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– Eh… sí, gracias. -Even jadeó y se rascó el pecho.

El salón estaba prácticamente a oscuras, sólo entraba luz por la puerta abierta de la cocina, un par de velas sobre la mesa iluminaban la estancia. Las brasas crepitaban en una vieja estufa y una música tenue salía de unos altavoces que estaban colocados uno a cada lado de la ventana. Even se inclinó hacia delante y recogió un montón de papeles que estaban esparcidos por el suelo. La historia de Mai sobre Newton. Debió de quedarse dormido mientras leía.

– ¿Muy aburrida la lectura? -dijo Kitty, que en ese momento entraba desde la cocina con un bol de ensalada y una salsera en las manos.

Even echó un vistazo a los papeles y se rascó la mejilla.

– No, aburrida no…

– ¿Pero…?

– No sé… extraña. No consigo adivinar de qué se trata realmente, qué sentido tiene.

– Tendrás que echarle un vistazo luego. -Kitty retiró una silla de la mesa con el pie y se sentó-.Ven a comer mientras la comida todavía está caliente.

– Sí, gracias -dijo Even y miró indeciso hacia la mesa. ¿Qué habría preparado?

– Pechuga de pollo hecha con mantequilla de ajo y limón. Salsa de crema de leche con setas -dijo Kitty, como si le hubiera oído-. Verduras hervidas, ensalada… y vino tinto.

La cena despedía un aroma apetitoso. Even tomó asiento y agarró la copa de vino, aunque la volvió a soltar rápidamente.

– No, diablos, que tengo que conducir. Kitty bebió un poco, chasqueó la lengua y lo miró fastidiada.

– Puedes quedarte a dormir aquí. Apenas he tenido ocasión de saludarte; cuando no leías, estabas durmiendo.

Even alzó la mirada, sorprendido. Sus ojos se encontraron con los de ella por encima de la copa. Llevaba el pelo recogido en un ovillo de henna desordenado sobre la cabeza; se habían soltado varios mechones que ahora caían por sus hombros como pidiendo que alguien los retirara de sus mejillas y sus pechos y…

– El sofá -dijo ella levantando irónica la ceja-; te prepararé una cama en el sofá. Parece que duermes muy bien allí.

– Sí -murmuró él-, eso era lo que pensaba. Pero antes tendré que…-Se sacó el móvil del bolsillo y lo abrió-. Tengo que llamar a Finn-Erik y preguntarle si podrá estar sin coche hasta mañana.

Finn-Erik contestó al instante.

– ¡Even! ¿Dónde has estado? Me puse muy nervioso al ver que no llamabas y…

– Sí, lo siento, lo sé, perdóname -dijo Even y se retiró a la cocina para ahorrarle a Kitty la bronca-. ¡Tranquilo! ¡Todo está bien! Ya te contaré luego, pero ¿podrías prestarme el coche hasta mañana?

Finn-Erik resopló y se quedó callado un instante.

– De acuerdo, vale. Hasta mañana por la mañana. He prometido a los niños que haríamos una excursión al bosque. Pero entonces quiero saber…

– Sí, por supuesto -dijo Even dócilmente, y a punto estuvo de colgar cuando de pronto se acordó de una cosa-. Oye, Finn-Erik, ¿tú le contaste a alguien que yo me iba a París?

– No. Sólo a mi suegro, en el coche, cuando regresábamos a casa del funeral. ¿Por qué?

– No sé, sólo se me ocurrió que…

– Un momento. Ahora que lo mencionas, al día siguiente llamó el hombre ese de la editorial Phönix, Odin Hjelm, para charlar un rato. Es un hombre muy considerado. Estaba dispuesto a pagarme medio año de sueldo… para los niños, sus estudios, pretendía meter el dinero en una cuenta.

– ¿Y París…?

– Bueno, sí, estábamos hablando de que había asistido mucha gente al funeral y él me comentó que te había reconocido. Recordaba que eras matemático y experto en Newton. Había intentado llamarte a Blindern y a casa, pero no había conseguido dar contigo. Supongo que le dije que estabas en París…

– ¿Le contaste en qué hotel me hospedaba?

– No. ¿Por qué iba a hacer eso? Me parece que tampoco lo sabía.

