Even probó el vino y le pareció bien, ni demasiado agrio ni demasiado dulce.
– Está bien -dijo, y vació la copa de un trago para demostrar su adaptación al entorno rústico.
– Es peligroso no cuidar las papilas gustativas, luego lo pagan el humor y la alegría de trabajar, y te arriesgas a volverte melancólico y a perder la energía. -Hjelm probó la salsa y cogió una pizca de sal, la echó en la cacerola, removió y volvió a probarla-. Lo dijo Brillat-Savarin, el conocido filósofo gastrónomo francés. -Hjelm observó la salsa y le pasó el cucharón a Even-. ¿Serías tan amable de remover la salsa mientras yo bajo al sótano a por un vino más adecuado? Creo que tengo un vino italiano para cazadores, que es precisamente lo que necesitamos. -Even aceptó el cucharón y vio que Hjelm se sacaba una llave del cuello de la camisa al salir al pasillo. Se oyó una llave girar en una cerradura y pasos traqueteando escaleras abajo. «¿Guardará un tesoro en el sótano?», se preguntó Even, y dejó el cucharón sobre la mesa antes de servirse una copa de vino más. Desde la ventana podía ver la calle e intentó adivinar en qué casa viviría Susann Stanley. El número dieciséis, había dicho. Hjelm vivía en el número once; debía de ser la casa roja de dos pisos al otro lado de la calle, donde había coches en la entrada.
¡Maldita sea! ¡Mierda! Even dejó la copa para no arriesgarse a romperla de pura irritación. Había olvidado llamar a Susann a pesar de prometerse que lo haría. En realidad, era extraño que ella no hubiera vuelto a intentar llamarle a lo largo del día. O… ¿tal vez se había cansado de intentarlo al no recibir ninguna respuesta y había pasado de él?
¿Debería hacerle una visita de camino a casa, tal vez quedarse a dormir con ella? Habría sido una solución práctica; tenía la sensación de que acabaría bastante borracho después de la cena con Hjelm.
Agarró la copa y le dio un buen sorbo. Luego se apoyó en el marco de la ventana mientras se enjuagaba la boca con el vino.
Tras la visita frustrada a la oficina de correos, Even había vuelto a casa y había recogido la fórmula de Newton y los papeles de Mai, había alquilado una caja fuerte en el banco más cercano y se había sentido aliviado, casi excitado, por tenerlo todo bajo llave. Luego se había duchado y se había vestido, había estudiado el rostro azul amarillento en el espejo y había conjeturado lo que diría Hjelm sobre su aspecto. Para su sorpresa el editor no le había dado a entender, ni con su actitud ni con la mirada ni con palabras, que hubiera detectado algo extraño en el rostro de Even.
Los escalones cedieron, la puerta del sótano se cerró y la llave giró en la cerradura, y Hjelm entró en la cocina a trompicones, con su desequilibrio habitual. Volvió a meterse la llave debajo de la camisa.
– ¿Qué tal va esa salsa…? ¡Oh! -Miró a Even, que seguía de pie delante de la ventana, de reojo -. Bueno, supongo que está bien. -Dejó la botella de vino sobre la mesa, removió un poco en la cazuela, echó un vistazo a las patatas en el horno y abrió la botella que había traído del sótano-. ¿Te he dicho que finalmente será alce? El carnicero tenía una pieza tan buena y tierna que podía cortarse sólo con la mirada. -Dio un sorbito al vino destinado a la ternera y le echó una mirada rápida a Even-. ¿Qué es lo que te fascina de Newton?
Even miró de reojo su imagen reflejada en la ventana para verificar si se estaría delatando. Qué pregunta tan ingenua. Echó un trago profundo y ávido al vino antes de contestar.
– La genialidad, la capacidad para ver detrás de los números, de ver las posibilidades de nuevas constelaciones, de hacer cosas de las que nadie era capaz en el mundo entero. El veía el mundo como un enorme jeroglífico que tenía que resolver. Y, de hecho, resolvió buena parte del jeroglífico, una parte enormemente importante. Gracias a él la ciencia dio un salto cuantitativo.
– Pero ¿realmente su genialidad era tan especial? -Hjelm lo miró de reojo desde la mesa donde seguía cortando brócoli en pequeños ramitos-. ¿No sería más bien que se tomaba su tiempo y que luego llegó a un par de soluciones por casualidad?
