Mai-Brit había sido una aficionada de la naturaleza, le encantaban los paseos por el campo y la montaña, igual que a él. Había sido sobre todo allí y en compañía de los niños que se habían encontrado y amado.
Finn-Erik se trasladó a la silla del escritorio, abrió los cajones y hojeó lentamente los papeles que aparecieron: certificado de matrimonio, pasaporte, partidas de nacimiento, la escritura de compraventa de la casa. Documentos del trabajo, de la asociación ornitológica noruega, del sindicato. ¿¡Un sobre de la logia!? No debería estar allí. Sacó la carta de la orden masónica, cerró el cajón y se la llevó al sótano. La metió en la caja de cartón junto con los demás documentos.
Cuando volvió a subir a la planta baja, cerró la puerta del sótano con llave y se acercó al sofá. El silencio volvió a hacerse enorme, y él se quedó sentado en medio de la oscuridad, pensando en Even Vik. En un hombre que no le gustaba y al que todavía menos entendía. Mai-Brit había hablado muy pocas veces del ex marido, tan sólo en alguna ocasión excepcional, en oraciones subordinadas, como de pasada. Retazos que ahora Finn-Erik intentaba juntar para dilucidar un todo.
Una relación extrema con los números. Experto en Newton. Ningún familiar, ni hermanos, ni padres. Algo sobre una mujer a la que le habían hecho el cráneo añicos, ¿a alguien de la familia? No lo recordaba del todo. De vez en cuando, Even era increíblemente infantil, había dicho ella. Y luego había algo que tenía que ver con… De pronto, Finn-Erik se incorporó y fijó la mirada en los arbustos al otro lado del cristal de la ventana… algo que tenía que ver con Even, algo de un trabajo que había hecho para el servicio de inteligencia. El servicio de inteligencia del ejército, había dicho Mai-Brit en una ocasión, mientras miraban algo en la tele; se había detenido en medio de una frase y se había quedado muda de golpe. Él la había mirado de reojo, pensando si debería interrogarla, pero había llegado a la conclusión de; que Mai-Brit había dicho más de lo que le habría gustado decir y Finn-Erik se conformó con aquella frase inacabada, olvidándose al rato de aquel asunto.
El servicio de inteligencia. Even había trabajado para ellos. O… Finn-Erik sintió que las manos se le humedecían. ¿A lo mejor seguía haciéndolo? ¿Era ésa una de las razones por las cuales parecía estar tan obsesionado en meter las narices en todo lo que rodeaba la muerte de Mai-Brit? Buscaba una explicación con demasiado ahínco.
Finn-Erik se levantó, se dirigió al estudio, abrió el cajón con todos los documentos personales y sacó un certificado del cajón. Lo dobló y lo metió en un sobre; atravesó la casa con una mirada atenta hasta que, finalmente, encontró un lugar adecuado. En la parte superior del armario de la cocina, detrás de los botes con lentejas y alubias. Era poco probable que Even fuera a buscar algo allí. Colocó un tarro de cristal encima del sobre, para que un repentino golpe de aire no pudiera moverlo de allí y dejarlo caer sobre la mesa de la cocina.
Capítulo 26
Even se sentía como un gusano, se retorcía y revolvía sin acomodar sus piernas; el sofá era demasiado corto. El café alborotaba en su estómago y las notas de Mai, su cabeza. Pasó la lengua por los dientes con dureza, intentando eliminar la capa de azúcar, ácido y cafeína que sentía se había alojado como una película corrosiva sobre el esmalte; echaba de menos su cepillo de dientes. Hacía tiempo que Kitty se había ido a la cama, no sin antes despedirse de él deseándole «buenas noches» con el pelo cayéndole por los hombros. Había estado convencido de que sería así; se sentía cansado y listo para dormir, sobre todo ahora que tenía la sensación de haber conseguido desenredar el ovillo que había dejado Mai. Sin embargo, el sueño no llegaba.
