Lo primero que Susann vio cuando llegó al pasillo de su piso fueron las llaves. Ese gilipollas las había metido en su zapato.
Capítulo 42
De joven, cuando el mundo de Even se encontraba en su punto más caótico, había descubierto las tres leyes de la energía de Newton. Estas decían, de una forma abreviada, lo siguiente:
1. Todo cuerpo permanece en su estado de reposo o de movimiento rectilíneo uniforme a menos que otros cuerpos actúen sobre él.
2. La fuerza que actúa sobre un cuerpo es directamente proporcional a su aceleración.
3. Cuando un cuerpo ejerce una fuerza sobre otro, éste ejerce sobre el primero una fuerza igual y de sentido opuesto.
De forma extraña, estas leyes le dijeron algo a Even acerca de su propia vida e hicieron, no que se aceptara tal como era, pero sí que comprendiera los mecanismos que lo regían. Eso era al menos lo que el creía, y lo que, treinta años más tarde, seguía manteniendo. La psicología era la ciencia de la ambivalencia, la suposición y la histeria, lo más inexacto que podía imaginarse. Como Even le había dicho a Mai en una ocasión: «Una ciencia que tiene como sumo sacerdote a un hombre que veía sexo en cualquier sueño está tan imbuido de razón como la raíz cuadrada de 2».
Dicho en pocas palabras, Even se veía a sí mismo como una bola en un juego del millón. Al nacer, Even fue expulsado del vientre de su madre a una velocidad determinada, mantuvo un movimiento constante en línea recta (primera ley de Newton) hasta que topó con el padre. Éste lo alcanzó y le envió en una dirección distinta. No sólo eso, sino que el padre lo golpeó con tal fuerza (segunda ley) que Even aceleró y aumentó la velocidad. Se trataba de una velocidad que apenas era capaz de manejar y creaba una reacción allí donde él, en su acción (tercera ley), chocaba con otro cuerpo.
Hasta cierto punto, podía parecer un juego inocente con las palabras y las leyes físicas. Sin embargo, el joven Even estaba necesitado de unas pautas que dirigieran su vida, y por aquel entonces sólo había encontrado verdades lo suficientemente seguras e irrefutables como para atreverse a utilizar sus leyes a modo de brújula existencial en las matemáticas. Por eso, cuando Even después de su primera cita con Mai, profundizó en la segunda y tercera ley y asumió las implicaciones que éstas traerían consigo, en relación a la chica que había conocido, la decisión tuvo unas consecuencias que no conocería hasta años más tarde.
Porque estas dos leyes conllevan algo que los físicos denominan «ley de la conservación». Es decir, que algo no cambia, que lo que comprende la ley conserva el mismo volumen por sí mismo, pase lo que pase. Sea éste el volumen total de energía (segunda ley) o el volumen total de movimiento (tercera ley). Para Even el hecho de transferir estas leyes a su propia vida equivalía a que cuando su padre «le confrontaba», como solía llamarlo cuando le daba una paliza, el volumen de movimiento de la maldad era constante. Es decir, que lo que la confrontación le quitaba al padre era transferido y continuaba en el hijo. Tal como lo veía Even, el volumen de maldad en el mundo era constante, pero estaba más concentrada en unas personas que en otras. En Mai no había ni una pizca de maldad. Había mucha más en él, tanta como le había transferido su padre. A pesar de que en los últimos años había sometido el volumen a cierto control y la mayor parte había sido enterrada en los rincones más profundos y recónditos del cerebro, lugares donde el flujo de sangre y los impulsos eléctricos no eran más que un vago recuerdo.
Por eso, pronto Even tomó una decisión en cuanto a la relación con Mai, y la tomó solo. Fue una decisión difícil porque sabía que podía quitarle a Mai y, sin embargo, también fue sencilla, puesto que sabía que era necesaria e inevitable. Decidió que nunca tendría hijos, asumió todas las consecuencias de su decisión y se dejó esterilizar. Era importante, para que nunca corriera el riesgo de sacar la maldad oculta que sabía que se escondía en él, y para descartar cualquier transferencia de la maldad a sus hijos y destrozar sus vidas, como había destrozado su padre la suya. Había que romper la letra de la ley sobre el volumen de maldad, quería contradecir a Newton llevándose la herencia de su padre a la tumba.
