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– Sí.

– Bueeeno, a ver, creo que sí. Pero ya tiene unos cuantos años, o sea que…

– No te preocupes, seguro que sirve. ¿Podrías verificar el código postal de Vika por mí?

– Espera un momento.

Finn-Erik dejó el auricular y se oyeron unos pasos que se alejaban. Al fondo oyó a Stig decir algo y luego una voz desconocida respondiéndole. Una voz de mujer. ¿Sería la señora de los seguros que volvía a insinuarse? Finn-Erik volvió a coger el teléfono.

– ¿Vigra?

– No, no Vig con g, sino Vikkkk…, con k.

– Ah, sí. Aquí lo tengo. El número es 6891 para los apartados de correos, y 6893 para las demás direcciones. Era eso lo que querías saber, ¿no es cierto?

Even suspiró y miró fijamente los números que había anotado.

– Sí -dijo-. Eso era lo que quería saber. -Estaba a punto de colgar cuando de pronto cayó en la cuenta-. Pero un momento, los barrios de Oslo no suelen empezar por seis.

– No, pero es que éste está en Sogn. Vik en Sogn -dijo Finn-Erik.

– ¡Vik en Sogn! Pero ¡maldita sea, si he dicho Vika, con una a final. ¡Eso está en Oslo, joder!

– Vale, vale, no creo que eso te dé derecho a gritarme. -Even le oyó hojear un poco-. En Oslo, dices, espera, aquí hay… un momento… no, no hay ninguna calle que se llame Vikavei.

– No he dicho nada de una calle. -Even tuvo que esforzarse mucho por mantener la voz calmada-. Quiero el código postal de la estafeta de correos de Vika. No recuerdo cómo está organizado el listín, pero a lo mejor aparece al principio de Oslo, o tal vez al final.

Even oyó a Finn-Erik dejar el auricular sobre la mesa y hablar con alguien, le oyó exponer el problema y contestar a la otra persona. Y entonces de pronto volvió a estar al teléfono.

– Aquí está: el código de la estafeta de correos de Vika es el 0110.

0110. Tan cerca.

– ¿Y no 0119? -preguntó Even.

– No -dijo Finn-Erik-. O… espera un momento, aquí debajo hay más códigos postales, números de las secciones de apartados de correos.

Even reaccionó inmediatamente.

– Eso, apartados de correos. Eso es lo que estoy buscando. Busca algún código postal entre los apartados de correos alrededor del número 1640.

– 1640… eh, aquí lo tenemos, del 1600 al 1649, el código postal es el 0119.

Even respiró hondo.

– Finn-Erik, eres el mejor -dijo, y colgó.

Capítulo 51

Cambridge

Mai-Brit tamborileó los dedos sobre la mesa y miró el reloj. Casi había pasado media hora. ¿Por qué tardaría tanto? Sin ninguna razón aparente movió el libro y el bloc de notas de sitio. Dejó la pluma y el lápiz encima, como si fuera importante que estuvieran en su sitio. El tablero de la mesa era de color castaño oscuro, como de plástico y liso, recién pulido y limpio, como si lo hubieran esterilizado todo antes de llegar ella. El borde ancho alrededor de la mesa era de madera, de color claro y amable. Pasó la mano por la superficie lisa y un poco blanda, inclinó la cabeza ligeramente, le pareció reconocer el olor agradable del linóleo al mirar de reojo hacia la puerta. La joven secretaria la miró fijamente, y ella se incorporó. El ojo sobre la puerta también la miraba fijamente, probablemente captaba toda la sala. Resultaba desagradable saber que alguien a quien ella no veía podía estar mirándola en ese mismo momento, evaluándola una última vez antes de tomar, tal vez, la decisión definitiva. Mai-Brit intentó parecer despreocupada y relajada; sonrió en dirección a la puerta, pero se dio cuenta de que su sonrisa era rígida y falsa. ¡Al cuerno con todo!, pensó, y un pequeño diablo se apoderó de ella, levantó la cabeza y miró directamente al ojo de la cámara. Estaba situada en la esquina sobre la puerta, como una enorme y asquerosa araña. Le devolvía la mirada sin parpadear. La secretaria seguía tecleando, casi mantenía la misma cadencia que la veterana investigadora que estaba sentada a la mesa detrás de Mai-Brit.

