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– Quédate quieto -dijo Kitty y le puso una tirita en la herida-. Uno de los entrenadores de la escuela superior lo tiene, me refiero al cinturón negro de karate. Nos dio un par de cursos a los demás y luego yo he estado entrenando con él por mi cuenta. No tengo ningún cinturón, ni amarillo ni morado ni de ningún otro color del arco iris, pero he aprendido un par de cosas.

– ¿Como por ejemplo?

– Bueno, pues verás. Por ejemplo que los hombres a menudo olvidáis protegeros vuestro punto más débil.

– Oh, ¿de verdad? -dijo Even irónicamente, llevándose las manos a la cabeza.

– No, no me refiero a esa cabeza, sino a la otra.

Even sintió náuseas y se mareó; tenía la cabeza como un bombo y su cerebro se había retorcido cuarenta grados impidiendo que sus pensamientos encontraran la manera de salir.

– Ven, vamos a dar una vuelta; necesitas aire fresco y movimiento.

Kitty lo ayudó a levantarse del sofá con cuidado y lo empujó suavemente a través de la puerta hacia el apacible aire primaveral. Rodeó su cintura con el brazo y empezaron a andar lentamente en dirección al mar. La cabeza de Even pareció perder un par de kilos de peso al aire fresco.

– Nunca pego a las mujeres -dijo Even.

– ¿A qué te refieres?

Kitty se detuvo y lo miró confusa.

– Antes me preguntaste por qué no había pegado a la chica que me atacó. No puedo.

Kitty lo cogió del brazo y avanzaron por la playa, como un viejo matrimonio, en dirección al bote.

– Después de que mi madre muriera…

Even se palpó los bolsillos con la esperanza de encontrar un cigarrillo pero sabía que era inútil.

– ¿Quieres que salgamos en barco? -preguntó Kitty-. Los remos están en el bote; vivo en una zona libre de robos.

Even contestó empujando el bote al agua. Kitty soltó las amarras y saltó dentro, Even la siguió y se dejó caer en la popa.

– Me niego a ser como él, ese cerdo asqueroso -murmuró y se llevó la mano a la oreja. De pronto se sentía aturdido-. Estoy dispuesto a desafiar la ley y a Newton, y dejar que la herencia desaparezca conmigo en la tumba, maldita sea.

Kitty lo miró sin decir nada, agarró los remos y dejó que el bote se deslizara sobre aguas tranquilas.

– Dejar que la herencia acabe en la tumba -dijo Even, como si se tratara de un mantra.

Kitty dejó los remos y controló el cabo antes de arrojar el ancla al agua.

– Venga -dijo, golpeando la proa con una mano-. Podemos echarnos aquí.-Soltó un par de tablas del costado del bote, las enganchó en la borda ampliando así el banco y convirtiendo toda la proa del bote en un somier de láminas anchas y muy separadas. De un saco que había en la popa del barco sacó una manta y la extendió sobre las tablas, se echó boca arriba y suspiró en dirección al cielo estrellado.

Even se echó a su lado con cuidado; cualquier movimiento violento tenía sobre su cabeza el efecto de los golpes de una taladradora neumática. Su mirada se perdió en la oscuridad.

Allí, en medio del agua, donde las luces de la ciudad no podía alcanzarlos, el cielo era omnipotente. Las estrellas se distribuían como una moqueta sobre el cielo y Even volvió a pensar en Mai y los viajes a Rendalen. Habían pasado infinidad de noches sentados en la loma delante de la cabaña mirando al cielo, señalando e identificando planetas y constelaciones. Era Mai quien sabía de estas cosas. El se sabía la teoría, los números, ella encontraba las estrellas, señalaba lo que se escondía detrás de los números de él. Sin embargo, él aprendió.

Encontró la Osa Menor y la Osa Mayor, o mejor dicho, el Carro de Carlsberg (siempre se había imaginado a Tor y a Odín montados en el carro con una cerveza danesa en la mano), y la constelación que serpenteaba entre ellas: el Dragón. Y luego estaba el denso racimo de estrellas en los confines de la Vía Láctea, la constelación que nunca recordaba… ¿Casiopea? Siguió una línea desde la Estrella Polar, a través de Mizar (que sabía que, en realidad, era una estrella doble), de la Osa Mayor y bajó hacia el este hasta alcanzar Espiga, una de las estrellas más cálidas del firmamento.

