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– La amenazaron con matar a los niños si no hacía lo que le pedían.

– Matar a los niños… oh, Dios mío…

Kitty jadeó como si ahora el mazo la hubiera alcanzado a ella en el estómago; se dio la vuelta y empezó a andar tambaleándose por la playa. «Oh, Dios mío», oyó Even que repetía susurrante una y otra vez. Él la siguió y rodeó sus hombros con el brazo.

– Pensé que debías saber por qué a veces me comporto de un modo un poco extraño.

Kitty se incorporó y lo miró con unos ojos oscuros en un rostro blanco como la leche.

– ¿Estás seguro?

– Sí.

Kitty respiró pesadamente.

– ¿Quiénes son «ellos»?

– Eso es lo que estoy intentando averiguar.

– Avísame si necesitas ayuda.

– Sí. Gracias.

Sin embargo, Even sabía que nunca se lo pediría. A Kitty no. Seguramente tenía una familia, a lo mejor un hijo del que él todavía no sabía nada. Ni a Finn-Erik. El tenía a Stig y a Line. No, tendría que enfrentarse solo a esta batalla. No porque le apeteciera. No se sentía como un Clint Eastwood o un Mel Gibson, preparado para enfrentarse con el enemigo invisible. Pero él era el único que no era vulnerable. Que no tenía ni niños ni familia.

Y Mai lo había querido así.

Siguieron andando en silencio, y se detuvieron al llegar a un pequeño bote con remos de madera.

– Es mío -dijo Kitty-. Tenemos que salir un día a pescar. Tal vez mañana.

– Mañana no. Pero me encantaría cualquier otro día. Mañana tendré una charla con Odin Hjelm, el antiguo jefe de Mai en la editorial Phönix. -Even notó que Kitty se estremecía y retiró su brazo. Siguieron andando en silencio-. ¿Qué pasa? -preguntó Even cuando ya no fue capaz de aguantarse más.

Kitty volvió a cogerle del brazo.

– No tiene nada que ver contigo. Sólo es que… No creo que sea una buena idea que le menciones a Odin Hjelm que me conoces; y menos que te acuestas conmigo. -Kitty se detuvo y echó la vista hacia el mar. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y vieron el reflejo de las estrellas en el suave oleaje-. Fuimos novios. Corté con él hará apenas un año. No acaba de aceptarlo.

Capítulo 32

Even se despertó temprano. Se quedó echado en silencio, mirando al techo a oscuras. Dos pensamientos brillaban con claridad como una oración matemática, irrefutable e incuestionable. En primer lugar: ¡alguien estuvo al lado de Mai cuando escribió la carta de despedida! En segundo lugar: este «alguien» sabía noruego o estaba en contacto directo con alguien que sí sabía.

Era tan obvio que le extrañaba que no lo hubiera pensado antes.

La idea no le abandonaba y besó suavemente el hombro desnudo que notaba contra su brazo y se levantó. Se vistió, se fue a la cocina de puntillas y desde allí, llamó a un taxi. Dejó las llaves del coche sobre la mesa, cerró la puerta principal con sigilo y fue en busca del taxi.

Una vez en el ferry miró la hora, sacó el móvil y marcó el número de Finn-Erik.

– Hola, soy yo. ¿Sabes si Mai se llevó un portátil a París?

– ¿Me llamas a estas horas sólo para eso? Estoy ocupadísimo lavando a los niños y vistiéndoles y… Llegamos tarde, tengo que estar en el trabajo…

– Limítate a contestarme. Y te dejaré en paz.

Finn-Erik le gritó algo a Stig acerca de un jersey.

– Un ordenador portátil -dijo-. No, no lo sé. No había ninguno en el equipaje que me traje a casa de vuelta. ¿Por qué lo preguntas?

– Pero ¿utilizaba un portátil?

– Disponía de uno en el trabajo, que de vez en cuando se traía a casa, pero no le gustaba. Decía que le dejaba las cervicales agarrotadas. Lo usaba lo menos posible.

Eso quería decir que el ordenador estaba en la editorial. O que había desaparecido junto con el móvil.

– De acuerdo. ¿Solía enviarte SMS?

