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Even concentró toda su atención en la taza de café en un intento de reunir sus ideas. ¿Se tomaba a sí mismo demasiado en serio? ¿Había llegado el momento de iniciar a Kitty en otro secreto o, mejor dicho, de contarle toda la verdad, su verdad? Por cierto, ¿cuál sería la de ella? Even odiaba el proselitismo y volvió a preguntarse si lo mejor no sería irse. Por otro lado, podía contarle una de sus historias, y ver su reacción… tomárselo todo como un experimento más.

– ¿Tienes que levantarte temprano?

Kitty lo miró sorprendida.

– No, temprano no. Tengo que irme un poco antes del almuerzo y ya casi tengo hecha la maleta.

– ¿Quieres saber por qué me fui a media película?

Kitty lo miró con ojos serios, sin contestarle, y él empezó a contarle su historia. Le habló de su infancia con un padre que pareció odiarle desde el primer día. Un padre que bebía regularmente y que casi a diario le propinaba una bofetada o dos, pero, a medida que fue creciendo, también le golpeaba con un cinturón o con un aparato que más tarde Even supo que se llamaba totenschlager, un calcetín largo con una piedra en su interior.

– Necesitaba saber y controlar lo que hacíamos tanto mi madre como yo a cualquier hora y en cualquier momento. Una vez cerré la puerta de mi habitación con llave porque había encontrado una que encajaba en la cerradura y deseaba tener un poco de privacidad. Cuando volví a casa del colegio la puerta había sido forzada con una ganzúa y mi padre me estaba esperando. -Even se llevó la mano a la cicatriz al lado del ojo-. Luego tuvieron que darme algunos puntos. Fue una de las pocas veces que me quedaron marcas visibles de lo que había hecho. Solía ser bastante bueno golpeándome donde no dejaba marcas.

«Siempre negó haber fisgoneado entre mis cosas. No sé por qué, puesto que yo sabía cuándo había estado en mi habitación, a pesar de que se le daba bien no dejar huellas. Aprendí pronto a colocar mis cosas de manera que pudiera detectar rápidamente si él las había movido, si había fisgado en mis cajones, en mis bolsas, o si había tocado los papeles que había sobre mi mesa. No porque tuviera nada que ocultar, pero al menos quería saber si había estado ahí. Mantener una especie de control yo también. Me confería cierta dignidad en medio de toda aquella humillación, supongo. Sentía que le devolvía el golpe sin que él se diera cuenta. Que era más inteligente que él.

Kitty se había quedado con la taza de té pegada a la boca, sin beber. Sus ojos verdes estaban pegados a él y apenas parpadeaba.

– ¿Desarrollaste tu propio sistema secreto para controlar si alguien había fisgado en tus papeles?

– Sí. Los colocaba de manera que a él le resultara imposible ponerlos exactamente de la misma manera, porque para ello hubiera necesitado saber cómo lo hacía yo. Con el tiempo, se ha convertido en una costumbre, algo que sigo haciendo cuando dejo documentos y papeles al irme de casa o de la universidad.

Kitty asintió sin mover la mirada ni parpadear. Even se quedó un rato en silencio antes de retomar su relato.

– No acostumbraba a pegar a mamá. De vez en cuando, pero solía ser cuando yo había pasado una noche en casa de un amigo, o si estaba de colonias con el colegio. Cuando llegué a la adolescencia y crecí, los golpes se hicieron más fuertes. No tenía ocasión de hacerlo tanto, porque yo había empezado a salir más con los amigos, pero cuando me pegaba, me pegaba de verdad.

– ¿Nunca se lo dijiste a nadie? ¿Tu madre no se lo dijo a nadie?

Kitty hablaba como si le costara respirar.

– Mi madre mentía a todo aquel que pudiera llegar a sospechar algo: al médico, al profesor, a los padres de mis compañeros, y a los vecinos, que lo oían casi todo. Vivíamos en un viejo bloque de pisos con un aislamiento pésimo. Ella mentía y decía que todo iba bien. Y yo no decía nada. Creo que tenía miedo de que lo fuera a pagar ella si yo decía algo. Habría recibido una paliza de mi padre y, además, habría quedado como una mentirosa delante de todo el mundo.

