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– Volveré a intentarlo mañana, lo llamaré al trabajo -murmuró.

– Seguros Solvent -trinó una voz amable de mujer.

– Finn-Erik Thorsen, por favor -dijo Even.

Se produjo una breve pausa y luego volvió la misma voz.

– Lo siento. El señor Thorsen no estará en todo el día. ¿Quiere que le deje una nota, o le pido que le llame en cuanto vuelva?

– ¿Estará de vuelta mañana? -preguntó Even-. No habrá sido hoy el entierro, ¿verdad?

Una vez más, la voz desapareció, para volver al poco rato, igualmente amable y dulce.

– Desgraciadamente, el señor Thorsen no estará de vuelta hasta la semana que viene. ¿Puedo pasarle con otra persona?

– Se trata del entierro -dijo Even, a la vez que se apretaba el tabique nasal con dos dedos-. Quería hablar con Finn-Erik de…-Ya no consiguió decir nada más. Se había quedado mudo como un idiota, con el puño metido en la boca.

La mujer le preguntó con quién estaba hablando, pero Even no conseguía hacer nada más que sacudir la cabeza y a punto estuvo de colgar cuando, de pronto, una voz de mujer madura se hizo cargo de la llamada.

– Bodil Munthe al habla. Soy colega de Finn-Erik. ¿En qué puedo ayudarle?

– Yo… Soy el ex marido de Mai-Brit. Quería saber… el funeral -consiguió al fin balbucear Even.

– El funeral será el miércoles. A las dos de la tarde. Finn-Erik está en París para recoger el féretro. Volverá mañana. ¿Quieres que le pida que te llame?

– Sí, sí, por favor.

– ¿Tiene tu número de teléfono?

– Creo que sí -murmuró Even, aunque, por si acaso, se lo dio a la mujer y luego colgó.

Capítulo 7

Finn-Erik no llamó. Ni el martes ni el miércoles por la mañana. Even sacó el traje de su boda del armario, el único traje negro que tenía, y lo cepilló con el cepillo de lavar los platos. Lo planchó y luego sacó una camiseta blanca limpia y una camisa a cuadros que en el armario casi se había vuelto blanca, se colocó delante del espejo y le preguntó a Mai si estaba aceptable.

Echó un último vistazo de reojo al papel que había sobre la mesa antes de salir y girar la llave. Se quedó un instante con la mano apoyada en el pomo de la puerta, mirando hacia la calle. Era un barrio tranquilo, con poco tráfico y vecinos que no se metían en la vida de nadie. Se saludaba con un par de vecinos. En cambio, Mai, cuando vivía allí, solía tomar el café con la señora tal y con la viuda cual. Le habían contado que vivía un pastelero en la casa de la derecha, que cada mañana se iba a la calle de Bogstad, donde se encontraba la pastelería en la que trabajaba. En la casa de la izquierda vivía un fontanero prejubilado con artritis. Su mujer había trabajado de peluquera en algún salón de la plaza de Young, hasta que le empezaron a salir sarpullidos en los brazos.

Even echó una mirada a las casas adosadas, no sabía si los vecinos seguían viviendo allí. No había sabido nada de nadie durante los últimos cinco años. Y seis meses. Y… veintidós días. Miró sus zapatos. ¿Dónde sería finalmente el funeral…? Giró la llave y entró a por la esquela que había arrancado del periódico: «El funeral se celebrará en la capilla del cementerio del Norte. Miércoles, 28 de marzo de 2005. A las dos de la tarde. Las exequias finalizarán en la capilla.»

Cuando Even volvió a salir a la calle, empezó a caer aguanieve. Gruñó, irritado, volvió a entrar a por el paraguas y perdió el autobús.

