Los aplausos habían sido ensordecedores; al público juvenil le había gustado aquel profesor joven y su exposición directa y sencilla, y el teólogo de mediana edad había dicho, eres un «saco de mierda» y había abandonado las hileras de bancos y había tomado las de Villadiego.
– Era joven, y un gilipollas. -Even dudó de si ahora era menos gilipollas de lo que había sido entonces-. Siento que las cosas se desmadrasen así; supongo que me dejé llevar.
Ambos se habían quedado callados. Hasta que Engelsrud gruñó:
– ¿Qué quieres?
Even se lanzó de cabeza y le contó que estaba en medio de un estudio acerca de la manera de Newton de trasladar estudios alquímicos a hechos científicos. Un colega de Inglaterra le había contado que el lugar al que acudir si quería encontrar literatura acerca de los lados más desconocidos de Newton era una librería de nombre Hermes Tris, pero no le había dado la dirección, y ahora el colega se había ido de vacaciones durante un mes a un lugar desconocido.
– ¿Por qué iba a ayudarte?
– Porque tú no eres un mierda.
El otro se rió.
– En eso estás en lo cierto. Un momento, sólo tengo que calcular la probabilidad de que yo tenga la dirección que tú necesitas, precisamente ahora, cuando me llamas para pedírmela.
– Ja, ja, ja -se obligó Even a reír. Oyó que Bjarne Engelsrud se divertía y reía al dejar el auricular sobre la mesa y se alejaba silbando, mientras rebuscaba entre unos papeles.
– Aquí está -dijo de pronto en el teléfono-. ¿Estás listo?
– Listo.
Engelsrud mencionó una dirección en Londres, más concretamente en Notting Hill.
– Disculpa, ¿qué decías?
Even no podía creer lo que estaba oyendo.
– Newton Road -repitió Bjarne Engelsrud-. No tengo ningún número, pero la calle no es muy larga.
– Gracias -dijo Even-. Muchas gracias. No sabes cómo te lo agradezco.
– De acuerdo, de acuerdo. No se merecen. La próxima vez que des con un milagro no olvides avisarme.
– Ja, ja, ja, lo haré, descuida -dijo Even, y colgó-. Idiota -murmuró y puso London calling en el reproductor de CD antes de entrar en un mapa en la red.
Encontró Londres, hizo un zoom en Notting Hill, pensó en Julia Roberts durante unos segundos, antes de encontrar Newton Road. No en Notting Hill, sino en Bayswater. Newton Road. Tenía que ser, por narices, el lugar que Mai había querido que encontrara.
Sonó el teléfono y Even agarró distraído el auricular mientras intentaba descubrir qué líneas de autobús salían desde el centro hacia Bayswater.
– Sí?
– Hola. ¿Hablo con Even Vik?
Even reconoció la voz, el acento sueco; miró el teléfono fijamente, como si alguien lo hubiera untado de sangre. Colgó lentamente el teléfono y lo desenchufó.
Capítulo 31
El coche empezó a toser, como si estuviera a punto de manifestársele un resfriado de verano. Mai abrió los ojos asustada; se había quedado medio adormilada, con la cabeza apoyada en la ventanilla.
– ¿Qué pasa?
El coche daba sacudidas y botes, la tos empeoraba. Even maldijo y puso el intermitente para abandonar la calzada.
– ¡Mierda! Sólo estamos a medio kilómetro. Mai se incorporó de un salto.
– No me estarás diciendo que lo has vuelto a hacer -dijo en un tono de voz amenazador.
Even apagó el motor; estaba sentado con las manos apoyadas en el volante, con la mirada perdida en la noche. Pasó un taxi, todo estaba en silencio.
– Piensa en la sensación -murmuró Even, traspuesto- de subir por el acceso de vehículos y notar que el coche se traga las últimas gotas de gasolina justo cuando nos metemos en el garaje. Piensa en la sensación…
– Prometiste que no volverías a hacer más experimentos. ¡Me lo prometiste!
Mai abrió la puerta.
– Sí, pero llevo un bidón de reserva en el…
– ¡Madura!