Si el plan salía bien, sabía que daría al traste con su fe de toda la vida en la irrefutablilidad de las leyes de la física sublimadas en estrellas guía filosóficas, de hecho, minaría la «mentira de su vida», pero, por otro lado, para entonces ya descansaría dos metros bajo tierra como abono y no le importaría nada.
Cuando Mai oyó su reloj biológico sonar inexorablemente, indicando lo que, según ella, era la última oportunidad de tener un hijo, volvió a preguntárselo a Even. Le había pedido que se dejara volver a operar para abrir el conducto eyaculatorio. Le había dejado muy claro que sería la última vez que se lo pedía. A pesar de que Even registró la advertencia y se dio cuenta del riesgo que corría, tuvo que decir que no. En realidad, no fue una elección que tomó, o eso pensó él, simplemente las cosas eran así, el destino, la historia, la suerte, algo así. No sabía. Sólo sabía que era así.
Sin embargo, con aquel último no, el deseo de Mai se agotó. A partir de entonces, sólo faltó una gota para que se colmara el vaso. Y aquella gota llegó, una gota mezclada con alcohol y gasolina. Ella se había ido, así era. Even palpó el sobre rígido que había guardado en el bolsillo interior de su chaqueta de cuero. Sin embargo, ahora ella había vuelto, póstumamente. Tanto ella como Newton habían regresado a su vida.
Even resistió las ganas de abrir el sobre y contemplar su contenido a la débil luz de las farolas, las reprimió con la misma autodisciplina que había aplicado durante todo el día, durante el viaje de Londres a casa. Ni cuando hacía la maleta, ni sentado en el autobús del aeropuerto a Heathrow, ni en el avión de vuelta a casa se había dejado tentar, renunciando, por tanto, a estudiar los documentos una vez más. Una breve ojeada en las escaleras de Newton Road había sido suficiente para decirle que el contenido exigía tranquilidad y concentración total, y puesto que Mai le había hecho llegar el sobre de una manera tan complicada y secreta, era evidente que no debía permitir que nadie tuviera ocasión de ver nada, ni aunque fuera la esquina de un solo folio.
Even se giró y miró por la ventanilla trasera del taxi; no parecía que les siguiera ningún coche. Durante todo el viaje de vuelta, de hecho también durante la mayor parte de su estancia en Londres, incluso en el restaurante con Susann, había tenido la extraña sensación de ser observado, de estar bajo vigilancia. Se había girado de golpe varias veces, medio esperando ver una mancha roja en su pecho, señal de que un francotirador lo tenía a tiro, aunque no había conseguido ver confirmada aquella sospecha; parecía un síntoma paranoico.
El taxista hablaba por el móvil con un compañero que le debía dinero. Even le tocó el hombro con un dedo y señaló en dirección a la casa adosada.
– Número 13 F -dijo.
Cuando hubo pagado, Even revisó el buzón. Sólo encontró correo comercial y entró. Eran las ocho y media de la tarde y se fue directamente al congelador a por una pizza. Puso el horno a doscientos grados y se fue hacia el escritorio del salón. Con mucho cuidado abrió el sobre y sacó su contenido. Con el brazo apartó papeles y fibras a un lado y despejó la mesa para dejar los cuatro folios uno al lado del otro. Luego se echó hacia atrás en la silla.
– Newton, no hay duda -murmuró, al estudiar la caligrafía-. Letras de un tamaño casi microscópico. Trazo más redondo y seguro que en los años anteriores. De forma bastante vertical. Versalitas con un bucle de más. La tinta es estupenda, no se ha desteñido. Por lo tanto, fue escrito después de 1681. Hum. Pero no más tarde de 1692, lo que significa que es anterior a su colapso.