La capilla estaba llena a rebosar de gente. El órgano interpretaba suavemente una melodía en tono menor desde lo más profundo del mar de asistentes al funeral. Even murmuró un «disculpe» y se abrió paso entre los colegas de Mai, compañeros de profesión, amigos, familiares, clientes, vecinos, curiosos, ¿qué sabía él? Se adentró hasta divisar el féretro, y las coronas, y los miles de flores. Se detuvo. El ataúd era de lo más común, blanco, con asas doradas y un borde amarillo en la tapa. Le resultaba imposible imaginarse a Mai allí. Allí no. Mai no. ¡Ella no, maldita sea!

Quería dar media vuelta y volver por donde había venido, pero en ese mismo instante Finn-Erik se dio la vuelta y lo vio. Estaba sentado en el primer banco, junto a los niños y un señor mayor. El señor mayor había bajado la cabeza, dejando apenas visible su pelo cano. Finn-Erik le hizo una señal con la mano. Even sacudió la cabeza, pero Finn-Erik insistió y Even avanzó por el pasillo central, dejando tiempo a la gente para que se apartase, y estrechó la mano que Finn-Erik le ofrecía.

– Mis condolencias -dijo, evitando mirar a los niños.

El señor mayor levantó la cabeza.

– Even -dijo.

– Suegro -dijo Even, sintiéndose un imbécil. Miró a Finn-Erik excusándose con la mirada. No había acudido allí para montar el numerito. Finn-Erik le indicó con la mano que había sitio para él en el banco y Even se sentó.

La ceremonia fue preciosa, pensó Even más tarde. Preciosa. Una palabra que no solía utilizar nunca. Ahora, por fin, la palabra había encontrado dónde aplicarse. Un precioso funeral. Cantaron un salmo, el número 667 (factores de números primos 23 y 29). El pastor habló. Una prima, cuyo nombre Even ya no recordaba, leyó un poema. Odin Hjelm, de la editorial, dijo unas palabras. Una antigua amiga de los tiempos de Ten Sing cantó. Lo hizo muy bien. Kitty. Even la recordaba.

Todavía tenía el pelo rojo. Seguía llevando pendientes de perlas en las orejas. Todavía tenía una voz condenadamente buena. Relajada. Siempre había sido ella quien se había puesto delante de las cámaras y los periodistas cuando el coro tenía un concierto. Todavía tenía aquellos pechos increíblemente bonitos detrás de la blusa oscura y que tanto la favorecía.

Después, Even había ocupado un puesto en la puerta de la capilla, junto a Finn-Erik y los niños, junto al padre de Mai-Brit, dio la mano a la gente, recibió miradas lacrimosas y, muchas otras, disgustadas. Muchos que lo recordaban demasiado bien, pensó, mientras recibía el pésame de la gente y notaba cómo crecía la mala conciencia en su interior hasta convertirse en jaqueca. De haber llevado la petaca habría echado un trago.

Finalmente, la capilla empezó a vaciarse y al final sólo quedaron él, Finn-Erik y el pastor en la puerta. El padre de Mai y los niños iban hacia el coche. El pastor estrechó las manos de Finn-Erik y Even y se fue. Ellos se quedaron. Finn-Erik empezó a moverse intranquilo, quería marcharse.

– De verdad que lo siento -dijo Even-. Estaba borracho.

– No hablemos más de ello -resopló Finn-Erik.

– ¿Qué te dijeron en París?

– ¿Qué quieres decir? -dijo Finn-Erik, mirando a Even extrañado.

– ¿Qué dijo la policía? ¿Qué creían que había pasado?

– Dijeron que… -Finn-Erik vaciló un momento y miró hacia el aparcamiento donde los niños estaban metiéndose en el Datsun-. Dijeron que Mai había escrito la carta de despedida en la habitación del hotel. Que había dejado la llave en recepción antes de irse. -Elevó el tono de voz-. Dijeron que había llegado al café a pie, que se había pegado un tiro con una pistola delante de veinte testigos. -Finn-Erik miró fijamente a Even-. ¿Qué diablos crees que dijeron?