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De pronto el brazo de Finn-Erik se movió, y la impresora empezó a gruñir. Seleccionó el tamaño de la impresión, y Bodil Munthe volvió a salir sin que él se diera cuenta de que había estado allí. Se puso el abrigo y la bufanda y tosió sonoramente mientras avanzaba por el pasillo; empezó a hablar en cuanto cruzó el vano de la puerta del estudio de Finn-Erik.

– Hace frío esta noche -dijo ella y él se levantó y asintió mientras metía algo en una carpeta.

– Sí -dijo él-. Estoy listo para salir.

Capítulo 38

Sonrió con aquella sonrisa de La Gioconda que, según una teoría que tenía Even, estaba reservada a algunas mujeres de cierto origen. Un poco distante y ligeramente absorta. Una bella sonrisa. Sensual.

– ¡Nos vemos esta noche! -gritó Susann; le envió un beso y agitó la mano despidiéndose.

Even le devolvió el saludo y cada uno se dirigió hacia su autobús. Había sitio en el segundo piso, en la parte delantera del autobús. Even registró a un turista con barba que estaba haciendo una foto del autobús.

Cuando Mai y él visitaron el Louvre por primera vez y se encontraron frente a frente con La Gioconda, él había dicho que sabía por qué sonreía como lo hacía.

– Vaya -había dicho Mai-. ¿Por qué?

– Porque tú tienes su misma mirada, el mismo mohín indefinido después de hacer el amor.

Mai se había sonrojado y se había alejado de él, y había mantenido la distancia a través de las salas hasta que llegaron a un cuadro de Ingres, El baño turco. Aquí Mai se había detenido. Sorprendido por su reacción y tal vez un poco confundido por el gran número de mujeres desnudas que se exhibían en el cuadro -incluso había un par que se tocaban los pechos la una a la otra-, Even había dicho que el pintor seguramente había tomado como punto de partida la divina proporción…y que tomando el inverso de este número se llegaba al 0,618034, que curiosamente se componía de exactamente los mismos decimales que…

– Ssshhh -le había susurrado Mai y había posado un dedo en sus labios-, no lo conviertas todo en números. Hay quien se las arregla perfectamente sin ellos.

Él se había callado y había observado el cuadro, mirando a Mai de reojo y sintiéndose, si cabe, aún más enamorado que nunca.

El autobús entró en Westbourne Grove. Even se puso de pie y se bajó en la parada siguiente. Vio cómo el autobús de dos pisos se separaba de la acera, un gran dinosaurio rojo que se mezclaba con las demás criaturas de cuatro ruedas y se abría camino lentamente a través de la calle atestada.

Even cruzó la calle y retrocedió un poco, buscando un letrero; cuando lo encontró, sintió que el corazón le latía desaforadamente. Newton Road, en lo alto del muro, en la esquina. La calle formaba una E sin el diente del medio, había visto en el mapa.

Siguió el primer palo corto de la calle y se sorprendió. Se había imaginado de antemano que Newton Road sería una especie de calle comercial alternativa, parecida a tantas otras que había en Bayswater y Notting Hill. O una calle muy concurrida, llena de talleres, con almacenes, y tal vez una ebanistería. Algo así. Sin embargo, la calle no era ni una cosa ni otra. Sino todo lo contrario. Grandes chalés, casi señoriales, ligeramente retirados de la calzada, algunos con columnas romanas a ambos lados de la puerta principal, lo que llevó a Even a pensar en hermandades secretas que sin duda debían de tener este tipo de columnas en la entrada. Al otro lado de la calle, la última ala de una hilera de casas de cuatro pisos había sido convertida en una iglesia. Aparecía escrito en el muro. De no haber sido así, nadie lo habría advertido.

Even dobló la esquina y enfiló a paso lento el tramo largo de la calle de villas señoriales. Había árboles en el arcén, entre la acera y la calzada, árboles en los pequeños jardines delanteros y una tranquilidad tal que le resultaba fácil olvidar que se encontraba en medio de una ciudad con millones de habitantes. Una mujer de unos cincuenta años salió de un jardín y le lanzó una mirada breve a Even antes de ajustarse el abrigo de pieles por debajo de la cintura y escurrirse en el interior de un Porsche. Cuando el coche hubo desaparecido, Even se detuvo y suspiró. Tenía que ser un error. Seguramente, Bjarne Engelsrud había querido decir Newton Place, Newton Street o Square, o cualquier otra cosa. Miró desconsolado a su alrededor, listo para dar media vuelta, cuando descubrió algo en una ventana polvorienta sobre una puerta. Entró en el portal y entrecerró los ojos para ver lo que ponía en un letrero de cartón con unas letras que se habían desteñido tras años de servicio en aquel lugar solitario. Las letras formaban el nombre Hermes Tris Bookshop.

