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– Y aún puedo hacer una cosa más -dijo Even, sintiéndose deliciosamente infantil-. Elige otro número de tres cifras, réstale el número al revés, y ahora mismo te diré cuál es el número del medio. Es el 9.

Hjelm lo miró con escepticismo; murmuró 220 y empezó a calcular en el móvil.

220. ¡Dios mío! Even miró fijamente a Hjelm. 220. Un número amistoso. ¡Maldita sea! ¡Era la solución del apartado de correos que no se había dejado abrir! Y mira que no haberlo pensado antes. ¿Acaso estaría infravalorando a Mai tanto como lo había hecho Finn-Erik? El mejor que nadie debería saber que Mai era muy lista, que…

– Sí, caramba, 198 -exclamó Hjelm-. ¿Cómo lo has sabido?

– Eh… sencillamente es así.

Even miró distraído al anfitrión y pensó en el 220 y el 284. Dos números que eran amigos; que estaban encadenados entre sí; que eran indivisibles en la misma medida en que lo son dos personas que tienen un hijo juntas. Si cogías todos los divisores enteros de 284, y los sumabas, daba 220. Y si a su vez cogías la suma de todos los divisores enteros de 220, daba 284. No tenía ninguna lógica, no había ninguna explicación obvia al fenómeno. Sencillamente era así. Una de las ocurrencias divertidas de las matemáticas. Era un asunto tan conocido que debería haber asociado el 284 con el 220 en cuanto los vio. Ahora también se daba cuenta de por qué Mai había colocado el 1000 separado del 284. Para darle la oportunidad de descifrar la clave.

La llave del apartado de correos que tenía en el bolsillo casi le daba patadas a las llaves del coche; quería que se fuera de allí inmediatamente. Pero la oficina de correos estaba cerrada. Tendría que esperar hasta el día siguiente.

Hjelm carraspeó.

Even alzó la mirada.

– Eh… el número del medio siempre es el 9, da igual el número que elijas -murmuró; entonces hizo un esfuerzo y se concentró-. Disculpa, tengo un pequeño defecto profesional. Si me viene una idea a la cabeza, me olvido de dónde estoy y me vuelvo un poco distante.

Hjelm hizo un gesto con la mano disculpándole; entonces entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos rendijas y dijo:

– Ahora te voy a dar un nuevo número del que quiero que me digas algo personal. Digamos el 364…

«Ya está, ya la tenemos otra vez -pensó Even-. No el 365, que son los días del año, sino exactamente uno menos, para ponérmelo un poco difícil.» Even intentó poner cara de preocupación; sentía que era algo que le debía a su anfitrión, a cambio de la excelente cena, e incluso suspiró para que Hjelm pudiera sonreír satisfecho.

– Tengo que ir con cuidado con este número -dijo Even, dando por terminado el teatro-. El 364 contiene tantas buenas historias que podría dedicarle el resto de la noche íntegramente. Pero permíteme que centre la atención en lo que podríamos llamar el parentesco o la afinidad con las cartas de la baraja. Como ya sabes, hay 52 cartas en una baraja, ¿verdad? Una baraja consta de 13 cartas repartidas en cuatro grupos: corazones, tréboles, diamantes y picas. Si sumas los valores de todas estas cartas, es decir, el as equivale al uno, luego el dos, el tres, etcétera, la sota al once, la reina al doce, ya sabes, llegas al número 364.

Hjelm volvió a coger su móvil, sacudió la cabeza y dijo:

– No, da 91.

– Sí, cuando sumas todas las cartas de un solo color. Pero tienes cuatro colores y, por lo tanto, debes multiplicarlo por cuatro.

Hjelm pulsó un par de veces y no pudo más que sonreír.

– 364, concuerda, tenías razón. -Sonrió-. Me habría gustado tenerte de profesor de matemáticas en el colegio. Entonces, a lo mejor, mis notas habrían sido distintas.

Even se rió secamente.

– Lo dudo. No soy un gran pedagogo, tengo la paciencia de una cobra a la que pretendes rascarle la nariz. Pero de hecho, las matemáticas son terriblemente divertidas, si consigues abrir los ojos a tiempo. Las han calificado de «aburridas» injustamente.

