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Sin hacer ruido, Mai-Brit inspiró aire para facilitar que le llegara oxígeno al cerebro, y volvió a leer la primera línea, Via vitae aeternae, el camino a la vida eterna, suspiró y pasó la vista por la página donde los signos y los símbolos alquímicos se mezclaban con palabras en latín y en inglés. Contó seis páginas llenas de fórmulas y explicaciones.

Un sentimiento ardiente de felicidad se extendió por su cuerpo y Mai-Brit se sintió como una aventurera, por fin, en la cumbre del Everest. Había encontrado lo que andaba buscando, había encontrado lo que Pazcar había mencionado. Había encontrado la respuesta a las insinuaciones, una fórmula, una fórmula desconocida, escrita por el mismísimo Isaac Newton.

Capítulo 79

9 de marzo, París

Compré Origins of Gentile Theology. No… no es del todo cierto, porque monsieur D'Alveydre no me lo permitió. Recibí el libro como un regalo (a una bella mujer, había dicho), y me permitió, muy a regañadientes, que le expresara mi agradecimiento por las atenciones del ama de llaves con una pequeña muestra de reconocimiento cuando me fui. No me acompañó a la puerta, sino que se quedó sentado tranquilamente entre todos sus libros con una mueca con la que parecía decir que ningún paraíso celestial podría ofrecerle nada que no pudiera encontrar en aquella estancia.

Vacié el monedero de todo el dinero que tenía en efectivo y se lo di al ama de llaves (más adelante haré que tasen el libro y le enviaré una cantidad ajustada a D'Alveydre, porque estoy decidida a que reciba el equivalente a su valor real). El ama de llaves aceptó los 634 euros sin mover ni una pestaña y dijo que el taxi que había pedido me estaba esperando en la puerta. Tenía ganas de besarla, de saltar a la biblioteca para besar al anciano, de bailar y gritar de alegría, pero en lugar de eso salí a la calle con pasos tranquilos y solemnes y me metí en el taxi. Pedí que me llevara al hotel. Cuando el coche se separó de la acera, mis ojos se pasearon inconscientemente por los coches aparcados en la calle y vislumbré de pronto la jeta que ya conozco. En el asiento del conductor de uno de los coches estaba sentado mi perseguidor, el hombre de la barba. Me devolvió la mirada.

Mai había encontrado la fórmula hacía poco más de un mes, pero le dio el sobre marrón a Kitty en el mes de noviembre, ¡hacía cinco meses!

El diario se deslizó entre sus dedos, que de pronto se habían quedado sin fuerza. Even sintió que se le nublaba la vista. Se apoyó en la taza del váter y se incorporó con gran esfuerzo, consiguió abrir el grifo y se echó agua fría en la cara. El sobre en casa de Kitty le había conducido a Londres. Unos ojos inyectados en sangre le miraron fijamente desde el espejo. Sintió ganas de rugir, gritar, llorar, destrozar todo lo que le rodeaba. ¡Le entregaron la fórmula de Newton en Londres! Su pelo grasiento, que necesitaba las tijeras de un peluquero, se erizaba salvajemente, una barba cana de varios días cubría sus mejillas hundidas. Parecía un profesor loco. Un profesor de matemáticas chiflado que acababa de descifrar la ecuación con una incógnita de Mai: quién estaba detrás de su muerte.

Y eso era lo que era. Y eso era lo que tenía.

Dio un rugido y aporreó el espejo con el puño y los cristales se desparramaron por el fregadero; la piel de los nudillos se le desgarró y apenas sintió dolor. La lava candente en su pecho tapaba todo lo demás. La mano cayó fláccida sobre el borde del lavabo, la sangre corría de la herida profunda, mezclándose con el agua salada que goteaba de su cara. Even levantó la cabeza con un aullido gutural. El profesor loco lo miró fijamente desde los fragmentos del espejo que lo deformaban y lo descomponían en un mosaico macabro. Le faltaba un ojo, el otro estaba dividido en tres facetas desfiguradas; un pedazo de la mandíbula había desaparecido y la boca se torcía en una sonrisa maligna y fea. Partes de la frente eran campos negros por donde había desaparecido el cerebro. Even era negro y era blanco. Un pedazo de espejo se soltó y cayó en el lavabo. Se estaba descomponiendo.

Por fin se veía a sí mismo, tal como realmente era.

Capítulo 80

Sonó el teléfono mientras se comía una manzana durante la pausa del almuerzo.

El inspector Molvik examinó la manzana; en realidad, no le gustaban las manzanas, pero un ejemplar especialmente rojo le había suplicado, por así decirlo, que lo cogiera; y eso fue lo que hizo al pasar por el puesto de frutas de camino al trabajo. Esos verduleros no deberían disponer sus productos de aquella manera en la acera. No estaba mal la manzana. Era jugosa y dulce. Se secó las comisuras de los labios y dirigió la mirada hacia Mohamad Saikh, haciendo un gesto imperativo con la cabeza en dirección al teléfono. El agente suspiró, dejó a un lado un trozo de pan con queso y se acercó a la mesa del inspector.

– Sí, ¿dígame? Aquí el teléfono del inspector Molvik. El agente escuchó un rato antes de decir «sí» y «muy bien» y luego colgó.

– Debemos presentarnos en el despacho de la jefa inmediatamente -dijo y recogió el resto del almuerzo.

– ¿Qué quiere? -preguntó Molvik, mientras subían las escaleras.

– No lo ha dicho, pero sonaba…

– ¿Contenta?

Mohamad no se molestó en contestar. Cuando llegaron al despacho de la jefa de policía, llamó a la puerta. Alguien dijo «¡Adelante!» y él dejó pasar primero al inspector.

La jefa de policía no parecía estar de buen humor. En realidad, nunca lo parecía, pero su mirada de pocos amigos tenía diferentes grados y en este caso, sin lugar a dudas, había alcanzado el grado máximo. Mohamad decidió que diría cuanto menos mejor y que se mantendría en un segundo plano.

– Me han contado que le habéis hecho una visita a una persona llamada Even Vik.

La jefa de policía levantó un papel que había sobre su escritorio y lo sostuvo, de manera que no pudieran leer su contenido ni ver ningún logo. Su tono de voz parecía exigir una respuesta y Molvik gruñó un «sí» y miró con acritud a su superior.

– ¿Con qué excusa?

– Es sospechoso del asesinato de Susann Stanley, en Frogner.

– ¿Por qué…?

– Se conocían. Vik fuma los puritos que encontramos en el lugar de los hechos, y gasta el mismo número de zapatos que las pisadas que dejó allí el asesino.

«Casi -pensó Mohamad-, casi el mismo número.»

– He recibido una carta del instituto forense. Están buscando los documentos que demuestren que las pruebas biológicas que se recogieron en casa de Vik se consiguieron de forma legal.

– Pero si es sospechoso, maldita sea, y además…

– ¿Él sabía que estabais tomando muestras biológicas en su casa?

Molvik no contestó, y la jefa de policía miró a Mohamad Saikh.