Even miró hacia la Estrella Polar. ¡Cuántas veces había deseado poder perderse en el espacio metido en un cohete!
– ¿No te lo dije? -murmuró-. ¿No te conté que mi padre era policía? Creí habértelo dicho. Que su deber era proteger a los demás.
Kitty no contestó.
– Lo era.
Capítulo 55
Even se despertó con un terrible dolor de cabeza. Kitty dormía encogida contra su barriga, envuelta en un enorme pijama. No habían hecho el amor antes de dormir; ninguno de ellos estaba de humor, ni tampoco en condiciones para hacerlo. Even había descubierto que Kitty había recibido un golpe del bate en la cadera y un enorme morado la obligaba a dormir sobre el costado derecho.
Salió de la cama con mucho cuidado y se fue de puntillas a la cocina. Encontró un Distril y se lo tragó con ayuda de un vaso de agua. Luego se vistió, escribió «buen viaje» en un trozo de papel y salió a por el escarabajo.
Una ligera llovizna dejaba franjas en la pintura roja cuando las pequeñas gotas de agua se juntaban y rodaban vacilantes, milímetro a milímetro, por los guardabarros curvos. Even se detuvo en una estación de servicio, llenó el depósito y se compró un bollo y un café. La chica detrás del mostrador evitó mirarle la cara magullada y él se zampó el desayuno en el coche antes de seguir la marcha.
A las nueve y diez entró en la estafeta de correos de Vika, donde le dijeron que se había equivocado de dirección. La sección de apartados de correos se encontraba a la vuelta de la esquina. Even salió, giró a la derecha y atravesó un vestíbulo revestido de mármol; al fin y al cabo estaba en la zona oeste, la zona alta de la ciudad; pasó por delante de los ascensores y de una escalera, cruzó una puerta, saludó con una inclinación de cabeza a un funcionario de correos o, mejor dicho, a un «Asesor», como podía leerse en el letrero que había sobre el mostrador, y se dirigió a la sección de apartados de correos. Había muchos, quince o veinte metros de filas, arriba y abajo, y por todas las esquinas. Y eran azules; siempre había creído que en Correos sólo existía el color rojo. Se adentró lentamente en el paisaje de apartados de correos, vigilando la numeración a su paso. Un azul plomizo, como el del cielo antes de una tormenta, pensó, y sacó la pequeña llave del bolsillo; 1277, ponía a su derecha. Luego 1380 y 1498. Aparecía en números blancos sobre la cerradura. Even se acercó. Se detuvo en el rincón más apartado. Los números del 1600 aparecían en hileras como nubes cuadradas en el sueño del cielo de un matemático. El 1649 estaba en la parte superior y Even buscó entre los apartados con la llave extendida como una espada. Se detuvo ante uno de la hilera inferior, allí, el 1642, y vaciló un momento. De pronto no estaba seguro de querer seguir adelante.
¿Estaría demasiado obsesionado con Mai? Ella ya no estaba y él no podía devolverla a la vida. Había pensado en ello esta noche, antes de quedarse dormido. Había estado echado en la cama, sintiendo la respiración serena de Kitty en la nuca, sintiendo su brazo sobre el pecho. Todavía le quedaba una vida por vivir, una vida que empezaba a tener… sentido, una dirección, si era capaz de dejar atrás el pasado, de olvidarlo.
1642. Los números en el letrero tenían un forma bonita, eran grandes, nítidos. El año de nacimiento de Newton. La suma transversal era 13, su número. Es decir, era cuatro, naturalmente, pero… Introdujo la llave; sabía que si no averiguaba lo que Mai quería mostrarle le perseguiría durante el resto de su vida.
Dentro del apartado de correos había un paquete envuelto en papel marrón. Llevaba cinta adhesiva alrededor y una etiqueta blanca en la que aparecía la dirección postal del destinatario: Mai-Brit Fossen, Apartado de correos 1642, N-0119 Vika. Los sellos y un par de matasellos indicaban que el paquete había sido enviado desde Oslo. Even cogió el paquete, cerró el apartado de correos y se fue.
