En realidad, no tengo ganas de hablar con él…
Even arrojó el diario en el sofá y se puso en pie. Se paseó excitado por el salón, le dio una patada a un libro que había caído de la mesa de trabajo y lo lanzó contra la pared, golpeó el puño contra el marco de la puerta. Leer las anotaciones del diario de Mai era como estar sentado, amordazado y atado a una silla y ver una serpiente venenosa deslizándose hacia ella. Tenía ganas de gritarle furiosamente: «¡Cuidado! ¡Sal de ahí!»; gritarlo, como si todavía pudiera salvarla del punto cero al que se estaba acercando lentamente.
Se detuvo delante de la ventana. ¿También él se estaba acercando al punto cero? La pintura roja del escarabajo chispeó en un repentino rayo de sol. Alguien había sabido que esta mañana iría a la oficina de correos. Alguien había sabido que estaba allí, exactamente allí donde finalmente estuvo. La pintura se apagó en cuanto una nube volvió a pasar por delante del sol. Alguien seguía sus movimientos. Even miró fijamente el coche durante varios segundos antes de acercarse al teléfono, titubeó un poco antes de agarrar el auricular mientras los ojos miraban la caja que el «fontanero» había conectado al teléfono. Marcó un número. La caja brillaba verde, amable, primaveral. Sonó el teléfono y la misma señora de la última vez lo cogió.
– Con el oficial de inteligencia Jan Johansen, por favor -dijo Even y miró el ojo verde. Todavía verde. Todavía.
Le pasaron y una voz refunfuñó:
– Johansen.
– Aquí Even Vik.
El ojo verde no parpadeó ni una sola vez. No había nadie escuchando que no debiera hacerlo. Even optó por ir al grano.
– Necesito que examinéis un coche, pero creo que alguien vigila la casa y habrá que hacerlo en otro lugar. Se produjo un silencio breve.
– ¿Hay alguna estación de servicio con túnel de lavado cerca de tu casa?
– Sí, dos, a trescientos metros en dirección a la ciudad. Una de Esso.
– ¿Qué tipo de coche es?
– Un Volkswagen, un escarabajo antiguo, del 74. Rojo. Muy rojo.
– Estate allí con el coche en una hora. Pide un lavado. Finn Poulsen te estará esperando.
Capítulo 76
El túnel de lavado estaba vacío. Even vigilaba las luces verdes mientras el coche avanzaba hacia las escobillas de lavado y frenó cuando las luces cambiaron a rojo. La puerta de detrás empezó a crujir y a rodar hacia el suelo. Un hombre con un mono rojo pasó por debajo de la puerta, entró y lo saludó con una inclinación de cabeza. La barba había desaparecido y su peinado estaba tan pegado a la cabeza que parecía que hubiera utilizado aceite reciclado para fijar el pelo. Sin embargo, era el mismo tío, Finn Poulsen.
– Sólo quería revisar la máquina de lavado -chasqueó con acento de Oslo y guiñó un ojo a Even-. Hay que ajustaría antes de ponerla en marcha. El anterior cliente se ha quejado.
– Estupendo -dijo Even-. ¿Quieres que espere fuera?
– No hace falta, tardaré un par de minutos, más o menos.
El Poulsen del lavado de coches sacó un aparato detector de una caja de herramientas y dio un par de vueltas alrededor del coche. Del aparato salió un tut-tut acompasado, hasta que llegó a la parte trasera del coche, donde la frecuencia se volvió más rápida. Poulsen se colocó los auriculares, desconectó los altavoces y dio una vuelta más. Miró una pantalla detenidamente. Valiéndose de un pequeño espejo y una linterna empezó a examinar el interior del parachoques.
– Aquí -gruñó y sostuvo una cajita plana en alto-. Un GPS. Le dice al vigilante dónde estás en todo momento. -Even se acercó-. La persona que te vigila tiene un mapa, muy parecido al que me imagino que habrás visto en cualquier taxi, y puede mantenerse fuera de tu vista y a la vez saber dónde se encuentra el coche.
