– El doble que tú -determinó Kitty y le pasó la fuente de la carne-.Valía el doble que tú.
– Bueno, sí, eso también, pero… -Even sintió que las cosas se le escapaban de las manos y que la tontería se estaba apoderando del momento. Al fin y al cabo, no era más que un estúpido juego infantil, un juego un poco demasiado serio, pero aun así, infantil.
– ¿Sí?, dime -dijo Kitty, que no se rendía tan fácilmente.
– Bueno, verás. Hay algo especial en el número, el veintiséis. Es… -Even se concentró-. De hecho es un número único, tiene unas características que no tiene ningún otro. -Even miró a Kitty que en ese momento le acercaba la fuente con las patatas gratinadas con crema de leche haciéndole gestos para que se sirviera-.Y sabiendo que existen una infinidad de números, que sea demostrable que sólo éste tiene unas características especiales es realmente singular.
– Vaya por Dios -dijo Kitty y empezó a cenar mientras escuchaba a Even.
– Porque da la casualidad de que es el único número que está apretujado entre un número cuadrado y un número cúbico, bueno, ya sabes, entre el cinco a la dos, que es igual a veinticinco, y el tres a la tres, que es igual a 27.
Kitty lo miró con una mirada que Even no fue capaz de interpretar. Even se irritó. ¡Maldita sea! ¿No se daba cuenta de lo único y excepcional de aquel número?
– Fue Fermat quien lo descubrió -dijo Even, advirtiendo el tono ligeramente agresivo que había utilizado-. Finalmente logró probarlo, quiero decir, que el veintiséis era el único número que tenía esta característica. -Even agarró la copa de vino y empezó a darle vueltas para darse tiempo a tranquilizarse-. Sí, y luego está lo que dijiste tú, que es el doble de trece. Y Mai era…
– Veintiséis y única. Qué dulce -dijo Kitty y alzó la copa en un brindis.
Even no se decidía, ¿había o no cierto deje de ironía en sus palabras? Alzó su copa en un brindis y bebió, vació la copa para no tener que preocuparse. Extendió el brazo para que le llenasen la copa.
– Tú eres el seis -dijo.
Kitty se rió, pero la risa no llegó a sus ojos.
– Sólo lo dices porque es ese lado de mí que conoces mejor. ¡El sexo!
– No, no un seis de ésos. El seis es lo que nosotros llamamos un número perfecto. Es por eso que creo que va contigo.
– Sí -dijo ella-. Entonces debe de venirme bien, desde luego. ¿Qué significa que un número es perfecto?
– Que los números por los que es divisible, es decir, los divisores, al sumarlos dan ese mismo número. En el caso del seis, sería el uno, más el dos, más el tres, ¿lo ves? El siguiente número perfecto es el veintiocho.
– Entonces, ¿por qué no soy el veintiocho?
Even abrió los ojos y dijo:
– Puedes serlo, si quieres, pero a mí me parece que el seis es un número mucho más atractivo. También hay otros entre los que escoger, aunque no son muchos. Descartes dijo que «los números perfectos son como las personas perfectas, extraordinarios». Y de hecho, hasta la fecha, sólo se conocen treinta. Te recomiendo que no elijas el último al que se ha conseguido llegar a través del cálculo, tardarías un rato en decirlo…
Kitty levantó la mirada del plato.
– Tiene ciento treinta mil cifras.
Kitty reflexionó con el dedo apoyado en el mentón.
– De acuerdo. -Kitty agitó el dedo en su dirección-. Tú eres el matemático, tú eres quien debe de saber lo que dices. Escojo el seis, pues. Soy el seis perfecto.
– Buena elección. -Even sonrió irónicamente por encima de la copa-. Una elección excepcionalmente buena, diría yo.
Mientras cenaban, Even le contó a Kitty que, hacía muchos años, se había enamorado de los números primos, y que ahora mismo estaba investigando los números primos irregulares, los números primos gemelos, los factores primos y la infinitud.
– ¿Sabías que de hecho se puede probar que el conjunto infinito de números irracionales es mayor que el conjunto de números racionales?
Kitty lo miró con una sonrisa agria, como si sólo estuviera esperando que le dijera: «¡Inocente, inocente!».
