La calle estaba desierta. La luz de una farola brillaba en la acera de enfrente, pero por alguna razón misteriosa se mantuvo a la misma distancia mientras él se acercaba. El crujido de unas piedras le hizo volverse, sólo para ver una casa que se derrumbaba y desaparecía en una oscuridad eterna e inescrutable. Asustado, trastabilló y fue a parar a la calzada, donde de pronto apareció un camión rugiente con unos faros potentísimos, que casi lo atropello. Él se quedó petrificado, viéndolo desaparecer como dos pilotos rojos en medio de la niebla. La calle tembló, el pavimento empezó a deshacerse bajo sus pies, aunque logró salvarse en el último momento dando un salto hacia la acera. Se arrodilló y vio cómo la calzada se deshacía en piedrecillas y grava, pequeños meteoritos que eran absorbidos por un agujero negro. A sus espaldas, una piedra del bordillo se soltó y desapareció en el abismo, luego la siguiente y luego una losa se disolvió como si fuera azúcar en agua caliente. Aterrorizado, se arrastró hacia delante mientras el abismo le pisaba ávidamente los talones. Un grito se había quedado atascado en su garganta mientras la eternidad devoraba el suelo desde los dos lados. Aterrado, se agarró con las dos manos al borde de la última losa mientras su mirada se perdía en el espacio infinito. Un camión con verduras hervidas atravesó la noche y él se lanzó a la oscuridad sin pensarlo dos veces, aterrizó sobre la cabina del camión y se quedó allí mientras el conductor le gritaba…
– ¡La cena está servida!
– Hum…
– Si quieres cenar, será mejor que te incorpores. -El conductor le reprendió con la mirada.
Even abrió los ojos y echó la mirada hacia el salón.
– ¿Qué…?
Se incorporó aturdido en el sofá. Kitty dejó una olla de hierro fundido humeante sobre la mesa del comedor y se dirigió al buró.
– ¿Vino? -Kitty sostenía una botella de vino tinto abierta en el aire.