La puerta volvió a cerrarse de golpe con tanta fuerza que el coche tembló como si lo sacudiera un viento fuerte. Even la vio marchar con pasos largos acera abajo hasta que desapareció detrás de unos coches aparcados y unos árboles que asomaban por encima de las verjas.
Mierda. Tan cerca; 219 kilómetros era igual a 16 litros de gasolina. Casi. A falta de quinientos metros. A lo mejor había sido aquel desvío que había al llegar a Hamar, el que se había tragado tanta gasolina.
Even suspiró y salió del coche para sacar el bidón de reserva del maletero.
Un largo bocinazo sacó a Even de su ensoñación. Un barco se había puesto delante del ferry, que tocó la sirena agresivamente. Los jóvenes saludaron efusivamente, gritaron excitados y salieron disparados de la zona de peligro. Even siguió con la mirada una gaviota que planeaba en una ráfaga de viento justo por encima de la borda del barco, casi sin mover las alas, observando todo lo que pasaba sobre la cubierta. Mai había aguantado muchos de sus desmanes. ¿Fue aquella noche cuando había ido demasiado lejos, fue entonces cuando ella había empezado a distanciarse? Poco después, Mai había vuelto a poner la cuestión de los niños sobre el tapete. Por última vez.
El ferry se acercó a Nesodden serpenteando entre las islas interiores del fiordo de Oslo y se preparó para atracar en el muelle. Even miró hacia la espuma blanca de las olas y se preguntó si habría alguien capaz de sobrevivir más de cinco minutos sumergido en el agua fría. Kitty estaba en el muelle agitando la mano.
– Ha llegado la primavera -dijo Kitty y se acercó a una burbuja roja.
– ¡Jesús! -dijo Even con un ojo puesto en el escarabajo Volkswagen-. ¿De dónde lo has sacado?
– Estaba en el granero. Yo misma lo he reparado y lo he puesto a punto… con un poco de ayuda del vecino. Es un modelo del 74.
Cuando aparcaron en el patio delante del edificio principal de la granja, Kitty le ofreció las llaves del coche.
– Ten. Te lo presto.
– Eh, ¿adonde quieres que…? -dijo Even, sorprendido-. ¿No íbamos a cenar?
– Te lo presto por unos días, unas semanas, si lo necesitas. Tengo una Kawasaki en el granero, y con el tiempo que está haciendo me gusta que me dé un poco el aire mientras conduzco.
– ¿Una moto? -dijo Even, sin poder reprimir una risita-. Desde luego, eres una mujer llena de sorpresas.
– Tengo unas cuantas más escondidas -dijo Kitty y entró.
Even la siguió. ¿Sería de muy mala educación preguntarle si podían cambiar? A Even le habría gustado llevar la moto en lugar del coche.
– ¿Qué guardas en el sótano? -dijo Even al dejar la chaqueta colgada en la percha. La puerta de las escaleras que conducían al sótano estaba cerrada, bloqueada por un montón de zapatos y botas, como si nunca se utilizara el sótano.
– Oh, me temo que se ha convertido en un lugar donde tiro todo lo que no sé dónde dejar. Un enorme trastero lleno de bártulos de toda clase.
– ¿Ya no tienes los aparatos de gimnasia allí? ¿Ni el taller?
– Ahora entreno en la escuela superior, allí tengo todos los aparatos que pueda desear, y el taller lo he trasladado al granero. Cuando la casa estuvo reformada, sólo me quedaban las reparaciones del coche, y era un poco absurdo seguir guardando las herramientas en el sótano.
La cena se mantenía caliente en el horno y estaba lista para ser servida, la mesa estaba puesta y Kitty le pidió a Even que tomara asiento mientras ella iba a por el vino.
– He pensado una cosa -dijo Kitty mientras vertía las gotas rojas y brillantes en las copas-. Si tú eres el trece, y Mai-Brit era el doce, entonces, ¿los demás también tenemos asignados un número que nos representa? Si es así, me gustaría conocer mi número.
– Eh… Mai no era el doce -dijo Even, cohibido-. Era el veintiséis.