¿Realmente quería Mai que buscara una librería que se llamaba Hermes Tris y, de ser así, dónde estaba aquel sitio? En Inglaterra, Estados Unidos, Canadá… las posibilidades eran infinitas. De hecho, no tenía por qué estar en un país de habla inglesa. Alemania. Tal vez Francia, París. ¿Qué se suponía que debía hacer en aquella librería? ¿Encontrar un libro en concreto? En tal caso, ¿cuál? ¿O hablar con alguna persona en especial? ¿Recoger algún mensaje? También en este caso las posibilidades eran muchas. El edredón de los invitados estuvo a punto de caer al suelo y Even lo atrapó en el último momento. ¿Por qué demonios habría dejado un mensaje tan enigmático? ¡Habría sido mucho más sencillo si le hubiera escrito: ve a… y recoge…! ¿Habría algún otro mensaje oculto entre los papeles?
Even se incorporó en el sofá, encendió la lámpara y empezó a leer de nuevo. Sobre todo las notas de Mai. Lo repasó todo minuciosamente, también el dorso de los papeles, incluso el sobre, y para su sorpresa encontró una nueva hilera de números, 01156619, escritos en el interior del sobre. Su vejiga protestó, y Even dejó los papeles sobre la mesa, aunque no pudo resistirse a toquetearlos un poco antes de atravesar la oscura cocina de camino al baño. El baño no tenía ventanas y Even tuvo que encender la luz. Sonrió con cierta nostalgia al ver la vieja cisterna que estaba suspendida del techo. Mientras orinaba, esperó con cierta ilusión infantil el momento de tirar de la cadena que colgaba paralela a la tubería. Sin embargo, una vez hubo terminado, ya con la mano en la empuñadura de porcelana, vaciló. Sorprendido, se dio cuenta de que había dudado por temor a despertar a Kitty. «La consideración hacia personas que no conozco no es precisamente mi marca de fábrica», pensó con una sonrisa amarga, y acabó tirando de la cadena. El agua rugió a través de la tubería hasta llegar a la taza, un sonido de lo más agradable y refrescante si se está en el campo, un lugar en el que reinaba el más absoluto silencio. Le entraron ganas de volver a tirar de la cadena. «No, mejor no exagerar ni repetir algo bueno», rezongó en tono increpador. Entonces se giró y casi dio un salto, asustado al ver una sombra en la puerta.
– Perdona si te he asustado -dijo Kitty, que pasó por su lado, se bajó los pantalones del pijama y se sentó desinhibida en la taza.
– Es… está bien.
Even salió confuso del baño y cerró la puerta. Se quedó en el pasillo mirando hacia la puerta del dormitorio de Kitty, que estaba entornada. Entonces la abrió para atrapar un breve destello de la Tierra Prometida. Even suspiró. Como si no hubiera nada más en el mundo que sexo. Newton había escrito en algún sitio que la abstinencia sexual mantenía la mente despejada. Y si había algo que ahora mismo necesitaba era pensar claro.
La puerta se abrió dándole en la espalda.
– Lo siento -murmuró, disponiéndose a volver rápidamente al salón.
– Even -dijo Kitty a sus espaldas. Even se giró. Allí estaba ella, con el pijama demasiado grande colgándole como si lo acabara de robar de algún tendedero de un cuartel militar cualquiera-. He pensado… si el sofá es demasiado corto, puedes echarte en mi cama. -Kitty sonrió con cautela-. Pero sólo si prometes darme calor. Tengo un poco de frío.
– ¿Cuándo viene? -Even se apoyó en los codos y bajó la mirada hacia los hombros musculosos y la espalda ágil de Kitty. Posó un dedo en la nuca donde unas pequeñas perlas de sudor todavía brillaban en el borde de la cabellera, y recorrió el sendero mellado que describía la columna vertebral entre los omóplatos hasta desaparecer por debajo del edredón, hasta el sacro y luego las nalgas. Kitty meneó el trasero, se estiró como un gato y sonrió.
– Si me preguntas si me he corrido, la respuesta es sí. Y por lo que he podido comprobar, tú también. Las dos veces.
– Años de energía y esperma acumulados -murmuró Even, cohibido de pronto al notar cómo rezongaba complacido su ego masculino. Con la ayuda de la nariz, Even retiró su pelo del hombro y la besó.
– Me refiero a cuándo vendrá la pregunta -dijo él-. ¿No sientes curiosidad?