«No, ¿por qué ibas a hacerlo?», pensó Even cuando interrumpió la comunicación. Al fin y al cabo, Odin Hjelm podía consultar las facturas del hotel en el que Mai solía hospedarse y seguramente sumar dos más dos; un poco mejor que Finn-Erik, al menos.

A saber qué querría ese tal Odin Hjelm de él. Pero le parecía bien; Even también tenía ganas de mantener una conversación con él.

Se sentó a la mesa y alzó la copa en dirección a Kitty.

– Ya está arreglado, me quedo a dormir aquí. Salud.

Kitty sonrió, alzó su copa y durante un rato comieron en silencio. Even disfrutó mucho de la cena.

– Está realmente bueno -dijo, y se sirvió más pollo en el plato.

– Pareces sorprendido. Even sonrió y dijo:

– La verdad es que no solía ser precisamente un fan de tus artes culinarias cuando Mai vivía aquí. Muchas veces llegué a informarme por adelantado para saber a quién le tocaba cocinar aquel día antes de aceptar una invitación.

– Vaya -por un momento, Kitty pareció haberse ofendido, aunque no tardó en sonreír, quitándole así hierro al asunto. Even se dio cuenta de que se había pintado los labios un poco desde que él había llegado a su casa.

– Estabas muy obsesionada con que la comida fuera sana, ensalada y verde y esas cosas, y por entonces prácticamente yo no hacía más que comer comida basura. No sé si has cambiado de recetario, pero yo desde luego he cambiado de costumbres culinarias.

Estuvieron un rato hablando de los viejos tiempos, de los ochenta, cuando eran jóvenes estudiantes. Kitty le habló de los primeros tiempos en Nesodden, los arreglos que habían hecho las chicas en la vieja granja, de todas las anécdotas divertidas que habían vivido juntas: los saltos en el heno del granero, las excursiones de pesca al lago, las luchas infantiles de cojines antes de dormir.

– Pero entonces llegaste tú y lo estropeaste todo. -Kitty lo dijo en un tono de voz pretendidamente abatido-.Ya no era posible comportarse de esa manera tan inocente con un hombre de testigo. Sobre todo no lo era para Mai-Brit. Estaba locamente enamorada de ti y de pronto tenía que mostrarse adulta, por narices. Nunca la había visto así con nadie, quiero decir, ¡sólo la manera en que te miraba! Y yo no entendía nada porque, la verdad, parecías una mezcla de yonqui y okupa de Blitz, maldecías como un animal. ¡Y ese nombre!

– ¿Qué? -dijo Even y apartó la vista del sofá-. ¿¡Even!?

– No, eso de «Rekil». Ella solía llamarte Rekil, ¿no te acuerdas?

– Eh… sí, ahora que lo dices. Pero no era más que una broma; dejó de llamarme así cuando nos conocimos mejor.

– Sí, y la verdad es que dejaste de desagradarme un poco cuando nos conocimos mejor. Cuando me ayudaste a apuntalar el tejado. -Kitty se rió y señaló en dirección a la estancia contigua-. Mi padre pasó por aquí unos días después y le dio un patatús cuando le conté lo que había hecho. Estaba listo para darte una medalla por haber salvado a su hija de recibir el segundo piso en la cabeza.

– Oh, tampoco había para tanto -se rió Even. Atrapó un trozo de pollo con el tenedor-. ¿Eres médico en la Escuela Superior de Deporte?

– Sí, médico deportivo, estoy investigando el desgaste y las lesiones deportivas. Es un puesto de media jornada, la otra mitad del día la dedico a entrenar y a asesorar a jóvenes talentos.

– ¿En qué disciplina?

– Ninguna en particular, se trata más bien de un programa de entrenamiento básico y una evaluación de los puntos fuertes y los débiles del cuerpo. No todos estamos hechos para ser velocistas, como ya debes saber, depende de la masa muscular, la capacidad pulmonar, el corazón…

Even la escuchó con interés, no tanto por el tema, sino por el entusiasmo, la competencia y la intensidad que irradiaba; sus ojos habían adquirido un brillo especial. Se reconoció a sí mismo en ella, así había sido él. Antes. Su lado blanco.

Mojó el último pedacito de brócoli en la salsa y masticó mientras miraba de reojo hacia la mesa del sofá.

Kitty se rió, se puso en pie y agarró la olla.