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Primero Kitty y luego Susann. Ambas parecían estar seriamente interesadas en él. ¡Joder! ¡Qué locura! Era… era como si tuviera que encontrar la fórmula con la que verificar si un número, fuera cual fuera su tamaño, era un número primo, y al día siguiente tuviera que solucionar el problema de ciclos límite de las ecuaciones diferenciales polinómicas. Dos de los peores enigmas matemáticos del mundo.

El caso era que ambos enigmas habían sido solucionados recientemente por un indio y un sueco. Dios mío, era él quien tenía que haber… Al menos los números primos. Y había estado cerca, iba por muy buen camino cuando Mai lo abandonó. Entonces se acabó. Del todo. El muro. Durante cinco años. Y ahora ese maldito Agrawal le había adelantado por dentro. No era que Agrawal no lo mereciera, era un gran tío, muy bueno, Even había coincidido con él un par de veces, pero…

Pero bien, Kitty y Susann… ambas estaban interesadas en él… no sólo no estaba acostumbrado, sino que era una experiencia completamente desconocida.

Siempre había pensado que el día en que conoció a Mai había sido uno de esos días en que el cálculo de probabilidades estaba de vacaciones y permitió que prevaleciera el destino o la diosa de la felicidad. Que fuera a conocer a la chica más atractiva del mundo y que ella se enamorara de él, un tío abominable, estrafalario y bronco estaba, atendiendo a la probabilidad, más allá de toda razón. Que luego lo abandonara después de trece años era más acorde con la realidad.

Que siguiera insistiendo en decir que su número preferido era el trece era representativo de su lógica y su capacidad para enviarlo todo al cuerno y dejar que gobernara su obstinación. Nadie iba a contarle a él que había un número más fatal y desgraciado que otro.

En cuanto a su vida sexual y sentimental, a lo largo de aquellos cinco años que habían transcurrido desde que Mai lo había abandonado, había tenido algunos, pocos, líos. La mayoría de las veces, estaba borracho y fue con estudiantes que habían oído hablar de su genialidad, que lo admiraban como profesor y querían un polvo, casi como una muesca en el revólver.

Cuando Kitty mostró interés por él la primera vez, Even había pensado que se trataba simplemente de dos personas adultas que necesitaban dar rienda suelta a la acumulación de energía sexual. Cuando volvió a ponerse en contacto con él, Even pensó que a Kitty le había gustado el sexo y que quería un poco más antes de que cada uno de ellos retomara su camino por separado. El que ahora pareciera que Kitty se tomaba la relación más en serio de lo que él había creído que haría le obligaba a evaluar la situación a fondo. Sobre todo ahora que Susann también había aparecido en el escenario.

En el amor y la guerra el cinismo es mayor. ¿Cuál de ellas podía devolverle a las matemáticas?

Eso era lo primero que había pensado. Tenía que admitirlo. No, maldita sea, ¿cuándo maduraría? Al fin y al cabo, siempre había contemplado la amistad con Kitty como una relación amorosa en ciernes. Era un hecho. En parte porque Kitty era una antigua amiga de Mai, pero también porque, poco a poco, se había ido dando cuenta de que Kitty tenía el mismo efecto positivo sobre él que Mai. Era demasiado fuerte. Y, en cierto modo, estaba mal. Empezaba a temer que pudiera hacerle a Kitty lo mismo que le había hecho a Mai.

Y entonces ella saldría corriendo, dejándole atrás, vulnerable y sin nada más a lo que atenerse que la culpa.

Sospechaba que era este tipo de consideraciones que le habían llevado a ir hasta el final cuando Susann apareció en la arena. Se había lanzado de cabeza con una mezcla de asombro (¿qué podía ver una chica así en un viejo diablo como él?) y de culpa.

Esa maldita culpa asomaba su cabeza diabólica tanto cuando se trataba de Mai como de Kitty. Y allí volvía a aparecer la mezcla. ¿Sería Kitty o, en realidad, Mai, con quien había quedado para ir al cine aquella noche?