– Hubo un tiempo en que soñé con ser astrónomo -dijo en voz baja. Aquel terrible martilleo en la cabeza se mitigaba si hablaba en voz baja-. Cuando tenía diecisiete años. Estaba echado en el tejado de una casa que habíamos ocupado, mirando hacia la inmensidad de las estrellas y pensando que el profesor tenía razón. Era verdad que había una infinitud, imposible de contabilizar, tantas como granos de arena en la playa. Supongo que no me lo creí cuando lo dijo. Sonaba a tópico, un truco pedagógico para ayudarnos a entender lo ininteligible, comparando una irrealidad con otra. Sin embargo, estando allí echado, en el tejado, seguramente algo colocado por un porro o lo que fuera, entendí el infinito. Me pasé toda la noche con la mirada perdida en la eternidad, con pensamientos que nunca antes había tenido con tanto detalle.

– ¿En qué pensaste, pues? -dijo Kitty quedamente.

– Bueno, pues en Romer, que utilizó un eclipse solar en una de las lunas de Júpiter para calcular la velocidad de la luz. En las elipsis de Kepler, en el número disparatado de 600 millones de toneladas… De hecho, fue aquella noche cuando de pronto entendí la ecuación de tercer grado. No es que no supiera calcular una ecuación de tercer grado, pero de pronto me pareció evidente, como una parte del todo universal, y sentí que estaba listo para adentrarme en las matemáticas, como si hubiera llegado a una cognición, como si hubiera cruzado una frontera importante.

Even se quedó callado, como si hubiera dicho algo estúpido. Kitty tanteó la oscuridad buscando su mano.

– ¿600 millones de toneladas…?

– Eh… es la cantidad de hidrógeno que el sol consume por segundo.

– Ah, sí… es una locura.

Se quedaron un buen rato echados sin decir nada y sin moverse. Kitty se incorporó apoyándose sobre el codo y miró a Even.

– ¿Duermes? No te puedo ver en la oscuridad. -Estaba pensando en una historia que me contó una vez un colega inglés -dijo Even-. De ti y de mí. -No me digas.

– Sí, de un médico y un matemático. Estaban de vacaciones en Escocia junto con un tercer amigo, un astrónomo. Cuando hubieron cruzado la frontera, miraron por la ventanilla del tren y vieron una oveja negra en medio de un campo. «Qué raro -dijo el astrónomo-. Todas las ovejas son negras en Escocia.» -Even se rió para sus adentros, esta parte era la que más le gustaba-. Entonces el médico resopló y dijo: «Vaya estupidez. Vemos que algunas ovejas son negras en Escocia». Eso hizo que el matemático pusiera el grito en el cielo y precisara: «Lo que sabemos es que en Escocia hay al menos un campo en el que pasta al menos una oveja que es negra al menos por un lado. Más no sabemos».

Kitty se rió cordialmente y Even pensó que aquella noche, la gente a lo largo de la costa se dormiría al son de una música deliciosa: el rumor de las olas y las risas.

– ¿Están vivos tus padres? -preguntó Even.

– Sí y no. Mi madre murió hace ocho años de cáncer, una semana antes de jubilarse. Mi padre sufrió un ataque al corazón hará ahora un par de años. Vive en un geriátrico donde lo cuidan muy bien. -Kitty miró hacia la noche-. Está vivo.

– ¿Qué hacía tu padre?

– Era oficial del ejército, coronel.

Even soltó un gruñido, y Kitty le preguntó ofendida:

– ¿Qué tiene de malo?

– Nada en especial, sólo que este tipo de gente tiene cierta tendencia a creer que el uniforme les da derecho a mangonear a los demás, que son los elegidos, los gobernantes. Pero… -Even intentó moderarse-. La policía es peor.

– ¿Qué diablos te pasa? -exclamó Kitty, irritada-. ¿Acaso la policía se comió tus golosinas cuando eras pequeño, para que ahora te creas en el derecho de patearles constantemente?