Even miró incrédulo el chisme negro sin saber qué decir. Era como si le paralizara y ahogara toda actividad en su cerebro.
– ¿Has detectado en algún momento la presencia de coches o personas desconocidos en el barrio? Al fin y al cabo, las casas adosadas están un poco retiradas de la calle, y no resulta fácil acercarse inadvertidamente al coche durante el día.
Finn Poulsen lo miró. Even sacudió la cabeza.
– No, no he visto nada.
– ¿Te has llevado el coche a algún lugar donde haya estado sin vigilancia? ¿A algún parking en el centro de la ciudad, en algún centro comercial, algo así?
– Pasó una noche en Frogner. -Even apartó la mirada de la cajita y miró a Poulsen-.Y luego estuvo aparcado unas horas en casa de mi…-Se calló, de pronto notó que su corazón estaba asustado. Vulnerable. No podía permitir volverse vulnerable-. Quiero decir, estuvo delante de la casa de unos amigos unas horas. Tienen un hijo y era su fiesta de cumpleaños.
Poulsen asintió con la cabeza.
– Se tarda cinco segundos en fijar un cacharro magnético como éste. Puede haber pasado en cualquier momento. ¿Quieres que me lo lleve?
Tenía un aspecto inocente. Pequeño y vulnerable, tan fácil de pisar, de aplastar con el talón.
– No, vuélvelo a colocar -dijo Even.
Capítulo 77
Volvió a casa. Pensó en sí mismo como en una mancha roja en una tarjeta electrónica.
El salón estaba en silencio. Una mosca zumbaba en la ventana de la cocina como un recuerdo lejano del verano. El sol arrojaba un rayo oblicuo en el suelo, revelando que hacía tiempo que Even no pasaba el aspirador ni la fregona por allí. «Así puedo ver si he tenido visitas indeseadas», pensó Even y se sentó en el sofá. Segundo diario del proyecto Newton, rezaba la portada.
11 de febrero, París
He estado revolviendo y buscando en una pequeña buhardilla donde apenas hay sitio para estar de pie. He repasado la mitad de las cajas pero sin encontrar Origins of Gentile Theology de Newton. Es un trabajo arduo y lento, porque tengo que asegurarme de que el libro manuscrito de Newton no está encuadernado junto con otro libro en un tomo mayor. Por eso tengo que hojearlos todos.
El hombre de la barba no ha vuelto a aparecer desde ayer, ni en la tienda ni en la calle.
Ayer por la noche, Simon LaTour se sentó en mi mesa mientras cenaba en el restaurante del hotel sin pedirme permiso antes. Me preguntó si el hombrecito de Ginebra me había podido ayudar. Le solté una mentira piadosa y le dije que hasta ahora muy poco. Pareció decepcionado, me dijo que era el mejor genealogista suizo que conocía y, además, un investigador excelente. Me dijo que no dudara en pedirle ayuda si había algo que él podía hacer por mí. Si, naturalmente, le dije, lo haría. No sé cómo tomármelo. Me resulta un hombre a la vez miserable y simpático. Intimidante y tímido. Agradable y terriblemente irritante. Un hombre contradictorio, podría decirse.
Me contó que había encontrado noticias muy interesantes sobre la hermandad invisible, que había descubierto una nueva rama de la orden, una de la que no había oído hablar antes. Apuntaba hacia el norte de Europa, hacia Escandinavia. Lo dijo y me miró fijamente, como si eso fuera a interesarme especialmente.
– Soy yo -dije y levanté la mano como rindiéndome ante la evidencia-, lo reconozco.
A LaTour no le hizo gracia.
– La orden es sólo para hombres -dijo.
– ¿Y qué me dices del Matrimonio? -dije.
El Matrimonio Invisible. Algo así fue lo que me insinuó mi marido la última vez que hablé con él por teléfono. Dice que está harto de tenerme de viaje la mitad del tiempo.
Simon me contó que su mujer trabaja con él, por lo que no tiene ese problema. Ella trabaja en casa, sistematizando el material que él encuentra. Cuida de las gallinas y de los archivos. No tienen hijos.