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– «Alguien que cuida de mí» -leyó en voz alta-. ¿Qué es?

– Algo que recorté del periódico Dagbladet; tienen una sección de contactos que se llama…

– Ya, ya, tonto, eso ya lo sé, pero ¿qué hay en la cesta? ¿Cartas de las señoras que contestaron a tu anun…?

– Calcetines -interrumpió Even.

– ¿Calcetines?

– Calcetines desparejados. Ya sabes, de esos que sobran cuando su pareja desaparece como por arte de magia. Suelo guardarlos en esta cesta.

– Yo siempre los tiro -dijo Kitty.

– ¿Y qué pasa entonces? No, no lo digas. Tengo una ley que lo explica, que lo demuestra, vaya. ¿Quieres oírla? Kitty se tumbó de lado y lo miró.

– Cuéntame.

– Se divide en tres puntos. El punto uno dice así: «La probabilidad de que uno de los calcetines de un par de calcetines desaparezca está relacionado con la intensidad de uso en una proporción de 1 a 3».

– ¿Y eso significa…?

– Significa que según mis cálculos estadísticos, cada tercer par de calcetines que se usa con asiduidad se convierte en calcetín suelto en algún momento de la vida útil habitual de un calcetín.

– Entendido -dijo Kitty, toda seria, dando así pie a que Even continuara.

Even alzó dos dedos.

– Punto dos: «La probabilidad de que el calcetín desaparecido vuelva a aparecer es inversamente proporcional a la intensidad de la búsqueda».

Por su mueca, supuso que Kitty esperaba una explicación.

– Bueno, verás. A aquel que crea que es posible encontrar un calcetín desaparecido siempre que lo busque con empeño, le diría que mi estudio muestra algo muy distinto. Es más bien al contrario. Si no buscas, hay una probabilidad bastante grande de que en algún momento «tropieces» con el calcetín que falta la próxima vez que pases el aspirador por detrás del televisor o limpies detrás de los tarros de cristal de la despensa. Mucho mayor que si pones toda la casa patas arriba.

Even levantó el tercer dedo.

– Tercer y último punto: «La probabilidad de que aparezca el calcetín perdido es directamente proporcional a la voluntad de deshacerse del calcetín sobrante».

– Creo que entiendo este último punto.-dijo Kitty-. Quiere decir que si guardas el calcetín sobrante o, como tú lo llamas, el calcetín soltero o suelto, el otro nunca aparecerá. Pero si te deshaces de él, no pasará mucho tiempo hasta que encuentres el que faltaba debajo de un cojín del sofá o dentro de una bota. ¿Estoy en lo cierto?

– Pues sí. -Even se incorporó y se echó al lado de Kitty-. Aunque suele pasar una semana o un poco más desde que te deshaces del calcetín soltero hasta que aparece el que estaba perdido. ¿Y sabes por qué?

– No.

– Porque seguro que el basurero ya ha recogido el calcetín, junto con el resto de la basura, y ya es imposible volverlos a juntar.

Kitty se rió, agarró la almohada y le golpeó la cabeza con ella. Even estaba a punto de devolverle el golpe de almohada cuando, de pronto, ella abrió los ojos de par en par.

– Uy, tengo que levantarme.

– Oh -dijo Even-. Si sólo son las nueve y media.

– Es domingo. ¿No piensas ir a misa?

Kitty sacó las piernas de la cama y se sentó en el borde.

Even la miró, esperando verla reír, pero ella se levantó y se fue directamente al baño.

– ¿Lo dices en serio? -le gritó Even, pero ella no lo oyó porque el agua de la ducha ya corría con fuerza.

Even se levantó y sacó unos bóxers y una camiseta del armario, se vistió y se fue a la cocina para poner en marcha la cafetera eléctrica.

– A misa -murmuró para sí-. Hace mil años que no voy a la iglesia. Al menos treinta. Entonces, ¿por qué iba a romper con una vieja y saludable tradición?

