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Capítulo 69

– Ha sido él -dijo Molvik-. Tiene la conciencia manchada de cadáveres como un papel de moscas encima de una caca de perro. Tú viste los zapatos en el pasillo, dos pares, y ambos eran del número 44.

Saikh frenó cediéndole el paso a un autobús que salía de una parada.

– Las pisadas de botas en el jardín de Susann Stanley eran del 45.

– Es normal tener unas botas de un número más grande. Yo también las tengo, para que me quepan unos calcetines gruesos. -Molvik sacó una bolsa de plástico de la guantera, sacó el purito del bolsillo, lo olisqueó rápidamente y lo metió en la bolsa-. El purito es el mismo que encontramos en el jardín; me juego lo que sea. Huele igual.

Con mucho cuidado, Molvik sacó un par de servilletas de un rollo de cocina con restos de pizza del otro bolsillo de la chaqueta y las metió en una nueva bolsa de plástico. Con un rotulador escribió la fecha, el nombre de Even Vik y sus propias iniciales en ambas bolsas, antes de dejarlas en el asiento trasero.

– Llévalas al instituto forense y haz que comparen el ADN de las servilletas con el que encontraron en la colilla de purito.

Mohamad Saikh se metió por la entrada de vehículos de servicio de la comisaría y la rodeó para aparcar en el patio de atrás. Sobre sus cabezas graznaron un par de gaviotas; parecía que se estaban peleando. Molvik abrió la puerta enérgicamente y salió. Saikh levantó la voz dirigiéndose a su espalda.

– Sabes que no querrán hacerlo. Cogiste las servilletas de su cubo de la basura sin que él lo supiera y sin que tuviéramos ninguna razón sensata para sospechar de él. Rompes las reglas porque…

– Por una razón plausible y sensata -rugió el inspector y metió la cabeza en el coche-. Tenemos todas las jodidas razones del mundo que se puedan exigir y desear, y si no mueves tu culo negro inmediatamente yo mismo te llevaré a patadas hasta el instituto forense.

Mohamad Saikh miró a través del parabrisas sin decir nada. Movió lentamente la mano hasta la palanca de cambio, puso la marcha atrás y salió del aparcamiento. Molvik se quedó mirándole.

– Even Vik estuvo en aquel jardín el viernes por la noche, fumó un purito y arrojó la colilla. -El inspector señaló a Saikh con un dedo índice largo y amarillo-. Se dirigió a la casa con sus botas del número 45, entró y estranguló a Susann Stanley. En cuanto lo haya probado, tú, maldito zorro arrogante, tendrás que vértelas conmigo. No creas que olvido un comportamiento como el tuyo fácilmente. -Molvik sacudió la cabeza y miró atónito a Saikh-. Hablar a un inspector de esa manera. ¡Es inaceptable!

La puerta se cerró con tanta fuerza que el coche se movió de un lado a otro.

Mohamad Saikh soltó el embrague y salió del aparcamiento.

Capítulo 70

Todavía medio sumido en un agradable sueño en el que Kitty estaba acurrucada contra su cuerpo (¿o era Mai?), mordiéndole la oreja y susurrándole algo que no entendía, algo sobre el diario que estaba antes que el sobre, Even se estiró y jadeó. Con un ojo medio entornado encontró el reloj sobre la mesilla de noche. De pronto estaba completamente despierto.

– ¡Mierda! ¡Las cuatro y media! La oficina de correos está a punto de cerrar.

Even salió rápidamente de la cama, saltó al salón y llamó a un taxi. Luego fue corriendo al baño, donde se detuvo para constatar que no le dolían ni la cabeza ni el estómago. Se lavó y se vistió sin mirarse al espejo, se preparó un bollo, se palpó el bolsillo para asegurarse de que las llaves del coche seguían ahí y salió corriendo por la puerta.

El taxi llegó en aquel mismo momento. Cuando puso el intermitente para abandonar la acera, Even se acordó de la llave del apartado de correos y gritó «para» con el pan con queso en la boca. El taxista esperó mientras él entraba corriendo y sacaba la llave del pantalón. El tráfico hasta el centro estaba en su momento más álgido. Even maldijo su suerte y tuvo que abrir la ventana para no ahogarse. Perdió el apetito y lanzó el emparedado por la ventana. El taxista lo miró excusándose por el espejo y puso la radio. Even le pidió que la bajara y sacó el móvil. El servicio de información telefónica le dio el número de la oficina de correos de Vika, donde un funcionario le dijo que la oficina cerraría en dos minutos y que no, no podían esperar diez minutos más.