– ¡Es cierto, se puede demostrar! -sostuvo Even-. Pero es para volverse loco: pensar que exista una infinitud mayor que otra. Es como decir que hay una eternidad más eterna que otra.
– Imagínate -dijo Kitty-, poder vivir eternamente. No envejecer, no tener que abandonar todo lo que has construido, no tener que abandonar esta tierra que Dios ha creado para nosotros.
– Supongo que tú podrías hacer algo al respecto.
– ¿Qué quieres decir? -Kitty le echó una mirada cáustica.
– Tú eres médico, ¿no es cierto? Pues entonces podrás imaginarte lo que hay que hacer para que el cuerpo aguante toda la eternidad. Porque supongo que aquí es donde radica el problema.
– Sí -dijo Kitty-. Una vez escuché una descripción de la eternidad que me pareció hermosa. Imagínate una bola de acero del tamaño de la Tierra, y una mosca que se posa sobre ella una vez cada millón de años. Cuando las pisadas de la mosca hayan desgastado la bola de acero por completo, la eternidad ni siquiera habrá empezado.
Fuera se había hecho de noche; un búho ululaba desde algún lugar entre los árboles. Kitty se levantó y puso un disco. Even se había dado cuenta de que Kitty no tenía un reproductor de CD, sino sólo aquel nostálgico tocadiscos antiguo para discos de vinilo. A Even le sorprendió que le gustase esa faceta de ella, la faceta conservadora. Empezó la música, el olvidado zumbido en los altavoces quedó oculto tras los instrumentos de cuerda que ondeaban suavemente, al principio débilmente, luego con más fuerza, y Even reconoció la sexta de Beethoven. La preferida de Mai. «Es tan positiva -había dicho en una ocasión-. Cuando sea vieja y esté en la cama, a punto de morir, tienes que prometerme que me la pondrás.»
Even se puso en pie de golpe y salió al pasillo.
Kitty lo miró sorprendida y dijo:
– ¿Qué pasa?
– Necesito moverme -murmuró Even-; ¿me acompañas?
– Sí, de acuerdo, me parece bien. Pero antes quiero despejar la mesa. Ten, cómete una manzana mientras me esperas.
Kitty le lanzó una manzana roja y brillante a través de la puerta. Él la soltó como si estuviera ardiendo. Even la cogió por el rabo con las puntas de los dedos y la dejó en el alféizar de una ventana.
– Bueno -dijo Even, y abrió la puerta. Salió a la escalera y respiró hondo.
– ¿Te pasa algo?
Kitty salió, se colocó detrás de él, cerca, pero sin tocarle.
– Ven -dijo Even y bajó las escaleras.
– Necesitas tu chaqueta. Todavía no ha llegado el verano.
Kitty desapareció y al rato regresó corriendo sobre la grava con su chaqueta en la mano.
– Aquí tienes -dijo Kitty; le arrojó la chaqueta sobre la cabeza con una risa irritante y luego se abrochó la suya.
Atravesaron las sombras de los arbustos y los árboles en dirección al mar. El sonido rítmico de las olas en la playa creció, mezclándose con el aroma a tierra húmeda y el aire fresco que rozaba su piel.
– ¿No has soñado alguna vez con no tener nunca que abandonar todo esto? -susurró Kitty asiéndole de un brazo.
Even notó el cuerpo cálido de ella apoyándose contra el suyo y miró hacia el cielo. La multitud de estrellas le hizo pensar en el paisaje nocturno de una ciudad vista desde un avión. La luna estaba baja en el cielo, en oriente. Pensó en la cabaña de Rendal y en las veces que él y Mai habían salido a la escalera, y se habían quedado así, mirando al cielo.
– Sí -dijo-. Sí, supongo que sí.
Pasearon por la playa, en dirección al agua. Even respiró hondo antes de hablar, antes de estropear el buen ambiente.
– No fue un suicidio. Mai fue obligada a pegarse un tiro.
– ¿¡Qué!? -La cabeza de Kitty se disparó hacia atrás, como si le hubiera alcanzado un mazo invisible. Lo agarró del brazo-. ¿Qué estás diciendo? ¿Obligada? -Kitty tragó saliva con dificultad-. ¿Qué quieres decir…?