Cuando abandonó Londres, Even había dejado de tomar la iniciativa para que Susann y él se volvieran a ver, a pesar de que ella le había insinuado su interés. Había dejado la llave de su piso y, con la convicción de que era lo mejor, se había despedido, y luego se había olvidado de ella. Que ella le hubiera llamado, varias veces, fue una sorpresa e hizo que sintiera una repentina y maravillosa frescura en el cuerpo.

Kitty volvió a hacer sonar el claxon. Even juntó los papeles, descubrió el papel con el código postal de Vika y se lo metió en el bolsillo junto con la llave del apartado de correos. Se quedó indeciso un momento con la fórmula de Newton en la mano, preguntándose qué hacer con ella, hasta que finalmente se decidió por dejar el sobre con mucho cuidado detrás de los cojines de un sofá que ya estaba medio atestado de libros y papeles. No era, ni mucho menos, un escondite ideal, pero de momento serviría. Mañana sacaría copias de los folios y guardaría los originales en una caja fuerte.

Salió al pasillo, agarró la chaqueta de cuero y cerró la puerta con llave. Un frío viento soplaba del oeste y Even se subió la cremallera hasta el cuello. Unas horas antes había llamado a Odin Hjelm, se había disculpado, había justificado el despiste explicando que unas ideas nuevas le habían llevado a olvidarse de todo lo demás; ideas sobre Newton y bla, bla, bla. Hjelm no había tardado en serenarse y había trasladado la invitación al lunes por la noche: mañana a las dieciocho horas, cena para dos. Había repetido la dirección de Frogner, y Even recordó que era la misma calle en la que Susann le había dicho que vivía. A lo mejor debería visitarla después de la cena.

Cuando estaba a punto de colgar, Odin Hjelm recordó de pronto algo que tenía que contarle.

– Por cierto, recibí la visita de un inspector de policía, un tal Molvik, el viernes por la mañana. Es obvio que estaba investigando las circunstancias que rodean la muerte de Mai-Brit Fossen porque me hizo muchas preguntas interesándose por su trabajo, quería saber en qué andaba cuando murió. -Se produjo una pequeña pausa hasta que Hjelm volvió a hablar-: Y luego me preguntó si tú estabas involucrado en su trabajo… ¿lo conoces?

– Es posible que haya coincidido con él, pero así, a bote pronto, no me suena -mintió Even, y se dijeron «hasta pronto».

– Mucho profesor y genio, pero todavía no te has aprendido la hora -dijo Kitty en un tono de voz resignado. Se rió y le lanzó las llaves del coche-. Tú conduces.

– Pero… -dijo Even.

– Venga, adelante. -Kitty se sentó en el asiento del copiloto y esperó-. ¿Vienes? No queremos perdernos los anuncios, ¿verdad?

Even sacudió la cabeza, tomó asiento detrás del volante y puso el coche en marcha.

– ¿Adonde vamos?

– Es una sorpresa.

– Pero tengo que saber…

– Tú limítate a conducir, en dirección al centro, y aparca. Yo me encargo del resto, no te preocupes.

En el camino, Kitty le contó que tendría que irse a Sudáfrica al día siguiente junto con dos atletas que pasarían un mes entrenando allí.

– ¿Estarás fuera un mes entero?

A Even no le gustó el tonillo resentido que detectó en su propia voz. Kitty le lanzó una mirada de soslayo.

– Estaré fuera una semana. No me necesitarán más. Sólo tengo que establecer sus programas básicos de entrenamiento. En cuanto eso esté en su sitio, su entrenador personal se hará cargo del grupo. No soy una especialista, ni en carreras de 800 metros ni en lanzamiento de jabalina.

Even asintió y decidió no preguntar más. No quería que ella creyera que no podía estar sin ella.

– Por eso puedes quedarte con mi coche el resto de la semana -dijo Kitty.

Even se detuvo en el semáforo que se había puesto en rojo y miró a Kitty.

– ¿No crees que es un poco estúpido? Ya sabes que no tengo el papelito. Estoy acostumbrado a coger el autobús y, de todos modos, había pensado comprarme una bici.