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Con el tiempo se había ido haciendo más difícil dilucidar cuánto había de fantasía y cuánto de realidad en la historia. ¿Y qué más daba? La historia, la leyenda, decía algo de la fascinación inherente al mundo de los números. ¿Qué persona normal dedicaría sus últimas horas de vida a los números y las ecuaciones? ¿Se recluiría a solas, papel y pluma en mano, en lugar de reunirse con las personas amadas, con la familia necesitada de consuelo y los amigos que le hubieran podido dar esperanzas?

En una ocasión, en sus años mozos, Even había descrito el poder de los números como un encantamiento, algo de lo que podría escapar en cuanto quisiera, o al menos en cuanto conociera a la princesa ideal. No sabía si había sido un ingenuo o demasiado astuto. Cuando conoció a la princesa, la mujer incontestablemente ideal, ella no rompió el hechizo. Sobre todo porque él nunca le había dado la oportunidad de hacerlo, no lo deseaba. En cambio, la convirtió en una herramienta de su mundo, un elemento con el que mejorar sus posibilidades en el universo mágico de los números. Se volvió imprescindible para él.

Sin embargo, ella había descubierto sus intenciones, y lo había abandonado. Aunque le prometió que…

Tenía que preguntárselo a sí mismo: ¿había cumplido con su parte del acuerdo? ¿La había protegido? ¿Había estado dispuesto a crear una complicidad, un universo común despojado de secretos?

No, lo último desde luego que no. Por la simple razón de que era imposible. ¡Si le hubiera hablado de la podredumbre, el recelo, las batallas, la sangre…! Ella se habría ido. Sin duda, ¿quién no lo hubiera hecho? Y si no se hubiera ido, se habría quedado por compasión. ¡Él no necesitaba de su compasión, maldita sea!

Lanzó la última botella en dirección a la papelera, falló el tiro por medio metro y estrelló el puño contra la pared con todas sus fuerzas. ¿Qué era lo que la había atrapado la semana pasada, qué era lo que la llevó a elegir la muerte y así alejarse de los seres queridos?

Even se movió en la cama y profirió un gemido. Se frotó los ojos y se pasó la mano por la cara, notó cómo le picaba la barba. Consideró el tiempo que tarda un músculo en reaccionar a una descarga eléctrica, la posibilidad de estrellar la cabeza contra la pared hasta que el cerebro se apagara. Ya no le quedaban fuerzas para pensar. Miró hacia el reloj del televisor: las 20:47. Más números primos. Hora de números primos. Un tiempo para la locura. Dirigió la mirada al techo, esperando que pasara. El tiempo. Decidió bajar a la calle y buscar algún sitio donde cenar algo. Y beber.

Cuando estaba saliendo de la habitación, se metió la carta de Mai en el bolsillo para leerla por última vez antes de acostarse, leerla por ahí, en la ciudad donde había sido escrita.

Capítulo 9

– It was here -dijo el inspector Bonjove, señalando con un dedo con la manicura hecha.

Era un hombre joven, tal vez de unos treinta y cinco años, vestido impecablemente con un traje hecho a medida y una autoridad innata. Habían convenido que hablarían en inglés, pero Even no tardó en arrepentirse, pues el hombre tenía un acento tan marcado que hubiera sido preferible dejarle hablar en francés directamente, evitando los vocablos ingleses. El inspector se detuvo y volvió a señalar con su dedo.

– Se sentó debajo del parasol. La bala se introdujo en la pared, al lado de la ventana. Pidió un capuchino, que se derramó por… -Agitó los brazos, buscando la palabra en inglés hasta que, poniendo mucho énfasis, señaló las bastas losas de cemento con la punta del pie- cuando se desplomó, y arrastró la mesa en la caída.

El café se encontraba en una calle lateral cerca del Sena. Ahora, en primavera, cuando la nieve de las montañas del sureste se había derretido, el nivel del agua era tan alto que se vislumbraban los techos de los alargados barcos turísticos que seguían navegando por sus aguas, incluso en un día desapacible del mes de marzo como aquél. El café se extendía por una pequeña plaza y por la acera para captar a los transeúntes. Ahora mismo sólo estaban ocupadas un par de las mesas de la terraza. Even había metido las manos en los bolsillos de sus chinos, estaba temblando. Mai había llegado por la acera, a pasos largos, como de costumbre, con ese andar tan peculiar que le daba un aire aniñado y encantador; había mirado a su alrededor; había asentido, decidió que ése sería el café: aquí se tomaría su última taza de café. Even se frotó la nuca. ¿Qué la llevó a decidirse por éste, precisamente?

– ¿Murió al instante? -preguntó.

– La bala atravesó la cabeza oblicuamente y salió por la parte posterior.

El inspector posó tres dedos sobre su pelo negro y brillante de gel para mostrarle exactamente por dónde. El cerebelo, pensó Even. La médula espinal. Cortó el sistema nervioso central.

– ¿Le hicieron la autopsia?

El inspector miró a Even.

– ¿Para qué?

– A lo mejor comió o bebió algo que la hizo reaccionar de forma irracional. Pastillas. Drogas.

Bonjove vaciló un instante antes de encogerse de hombros y bajar las comisuras de los labios en una mueca muy francesa, como diciendo: ¿Y qué? Estaba muerta. Se pegó un tiro ella misma. No había duda. Si la causa habían sido las penas de amor o la cocaína, no era asunto de la policía. Ellos consideraban el caso como cerrado. Aunque…

– ¿Llegaron a iniciarla? -preguntó Even, dándole continuación a sus pensamientos.

– Pardon? -El inspector no sabía de qué le estaba hablando Even.

– La investigación. Si usted y sus hombres consideraron alguna vez el caso como algo digno de investigar. Quiero decir, investigar de verdad.

El inspector retiró una silla y se sentó. Un hombre ya mayor con mostacho y barriga colgantes se acercó a ellos resoplando.

– Ah, inspecteur. Ha vuelto. ¿No podía vivir más sin mi calvados?

Bonjove le presentó al propietario del bistró a Even. El mostacho colgante le dio el pésame, a la vez condolido y curioso. «Parece una morsa», pensó Even al recibir una jovial palmada en el hombro. El hombre se fue a por los dos calvados que el inspector le había pedido sin antes consultárselo a Even.

– Hay cientos de suicidios en París cada año -dijo Bonjove, dirigiendo la mirada al tráfico de la calle, el sempiterno torrente de coches, bicicletas y motos, incluso allí, en una estrecha calle secundaria-. Sólo en los arrondissements de la orilla izquierda hubo más de cincuenta el año pasado. Es limitado el tiempo que podemos invertir, aunque…

– En este caso, no se trata de un suicidio al uso -le interrumpió Even-. Ni siquiera para los estándares parisinos.

– Es cierto, tiene razón. Como estaba a punto de decirle, no se trata de un suicidio común. -El inspector Bonjove miró fijamente a Even-. Usted es su ex marido, ¿verdad?

Even asintió con la cabeza.

– ¿Por qué ha venido? ¿Qué está buscando?

El mostacho de morsa llegó con las copas y Bonjove insistió en que Even probara el calvados antes de responder. El fuerte sabor a manzana se posó en su lengua, se deslizó cuello abajo, para luego abrirse camino, ardiente y plácido, hasta el estómago. Even asintió y vio por el resquicio de la puerta corrediza que la Morsa sonreía satisfecho. Se sacó la carta del bolsillo, la desdobló y la dejó sobre la mesa.

– Mai escribió una carta -dijo-. Una carta de despedida a su marido y a los niños. Pero también se dirige a mí. A mí, que desaparecí de su vida hace cinco años y medio.