– Y es precisamente por eso por lo que quiero que termines de escribir el libro sobre Newton de Mai-Brit Fossen -dijo Odin Hjelm, en un tono serio y de hombre de negocios-. Porque tú conoces los aspectos positivos, tanto de las matemáticas como del personaje, y también sus enigmas y sus habilidades singulares. Y, sobre todo, conocías a Mai-Brit Fossen lo suficiente como para terminar el trabajo que ella inició. ¿Podríamos llegar a un acuerdo sobre el libro? -Cogió una pequeña pistola que había sobre la mesa y apuntó a Even-. Por lo que tengo entendido, ya has pedido una excedencia en la universidad. Tal vez fuera una buena idea que la dedicaras a escribir el libro sobre Newton.

Hjelm pulsó el gatillo del encendedor-pistola y el purito que le había ofrecido, y que había olvidado que tenía en la mano, se encendió. El humo se posó como una neblina cálida en su boca y lo soltó lentamente por encima de la mesa. Contempló la nube de humo, empujada hacia arriba por el calor del café y de las dos velas. Contempló el ascua del purito. Excedencia, sí. El propósito de tomarse un tiempo libre había sido, inicialmente, descubrir las razones del suicidio de Mai, encontrar a quien o a quienes estaban detrás. Sin embargo, ahora dedicaba el tiempo a buscar viejas fórmulas de Newton, a descifrarlas, y a encontrar las cartas de Mai sobre Newton. Poco a poco, todo iba girando alrededor de Newton. ¿Acaso Mai había planeado que él terminara su trabajo? ¿Sería, en realidad, ésa la herencia que le había dejado?

– ¿Alguna vez Mai mencionó mi nombre en relación con el proyecto Newton?

Hjelm se lo pensó antes de sacudir la cabeza.

– No, que yo recuerde. Como ya te dije la última vez que nos vimos, no nos dio mucho tiempo a hablar del proyecto a ella y a mí. Supongo que no quise presionarla porque sabía que podía confiar en ella y veía que estaba trabajando duro. Pero visto en perspectiva, me arrepiento de no haberle exigido un informe mensual de los avances.

– Tiene que haber, por narices, más material -dijo Even-. Tiene que haber escrito más. Mai era tenaz como pocos cuando algo se le metía en la cabeza. Y si te he interpretado bien, estaba realmente prendada del libro que estaba preparando.

– Oh, sí, desde luego. Se convirtió en el niño de sus ojos, eso fue lo que me dijo un día, este invierno. Trabajó tenazmente, como has dicho tú, y viajó mucho para recopilar documentación y datos. Quería que todo estuviera documentado y verificado, que fuera prácticamente imposible atacar su trabajo.

– ¿Qué documentación? ¿Qué datos? Hjelm parecía contrariado.

– Eso es precisamente lo que no sé. Como bien dices tú, tiene por fuerza que haber algo en algún lugar, pero no sé dónde, la verdad. -Dirigió el purito hacia Even-. Pero tú, que a lo mejor eres quien mejor la conocía, deberías poder descubrir los sitios donde pudo esconder alguna cosa, y por qué.

– No -contestó Even, mientras examinaba la pistola sobre la mesa-. No tengo ni idea.

Cuando Even se levantó para irse, sonó el teléfono. Odin lo cogió, habló un rato, tapó el auricular con la mano y le dijo a Even que sólo sería un instante, que tenía que ir a su estudio para hablar un par de minutos. Que ahora mismo volvía. Even asintió y se quedó en medio del salón, borracho y un poco indeciso, sin saber muy bien qué hacer consigo mismo. Se apoyó en el aparador. El móvil de Hjelm estaba al lado de un jarrón. Tenía un aspecto insignificante y lleno de esperanza, y parecía estarle pidiendo que lo usara, que no lo dejara allí, inútil y a oscuras. Even pulsó un botón y la pantalla se iluminó. Miró por encima del hombro antes de meterse en los mensajes, se movió a través de una serie de nombres desconocidos hasta que de pronto apareció el nombre de Kitty.

Acercó el oído al estudio y oyó la voz zumbante de Odin Hjelm decir algo. El dedo no titubeó, apareció el texto y Even pudo leer las palabras con el rostro inexpresivo. La fecha mostraba que el mensaje tenía una semana.