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Even espetó un pedazo de seta con el tenedor y lo sostuvo en alto.

– ¿Por qué estás interesado en Newton?

Hjelm lo miró de reojo antes de sonreír divertido.

– Los secretos. Su personalidad, con todas sus contradicciones. Fue un ser humano único y, a su vez, tan típicamente inglés. -Hjelm dejó el tenedor sobre el plato y agarró la copa-. A propósito de lo típicamente inglés, a veces creo que Inglaterra es uno de los pocos países modernos y civilizados que ha conseguido hasta tal punto mantenerse resguardado que podrá conservar sus tradiciones a través de los siglos, si así lo desea. Sin embargo, la nación se las ve para encontrarse a sí misma. Fíjate, por ejemplo, en el tráfico. Los ingleses son los únicos en todo el mundo que insisten en seguir conduciendo por la izquierda de la calzada, ellos y las naciones que estuvieron sometidas a la protección paternal del Imperio. Y entonces pensamos que su terquedad debe de estar asentada profundamente en sus genes, ¡pero no! -Hjelmm sonrió ampliamente y bebió del vino-. No es más que simple tozudez. Míralos cuando andan por la acera, pasan por la derecha de la gente, lo mismo que nosotros. O si quieres un ejemplo más claro, fíjate en la manera en que funcionan las escaleras mecánicas. Suben por la derecha, tal como lo hacemos en el resto del mundo. ¿No crees que eso es como cavar tu propia tumba?

– Hace algunos años, un buen amigo mío -dijo Even-, un matemático inglés, fue el invitado de honor de un banquete en Oslo. Durante la cena de gala, cuando la conversación corría de un lado a otro por encima de la mesa, le preguntaron por qué los ingleses seguían insistiendo en conducir por la izquierda. Entonces él contestó que, de hecho, había planes para cambiarlo. A modo de prueba, y para ver qué tal iba, se decidió que primero se dejaría que el tráfico pesado condujera por la derecha.

De pronto Hjelm, que acababa de beber un sorbo de vino, se rió y el vino salió disparado por su nariz.

– Vaya por Dios -hipó Hjelm-, es increíble que nadie haya pensado en eso antes. Los ingleses dominan eso del pensamiento nuevo, por más conservadores que sean.

Estuvieron hablando de todo un poco y Even tuvo que reconocer, muy a su pesar, que hasta entonces, la velada había sido mucho más agradable de lo que había pensado que sería en un primer momento. Naturalmente, también hablaron de la muerte trágica de Mai, y Hjelm le aseguró que había sido una pérdida importante para la editorial, aunque llevara poco tiempo con ellos.

– ¿Cómo diste con ella? -preguntó Even-. Al fin y al cabo, Mai no había trabajado nunca en el mundo editorial.

– Tengo mis contactos. -Hjelm sonrió taimadamente-.Y uno de esos contactos me facilitó la tesis doctoral de Mai-Brit, la que escribió sobre la influencia de las cortesanas en la política exterior europea en los siglos XVIII y XIX. Era realmente brillante, tan formidablemente articulada que llegabas a olvidar que se trataba de un texto puramente académico y, a su vez, bebía tanto de las fuentes documentales que podías fiarte de su contenido. Y luego esas vinculaciones políticas: el estudio de la gran influencia que tuvieron estas mujeres sobre sus amantes, reyes, ministros, diplomáticos, que, según las investigaciones de Mai-Brit Fossen, no fue pequeña.

– Puedes fiarte tranquilamente -dijo Even-. Recibió una beca de una organización feminista y estuvo viajando por toda Europa, primero medio año y al año siguiente, otros tres meses, para investigar en archivos y colecciones privadas. Lo ponía todo en su trabajo, como solía hacer siempre cuando algo realmente le interesaba.

– ¿Estabais casados entonces?

– Sí. Yo tenía una beca en Cambridge para acabar mi doctorado y estuve viviendo allí un buen tiempo, aunque nos visitábamos siempre que teníamos la posibilidad de hacerlo.