Even se rió; aquí le llegaba el castigo por su actitud condescendiente ante la comida y el buen vino. Su estimación por Hjelm subió.
– Bueno, además de hacer comprensible el universo, explicar los movimientos de los planetas alrededor del sol, el de la luna alrededor de la Tierra, la pleamar y la bajamar, las órbitas de los cometas, dar respuesta a algunas de las preguntas más complejas sobre las que se llevaban milenios reflexionando, todo por arte de magia si quieres, permíteme que te cuente una pequeña historia que te dará una idea muy exacta de su talento. -Even bebió antes de continuar-. A un matemático contemporáneo de nombre Bernouilli le gustaba inventarse enigmas y problemas para que sus alumnos y amigos, o él mismo, los resolvieran. En 1696 hizo la siguiente pregunta: Tengo dos puntos, A y B, que mantienen cierta distancia y diferencia de altura entre sí. Creo una vía de la A a la B y dejo que un cubo se deslice por la vía sólo con la ayuda de la fuerza de la gravedad. ¿Qué camino debe recorrer el cubo para alcanzar el tiempo de deslizamiento más corto?
Hjelm escuchó atentamente mientras metía el brócoli en un tarro de cristal y después empezó a cortar las setas.
– Ningún alumno ni ningún colega parecía capaz de resolver el problema, por lo que Bernouilli decidió enviárselo a algunos de los matemáticos más ilustres de Europa, entre ellos, a Leibniz. Pero tampoco ellos fueron capaces de resolverlo. -Even hizo rodar el vino en la copa, observó el juego de la luz en el rojo-. Las malas lenguas dicen que Leibniz, que en realidad era un hombre simpático y tranquilo, propuso, con una sonrisa malévola en los labios, que le enviaran el problema al «gran Newton», probablemente para que Newton se encontrara entre la espada y la pared, como lo habían estado tantos otros. Newton, que por entonces acababa de asumir el puesto de maestro de la Real Casa de la Moneda en Londres, tenía muchos problemas con los que pelearse en el trabajo, pues el anterior maestro de la moneda había desatendido gravemente sus funciones.
»El día que recibió la carta con el enigma volvió a casa agotado ya muy avanzada la tarde. Su sobrina, Catherine, que por entonces vivía en su casa, había dejado la carta de Bernouilli sobre la mesa. Newton la abrió, leyó la adivinanza y decidió ignorar el desafío. La cabeza y el cuerpo del matemático de cincuenta y cuatro años estaban demasiado cansados y guardó la carta. Sin embargo, después de la cena, empezó a picarle la curiosidad y pronto le superó la ambición. Tomó asiento en el banco de trabajo, pertrechado de papel y pluma, y encendió una lámpara. Llenó un folio detrás de otro con cálculos y pronto llegó la medianoche. Catherine le dio las buenas noches sin recibir una respuesta y la joven se acostó. Las horas pasaron. Se hicieron las dos y las tres. Por fin, Newton enderezó la espalda rígida y miró satisfecho el papel. Eran las cuatro de la madrugada y había resuelto el problema.
– Jesús! ¿Es eso verdad? -dijo Hjelm impresionado, e hizo una mueca afrancesada que a Even le recordó al inspector Bonjove-. ¿Consiguió resolverlo en doce horas, mientras que los demás tuvieron que rendirse? -Abrió el horno y sacó una fuente con patatas cortadas en láminas-. Bueno, ya puedes sentarte a la mesa y ahora mismo serviré la cena.
La salsa, la carne, las patatas, la ensalada, el vino, todo estaba exquisito. Even notó cómo sus glándulas gustativas se estremecían de placer.
– Son pommes Anna -dijo Hjelm y se sirvió una nueva ración de patatas-. Le deben su nombre a Anna Deslions. Era una cortesana francesa, tan deseada que el famoso Café Anglais de París instaló un salón para ella donde poder recibir a sus visitas exclusivas: reyes, príncipes y nobles. En el salón habían colocado lo más importante, una cama, una chaise longue y una mesa que siempre estaba dispuesta para dos. El cocinero del lugar estaba tan contento de que Anna Deslions atrajera a tantos famosos de toda Europa al restaurante que llegó a crear nuevos platos con su nombre. Las pommes Anna que estás degustando ahora son uno de ellos.