¿Acaso no confiaban en la gente? ¿Realmente era necesario tomar este tipo de medidas de seguridad? Mai-Brit se puso en pie y se fue hacia la ventana más cercana. Las vistas eran formidables. La biblioteca con las vistas más bellas del mundo, pensó, y paseó la mirada por la capilla majestuosa al otro lado del amplio patio. Gótico y casi grotesco en todo su esplendor monumental. «Immense and glorious work of fine intelligence», se había jactado Wordsworth al hablar de la capilla. Y eso que ni siquiera había ido al King's College, sino a otro, al St. John, le parecía recordar.

Era un universo propio y extraño, aquel mundo de los colleges y las universidades que había en Cambridge, y seguramente también en Oxford. Un centro de poder intelectual y político que engendraba ganadores de premios Nobel y hombres de Estado en cadena.

Y algunas ovejas negras de las que no estaban completamente orgullosos. Hacía un par de noches, Mai-Brit había estado en el hotel estudiando una especie de lista de celebridades que habían vivido en el mismo lugar que Newton, en el Trinity College. Para su sorpresa y, debía reconocerlo, para su mal disimulado regocijo, había encontrado los nombres de Guy Burgess, Kim Philby y Anthony Blunt, los más conocidos y notorios espías soviéticos que alguna vez fueron desenmascarados en el mundo occidental.

También había descubierto que Newton no era el único alquimista que había residido en el Trinity. John Dee, célebre ocultista del siglo XVI, hombre de Estado y filósofo, aunque también alquimista y, sobre todo, uno de los superiores de la hermandad secreta llamada la Orden Rosacruz, había pasado su juventud allí. Lo de la orden secreta había despertado la curiosidad de Mai-Brit, porque en un par de cartas y en algunas notas de Newton había encontrado algo que parecía indicar que él también había estado metido en algo similar. ¿Sería la misma orden o hermandad que la de Bacon? Tendría que investigar esa faceta de Newton con mayor detalle. A lo mejor encontraba algo entre los papeles que estaba esperando en aquel mismo momento. Si es que llegaban.

La investigadora se levantó, abandonó el portátil y se acercó a la ventana para coger un libro que había en el alféizar. Mai-Brit murmuró: «Perdón». Notó que la secretaria la miraba y volvió a su puesto.

No se fiaban de ella. La hostigaban. De acuerdo, seguramente lo hacían con cualquiera que había estado allí. Al fin y al cabo, cedían verdaderos tesoros a los visitantes. Mai-Brit se giró y paseó la mirada por la estancia, abarcándolo todo. No era grande. La sala de lectura tenía aproximadamente diez metros cuadrados y albergaba dos mesas largas con seis sillas cada una. Entre las ventanas y a lo largo de una de las paredes había una librería, también había un par de cuadros, tres puertas y el escritorio de la secretaria. Estaba situado en un lugar central, de manera que la joven pudiera vigilar constantemente a las visitas y lo que hacían. Y luego, sobre su cabeza, estaba la cámara.

Un cierto aire degradante dominaba toda la disposición y Mai-Brit sintió deseos de largarse, desaparecer por la puerta, romper aquella sensación de vigilancia que parecía presagiar un interrogatorio de tercer grado. Se acercó el diario, abrió por una página en blanco, agarró la pluma y escribió:

23 de agosto, Biblioteca del King's College, Cambridge.

Me han concedido un permiso para estudiar los libros de notas y los manuscritos alquímicos de Newton. Es decir, el archivero jefe me dijo que un Curator of ancient manuscripts todavía podía retirármelo. Ya veremos. Ahora mismo, aguardo esperanzada que me los entreguen.

Es mi última semana en Inglaterra (Finn-Erik estaba enfadado cuando lo llamé ayer; quería que volviera a casa inmediatamente). ¿Debería hacerlo, en lugar de quedarme aquí (mirando la pared)? No estoy segura de que esté priorizando correctamente.