Al otro lado de la ventana, el vecino pasaba la escoba por el sendero enlosado, empleándose a fondo en cada una de las baldosas. Cada uno con su neurosis. Even se volvió y pensó en los cuatro folios que había dejado en el salón, en la fórmula de Newton. Dedicaría el día a estudiarla de nuevo, trataría de hacerse una idea de su significado. Tenía que ser posible, pese a que faltaban al menos dos folios.

– ¡Maldita sea, Finn-Erik!

Echó un vistazo al reloj. Seguramente ya se habrían levantado, a pesar de que era domingo. Marcó el número y al otro lado de la línea alguien descolgó el teléfono, como si su mano hubiera estado flotando sobre el auricular.

– Hola, soy Even. Querías hablar conmigo.

– Sí, sí, qué bien que hayas llamado. -La voz de Finn-Erik era más aguda que de costumbre, y además hablaba muy rápido, como si quisiera acabar de decir lo que quería decir antes de que apareciera alguien para detenerle-. Encontré algo en mi móvil que tienes que ver, algo que Mai me envió el día que ella… justo antes de… -La voz se fue apagando como si alguien bajara el volumen paulatinamente.

– ¿Antes de que muriera?

– Sí. Disculpa, sí. Eh… no entiendo qué pretendía con ello, pero… -Finn Erik volvió a quedarse callado.

– Envíamelo, Finn-Erik, y le echaré un vistazo.

– Sí, de acuerdo. Muy bien. Eh… ahora tengo que ir a misa; te lo enviaré en cuanto vuelva a casa.

– No, Finn-Erik, lo harás ahora mismo. Ya.

– Vale, vale, lo haré…

Un minuto después, su móvil empezó a zumbar; había llegado un mensaje con dos imágenes adjuntas.

– Dios mío -murmuró Even al ver las imágenes en la pequeña pantalla y saltó rápidamente hacia el ordenador.

Lo encendió y le conectó el móvil. Con un par de golpes en el teclado consiguió que una de las imágenes apareciera en la pantalla de veintiuna pulgadas: la silueta de un hombre al lado de una ventana hablando por un móvil. Even la estudió brevemente y luego pasó a la siguiente. Mostraba lo que había sobre una mesa: un teléfono, una carta y un juego de naipes que parecía estar dispuesto en un solitario.

– ¿Qué es esto?

Kitty había entrado en el salón. Llevaba una toalla envuelta alrededor de la cabeza y otra alrededor del cuerpo; caían gotas al suelo.

– Es… -Even tragó saliva; se había quedado paralizado mirando la pantalla-. Mai hizo unas fotos justo antes de pegarse un tiro.

Capítulo 50

Kitty se fue a misa; habían acordado que lo pasaría a recoger hacia las ocho para que les diera tiempo a ir al cine

– ¿Qué vamos a ver?

– Es una sorpresa -dijo Kitty y se despidió agitando la mano.

Even imprimió las fotografías, desconectó la máquina y se sentó a la mesa de trabajo. Las había ampliado para que tuvieran aproximadamente un tamaño DIN A4 y las apoyó en la pila de libros antes de echarse en la silla.

– Fuiste tú, cerdo, tú eras el intermediario -murmuró dirigiéndose a la silueta del hombre. Era evidente que se encontraba en la habitación del hotel de París; una parte del bolso de Mai aparecía en primer plano-. Tú fuiste quien leyó la carta de Mai, o…

Even miró la fotografía de la carta. Claro. Si Mai pudo hacer una foto de lo que había escrito, los otros también pudieron. Seguramente, el tío de la silueta había enviado una fotografía del texto a Noruega, a alguien que la revisó para ver si Mai había escrito algo revelador. Alguien que, además, tenía la tarea de vigilar a Stig y la ropa que llevaba, para así poder convencer a Mai de que iban en serio.

Resultaba difícil hacerse una idea del aspecto del tío, pues sólo se le veía de medio lado, medio de espaldas. Aparecía como una sombra oscura y recia a contraluz. No era gordo, ¿tal vez fornido y musculoso? ¿Era una barba lo que asomaba debajo de la nariz, o tan sólo se trataba de una sombra especialmente oscura? No era joven, tendría entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años. Máximo cincuenta. En la esquina de la fotografía se leía la fecha y la hora en números blancos: 22.03; 15:45.