Capítulo 56
De camino a casa se detuvo en un supermercado y compró un paquete de seis cervezas y un rollo de galletas de chocolate; de pronto le habían entrado ganas de comer algo dulce, como si eso pudiera calmar sus nervios. Se sentía más tenso y febril que cuando estuvo en Londres, sin saber muy bien por qué. A lo mejor se debía a todas aquellas preguntas que surgían sin parar en su cabeza. ¿Qué había sido colocado antes: el paquete de Londres o el paquete del apartado de correos? Por lo que había podido ver de pasada en el matasellos, este paquete fue enviado en septiembre. ¿Por qué Mai no lo había dejado todo en un mismo lugar? ¿Sería porque quería minimizar las posibilidades de que alguien lo encontrara? ¿Diversificar el riesgo? ¿A lo mejor aquel paquete contenía los dos folios que faltaban de la fórmula de Newton?
Even aparcó delante de su casa adosada, entró, y cuando estaba a punto de dejar el paquete sobre la mesa del salón, se quedó helado. Algo estaba mal. Se volvió lentamente y echó un vistazo al salón antes de dirigirse hacia el sofá y retirar el cojín de un manotazo. Con un suspiro de alivio comprobó que el sobre con la fórmula de Newton seguía allí. Le dio al interruptor de la luz, volvió a la mesa de trabajo y se inclinó para ver de cerca el borde de un par de folios. No había duda, alguien había estado en la casa. O estaba.
Even se fue a la cocina sigilosamente y, una vez allí, agarró el cuchillo más grande que encontró. Lo sostuvo delante de su cuerpo como un arma mientras recorría la casa de puntillas, inspeccionando todos los rincones. Estaba vacía. Al llegar a la puerta trasera obtuvo la respuesta a cómo había entrado el intruso. Un círculo perfectamente redondo se dibujaba en el cristal, no muy lejos de la cerradura de golpe. El cristal había sido cortado con una punta de diamante, y seguramente lo habían sujetado con una ventosa; después habían retirado el cristal, habían metido una mano y habían abierto la puerta desde dentro. Al abandonar la casa los intrusos habían vuelto a colocar el cristal en el agujero y lo habían fijado con cinta adhesiva transparente. Un trabajo profesional. Si no hubiera descubierto que alguien había tocado algo, es poco probable que hubiese notado que habían manipulado la puerta.
Even repasó la casa minuciosamente, primero para ver si había desaparecido algo, luego para verificar si habían tocado las instalaciones eléctricas, si habían colocado algún sistema de escucha o algo que pudiera causarle problemas. No encontró nada, bien porque no había nada que encontrar, o bien porque era un aficionado; sencillamente no sabía dónde y qué buscar.
Se quedó un momento indeciso con el móvil en la mano, sopesando pros y contras.
– No, voy a hacerlo -acabó murmurando y marcó el número que le habían dicho que jamás apuntara en ningún sitio.
Abrió la puerta trasera y salió al jardín; se sintió ridículo cuando se dirigió al rincón más alejado y se ocultó entre los groselleros.
Una mujer cogió el teléfono y Even preguntó por Jan Johansen.
– ¿El teniente coronel Johansen?
– Sí.
– Un momento.
Un hombre dijo «hola» en un tono bonachón. Even se presentó.
– Soy profesor en la Universidad de Oslo y estuve en contacto con el servicio de inteligencia del ejército y tu sección hará unos ocho o nueve años con relación a un nuevo sistema de encriptación que desarrollé. Traté sobre todo con un tal Dahl-Hansen.
– Sí, sí, lo recuerdo -gruñó benevolente Johansen-. Dahl-Hansen se ha jubilado. ¿Tienes nuevas ideas que quieres presentarnos?
– No -dijo Even, tocándose el tabique nasal-. Cuando en su día me contratasteis firmé un acuerdo de confidencialidad de máximo nivel, me aleccionasteis solemnemente sobre el artículo que regula la traición a la patria o lo que fuera aquello, y me informasteis de la responsabilidad que conlleva un trabajo de carácter secreto como el que yo había desarrollado. Probablemente sea el único fuera del ejército que conoce el sistema de encriptación que usáis, así que es normal que el servicio secreto se preocupara de que yo entendiera la gravedad del asunto. Sin embargo… -Even hizo una pequeña pausa para asegurarse de que el otro le prestaba toda su atención-, también me advertisteis que debía ponerme en contacto con el servicio de inteligencia si alguna vez me sentía vigilado o amenazado, o si me encontraba en una situación que amenazase nuestro secreto compartido.