Even inspiró hondo.

– Un día le devolví el golpe. Había cumplido los diecisiete y me había convertido en un chico grande y fuerte. Hacía tiempo que formaba parte de una banda del barrio. Levantábamos pesas en el sótano del bloque vecino, nos peleábamos con otras bandas, robábamos cervezas y tabaco, hacíamos gamberradas y nos enseñábamos trucos de combate. Cuando mi padre me pegó, de pronto le devolví el golpe y descubrí el miedo en sus ojos. Fue como apretar un botón en mi cabeza, hizo clic. Le golpeé y le pateé y le di cabezazos hasta que la sangre le salió a borbotones y mamá gritó y se interpuso entre nosotros. Entonces me fui y en realidad no volví jamás. Me mudé. Me fui a vivir a una casa okupa en la calle Pilestredet, no muy lejos de donde, más tarde, se establecería la casa Blitz y… bueno, entonces entré en una pandilla que luego empezó a formar parte del ambiente de Blitz.

Kitty dejó la taza sobre la mesa, con mucho cuidado, como si se tratara de porcelana china.

– ¿Qué le pasó a tu padre?

– Le rompí la mandíbula y estuvo de baja un par de meses -dijo Even, evitando levantar la mirada. De pronto se le habían ido las ganas de seguir contando su historia. Esperaba que Kitty hubiera tenido bastante.

– ¿Qué le pasó a tu madre?

«Que qué le paso a mi madre, dice. Tiene que saberlo todo, tiene que meter las narices en toda esa mierda, esa maldita…»

– Ella… -Even se miró el puño que descansaba sobre la mesa fijamente. Lo había cerrado y las venas de la mano se marcaron azules y palpitantes contra la piel. Nevé elsker kiv, a Nevé le gustan las broncas. El odio y la maldad se concentraban en aquel puño, la herencia del padre estaba en aquel puño. El que había aplastado el cráneo…-. Murió. Pocos días antes de volver al trabajo mi padre se emborrachó como un cerdo, se volvió loco y le pegó hasta quitarle vida. Los vecinos oyeron el escándalo, mis padres hacían más ruido que de costumbre, y llamaron a la policía. Enviaron una patrulla y encontraron a mi madre tirada en el suelo en medio de un charco de sangre y a mi padre en la cama, durmiendo. Tenía sangre de mi madre en los nudillos y en la camiseta. Uno de mis amigos de la calle fue a buscarme al centro y llegamos justo cuando apareció la policía. Mi madre estaba inconsciente y murió al día siguiente. Sufrió demasiadas lesiones en la cabeza, dijo el médico. Dijo que era mejor así, porque de haber sobrevivido, se habría convertido en un vegetal. -Even levantó la mirada-. No dijo vegetal, pero era lo que quería decir.

Pasó un camarero y Even pidió un whisky. Necesitaba algo que pudiera eliminar las náuseas. Kitty sacudió la cabeza, ella no quería nada. Even esperó a que volviera el camarero con la copa antes de proseguir.

– El juez no tuvo ninguna duda. Le metió quince años al cerdo. -Even tomó un sorbo y miró el líquido con una mirada concentrada-. Tenían que haberle caído veinticinco, o treinta, o cadena perpetua. No era una persona que se pudiera soltar entre la gente de nuevo. -Even vació la copa con un golpe de cabeza y miró por la ventana-. No volví a verle más desde que abandoné la sala de juicio, nunca volví a hablar con él. Su médico, un sueco, se puso en contacto conmigo varias veces para convencerme de que le visitara, sobre todo justo antes de que muriera; pero siempre me negué. No podía, no tenía las fuerzas suficientes para hacerlo. No veía la necesidad ni la justificación. Y ahora sólo siento alivio de que se haya ido. Que esté muerto. -Even se quedó callado un rato antes de sonreír con cierta maldad-. Y puedo asegurarte que no está sentado a la misma mesa que Jesús. La temperatura es muy distinta allí donde está él. -El vaso golpeó contra la mesa con un estallido y Even miró a Kitty directamente a los ojos-.Y, desde luego Jesús no asumió su culpa, puedo jurártelo. Su culpa era demasiado pesada.