Estaba llegando tarde.

Even jadeó resignado, pagó y salió del coche en mitad del tráfico. Cruzó el centro desanimado y sin rumbo, se detuvo delante de un café y se tomó un capuchino. Pensó en Mai, que siempre que podía se tomaba un capuchino, pensó en dónde estaría ahora; si estaría en el cielo, en el que siempre había creído, o si estaría inmersa en el largo e infinito sueño que Even creía era el único final lógico a la vida. ¿No serían, en realidad, dos lados de una misma moneda, algo de lo que no se sabía absolutamente nada, sobre lo que sólo se podía soñar y fantasear? Como el pez que uno tenía que pescar el próximo verano. A Even siempre le había extrañado que los teólogos y demás sabelotodos fueran capaces de discutir y pelearse airadamente sobre una cosa así, algo sobre lo que nadie, decididamente nadie, podía saber realmente nada. No eran más que suposiciones y cábalas. Afortunadamente, él era matemático.

El centro comercial Oslo City todavía estaba abierto, y aunque no le gustaban ese tipo de superficies, le entraron unas enormes ganas de comprarles algo a Stig y a Line. Cuando una hora más tarde volvió a salir, llevaba toda la colección de películas mudas de Charlie Chaplin bajo el brazo, para Stig. No estaba seguro de que fuera un regalo adecuado para un niño de cuatro años, pero decidió arriesgarse. Un rompecabezas con unos gatitos y una muñeca servirían para Line. Even se quedó pensativo, contemplando el tráfico, los autobuses y los taxis que desfilaban por delante de él, el tranvía que hacía sonar la campana, volvió a entrar y compró un gran autobús para Stig.

Media hora más tarde, un taxi se detuvo en Frogner, a una manzana de la casa de Hjelm. Even pagó y se acercó al escarabajo rojo. Destacaba entre todos los vehículos plateados, pero aun así, esperaba que Hjelm no se hubiera dado cuenta de que había estado allí aparcado todo el tiempo.

De ser así, creería que Kitty tenía un nuevo amante en aquel barrio.

Even se metió en la burbuja, puso en marcha el motor y avanzó por callejuelas estrechas en dirección a Majorstuen. Cuando encontró Slemdalsveien, giró en dirección norte y pasó por Froen, Vinderen y luego, al llegar a Gaustad, tomó la ronda en dirección al este. Miró de reojo hacia la izquierda. El hospital de Gaustad, la clínica de salud mental, como lo llamaban ahora, estaba más arriba, entre los árboles. En los viejos tiempos lo solían llamar asilo Estatal. Una vez, el padre de Even le había rugido a la madre que él se encargaría de que la encerraran en el Asilo si no dejaba de beber todo el día. Ya era suficiente con que hubiera u loco en la familia. Al principio, Even había creído que el padre se refería a él, pero más tarde descubrió que al abuelo materno, un maestro de escuela que se suicidó antes de que naciera Even, lo habían ingresado allí varias veces por depresión. El abuelo también había sido bueno con las matemáticas, o al menos eso le había contado la madre cuando un día le había hablado, de mala gana, de su padre. Even no sabía cuánto consuelo podía encontrar en esa información.

La línea divisoria entre la genialidad y la locura era desagradablemente fina, Even lo sabía. El matemático y premio Nobel John Nash, del que recientemente habían hecho una película, era un buen ejemplo de un genio que, a temporadas, vivía sumergido en el mundo de los dementes; y su hijo había recogido el testigo, tanto en las matemáticas como en la locura. Otro ejemplo era el padre de la teoría de conjuntos, Georg Cantor, que en su día había sido encerrado en un asilo y que había muerto allí. Kurt Gódel, Srinivasa Ramanuja y Alan Turing fueron unos matemáticos geniales que habían intentado, con mayor o menor suerte, quitarse la vida alguna vez, cuando la locura se desmandaba.