– De vez en cuando.

– Me refiero al último día.

Finn-Erik volvió a gritarle algo a Line antes de volver a coger el auricular.

– No lo sé. Mi móvil está estropeado y lo están arreglando. Espero que me lo devuelvan la semana que viene.

– Pero ¿no te dieron ninguno de recambio? ¿Dónde tienes la tarjeta SIM?

– No tenían ninguno en aquel momento… eh, la tarjeta SIM está en el móvil, o eso creo. Todo fue muy rápido cuando…-De pronto el tono de voz subió medio octavo-: Déjalo ya, Even. Ríndete, maldita sea. Déjame en paz. ¡Yo he perdido a mi mujer, no a la tuya! ¡Deja ya de molestarme!

– Vale, vale. De acuerdo -murmuró Even a una conexión interrumpida y se metió el móvil en el bolsillo. Vaya mal humor.

Empezó a lloviznar y Even se cerró el cuello de la chaqueta y salió a cubierta para tomar el aire. Aire fresco para su cerebro. Volvería a repasarlo todo una vez más.

Mai había escrito una carta de despedida en noruego. En el hotel de París. Bajo amenaza. Even había creído que se trataba de extranjeros que estaban detrás de todo aquello, había llegado a esa conclusión a través de los prejuicios. Eso de utilizar a los niños de aquella manera era tan cínico que era simple y llanamente poco noruego, había pensado, y, además, el suicidio había tenido lugar en el extranjero, en Francia. Sin embargo, Mai había escrito la carta de despedida sin describir lo que la amenazaba, sin explicar lo que se escondía detrás del suicidio. Y por lo tanto, y ésa era la novedad, algo debería de intuir desde hacía tiempo: hubo alguien que controlaba lo que escribía, que controlaba que la carta no contuviera nada que pudiera utilizar la policía… o cualquier otra persona. Eso quería decir que tenía que haber un noruego, o alguien que supiese noruego, que de alguna manera estuviera involucrado en el asunto.

El ferry atracó y Even se dirigió hacia el ayuntamiento donde podría encontrar una cafetería abierta a aquellas horas. Se sentó y desayunó. Se tomó tres tazas de café. Una ambulancia pasó por delante de la cafetería, y Even se sorprendió pensando en una agente de policía que se caía de un caballo, se rompía la crisma y se casaba con un bombero. El fatalismo no era su fuerte y, sin embargo, le gustaba ver el matrimonio como un final feliz, después de un accidente funesto.

Poco antes de las nueve pagó, cruzó el centro de la ciudad y encontró la dirección de la editorial Phönix.

– Ahora mismo saldrá Hjelm -dijo la recepcionista, colgó el teléfono y señaló un pasillo donde en aquel mismo momento se abrió una puerta.

Odin Hjelm se acercó, y Even miró paralizado a aquel hombre, una antítesis andante de la ley de gravedad de Newton. A cada paso que daba el robusto editor le decía a quien lo estuviera viendo que el trabajo científico de Newton no era más que una mierda inservible y que, desde luego, regían otras leyes en el universo hjelmiano. De pronto Even recordó que una vez había visto a Odin Hjelm en televisión y había pensado lo mismo. Ahora, al verle en vivo y en directo, cruzando el suelo azul marino de la recepción, no tuvo ninguna duda. El hombre no caminaba, se lanzaba hacia delante con el torso vuelto en un ángulo que no parecía obedecer ninguna lógica ni ley física. Por cada paso que daba era como si consiguiera lanzar un pie hacia delante que le salvaba, en el último momento, de caerse de bruces. Ignorando el gran peligro que corría, Hjelm alargó una mano hacia Even, un acto que aumentaba la desigual distribución del peso y que sólo podía acabar en una catástrofe. Even se apresuró a darle la mano.

«Tiene que haber algo que haga que ese hombre consiga mantenerse en pie. Unos pies grandes, el centro de gravedad bajo, la media cabeza que le saco -razonó Even en silencio-.Y calcetines de plomo.»

Hjelm le dio el pésame, sonrió como se suele sonreír cuando compartes una pena con alguien y dispones de un sentido del humor sólido.