La ventana al lado de la puerta estaba tan polvorienta y sucia que Even más que ver los libros detrás del cristal, los intuyó. Subió las escaleras, abrió la puerta y alzó la vista instintivamente cuando sonó una campanita con un tintineo oxidado. Una barra de latón, con la forma de una mano que sostenía una bola de cristal, movía el cascabel y, por alguna razón, su sonido le hizo pensar en la plaza del mercado de una aldea. Un poco reacio, Even cerró la puerta detrás de él dejando fuera la luz solar, y se quedó un rato sin moverse para acostumbrar los ojos a la penumbra. Apareció el contorno de unas estanterías, rebosantes de libros desde el suelo hasta el techo cubriendo todas las paredes. Con cierta regularidad, aparecían unas secciones de estantes que se adentraban en la estancia alargada, creando pequeños rincones y apartados donde sentarse sobre un taburete de madera y hojear los libros.

Even sacó un libro al azar del estante que tenía más cerca: al igual que sus vecinos, era viejo, encuadernado en tapa dura y sin título en el lomo, como si deseara ocultarse del mundo. Como la propia tienda. Pasó las páginas hasta llegar al título: De arte cabbalistica, de Johannes Reuchlin. El año 1517 aparecía en números romanos en la parte inferior de la página. Asustado, Even lo devolvió a su sitio; tenía miedo de dañar una antigüedad tan valiosa y que le exigieran una fortuna a modo de compensación. Al dar un paso atrás, cayó en la cuenta de que debía de tratarse de una reedición. No se regalaban libros impresos en Garamond Oldstyle del siglo XVI por las buenas. Pero aun así.

Miró a su alrededor. Aquí no había ninguna encuadernación ostentosa, nada de colores vistosos en los lomos llamándote a gritos para que eligieras precisamente aquel libro; ningún título llamativo, escrito con letras que luchaban por atrapar tu atención. Bueno, tal vez era un poco exagerado decir que ninguno, pero desde luego no había muchos.

Justo delante de sus narices había un letrero metálico con letras góticas atornillado en el borde de un estante: «Kabbalah/Qabala», ponía. Descubrió otros letreros: a la altura de sus ojos, a la izquierda de la puerta, ponía «Astrología» y en los estantes más cercanos al techo, «Aura» y «Aurarius». En el siguiente apartado había un rótulo con «Clairvoy'anee», «Consularia clandestino» y «Occultioria verhis».

Even avanzó lentamente entre las estanterías hacia el interior de la tienda. Era como atravesar un sepulcro donde olía a cuero y moho, y el aire se volvía cada vez más pesado, como si estuviera empeñado en tapar todas sus vías respiratorias. Se detuvo en unos pocos puntos y leyó con curiosidad: «Fisiognosis», «Nekromantia»…

– Necromancia -murmuró. ¿Qué diablos podía ser? Nekro debía de tener que ver con la muerte, como en necrológica o necrófilo, y manti… ¿podría ser una derivación de la palabra latina manus, mano? Manos muertas, ¿o tal vez tuviera que ver con invocar… a los muertos? Nada podía descartarse en aquella tienda, pensó Even, y torció la mirada hacia el fondo del oscuro local. La cabeza cana de un señor mayor asomó por encima de un mostrador alto, dejando ver un sombrero negro o casquete que cubría la parte superior de su cabeza. No exactamente como una kipá judía, pero algo que hizo pensar a Even en el cuadro de un boticario del siglo XVIII que Mai le había mostrado en una ocasión. El hombre no demostraba tener demasiado interés en el cliente que acababa de entrar en la tienda. En la pared, a sus espaldas, colgaba un enorme cartel donde había dibujado un anillo rellenado por un triángulo y unas palabras escritas en todas direcciones, como si formaran parte de un ritual sacro. Al igual que el resto de la estancia, toda la pared estaba cubierta de libros.