Odin asintió.

– ¿Fue entonces cuando te hiciste experto en Newton?

– No. Newton ha sido mi gran héroe desde que era pequeño. -Even rebañó el plato con el último pedazo de baguette que le quedaba, lo masticó y se reclinó en la silla con un suspiro-. Oh, ahora estoy tan lleno que podría pasar una pizza volando por mi lado, y no la probaría.

– ¡Una pizza! ¿¡Cómo te atreves a pensar en pizzas ahora!? -dijo Hjelm, mirándole con sincera indignación.

– No, si es precisamente lo que te estoy diciendo -sonrió Even-. No hubiera podido aunque quisiera.

Hjelm alzó las cejas en un gesto de resignación y se levantó.

– Ven. Nos sentaremos en el salón. Prepararé café y nos lo tomaremos con un coñac y un puro. Luego tomaremos el postre, un Peche Melba que hará que tus pesadillas pizzeras se esfumen como vampiros ante un cliente de ajo.

En «el salón», pensó Even. Coñac y puro. Melba. Pommes Anna. Un esnob cultural de dimensiones, ese Hjelm. Pero un esnob cultural simpático.

– Dicen -dijo Odin Hjelm cuando volvió con la botella de coñac y un par de vasos gruesos en las manos- que mantienes una relación pasional con los números y que puedes encontrar algo especial en cualquier secuencia de cifras, encontrar algo singular, por así decirlo. ¿Es eso cierto?

Oh, no, pensó Even. Era como tener a una nueva hornada de estudiantes delante, siempre había alguno que había oído la historia, que conocía el mito. Sabía que sólo se lo podía reprochar a sí mismo, pues no era capaz de callarse la boca cuando las circunstancias lo exigían.

– La verdad es que es muy sencillo -dijo y aceptó la copa de coñac-. No hay nada mágico en ello, no tiene truco. Todo el mundo puede hacerlo. Ya sabes, se puede fraccionar cualquier número por sus unidades, ver cómo está compuesto, determinar a qué grupo de cifras pertenece y qué características tiene. Es casi como disecar una planta, cuando estableces a qué familia y grupo pertenece y qué rasgos característicos tiene; si las hojas son alternas u opuestas, etcétera, etcétera. -Even se encogió de hombros y aceptó uno de los puritos de Hjelm-.

Cuando me preguntan soy lo bastante estúpido… o candido, para responder, para contar este tipo de cosas. -Suspiró y miró el purito, se sentía ebrio-. Supongo que me gusta ver cómo los jóvenes estudiantes se quedan impresionados conmigo. Pero no es más que una ilusión, una manera de recibir una admiración que no me merezco. Se dan cuenta de ello en cuanto me conocen.

– 99 -dijo Hjelm con una mirada astuta.

Uno de esos sistemáticos sin sistema, pensó Even. Uno de los que creen que el 100 es un número bonito y redondo y que por eso es demasiado fácil, y entonces piensan que un número cercano debe de ser complejo.

– Coge cualquier número de tres cifras, por ejemplo el 785, dale la vuelta y saca la diferencia.

– ¿¡Qué!? ¿Que lo haga yo?

Even asintió, y Hjelm sacó su teléfono móvil y empezó a teclear.

– Has dicho 785 menos el número al revés… 587. Veamos… la diferencia es 198. -Hjelm levantó la cabeza.

– 198 es el doble de 99. La diferencia entre dos números de tres cifras iguales pero con el orden de los números invertidos siempre será divisible por 99.

– Siempre divisible… ¡Vaya estupidez!

– No. Elige otro número.

– 982.

– De acuerdo; 982 menos 289 son 693…

– Un momento… -Hjelm volvió a teclear en su móvil-. Pues sí, vaya… -dijo y levantó la mirada.

– 693 dividido por 99 da exactamente 7, ni más ni menos.

La cara de Hjelm denotaba a la vez confusión y admiración. Verificó el resultado con la ayuda de la calculadora de su móvil y asintió con la cabeza.