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Even se acercó al coche y se llevó a Stig. Cuando la puerta se abrió, los dos estaban allí, delante de ella, mirándola.

– Hola, Stig -exclamó Bodil Munthe, sorprendida-. ¿Tú aquí?

– Stig tenía ganas de hacerte una visita -dijo Even, pasando por alto la mirada extrañada que le lanzó el niño-. Quiero que te lo lleves a tu piso y que te lo quedes hasta que vuelvas a saber de mí.

– ¿Que yo…?

Bodil Munthe miró a Even como si hubiera dicho que Stig era un marciano.

– Oye, Stig, había olvidado que tengo una bolsa con chuches en el asiento de atrás. ¿Podrías ir a por ella? -Stig dio un salto, aterrizó en el sendero enlosado y salió corriendo en dirección al coche. Even habló en voz baja y a toda prisa-. Últimamente has pasado mucho tiempo con Finn-Erik. Supongo que te habrá contado mi teoría según la cual Mai fue obligada a suicidarse. -Ella asintió-. ¿También te ha contado que Stig es mi…? -Even la miró, no se atrevió a decir la palabra por miedo a que el plomo del corazón se derritiera. Ella volvió a asentir.

– Finn-Erik tenía pensado decírtelo… alguna vez. Mai-Brit no quería porque estabas en contra de tener hijos. Después de su muerte, Finn-Erik empezó a…, quiero decir, Finn-Erik decía que lo más correcto sería decírtelo, pero que tendría que esperar a que… -La mujer se detuvo y miró al niño que se acercaba, mordisqueando un palito de regaliz.

– ¿Pero…?

– Hasta que te hubieras tranquilizado, te hubieras recuperado y volvieras a ser alguien en quien poder confiar. Eso fue lo que dijo. No quería soltar a Stig, quería que lo compartierais. Quiere mucho al niño. Tenía miedo de que tú…

Stig se detuvo detrás de Even y miró un gato que se acercaba bordeando sigilosamente el muro.

– ¿Es tuyo el gato, Bodil? -preguntó el niño.

– No, pero puedes hablar con él, si quieres. Es un gato muy simpático, un gato al que le gustan los abrazos.

Stig se alejó y se puso de cuclillas enfrente del gato. Even examinó a la dama que tenía delante.

– ¿Tú y Finn-Erik tenéis planes de vivir juntos?

– Dios mío, no -exclamó la mujer y miró a Even con extrañeza-. Ni hablar. Sólo somos amigos.

Even asintió, como si una duda hubiera quedado finalmente despejada.

– ¿Te va bien quedarte con Stig? Llamaré a Finn-Erik para decirle que el niño está bien, pero no pienso decirle dónde está.

Ella dijo que sí y estudió a Even detenidamente.

– ¿Por qué yo?

– Porque sé que Stig te conoce, y que Finn-Erik comprenderá que tenía buenas razones para hacerlo cuando sepa dónde está Stig.

– ¿Y cuáles son las razones?

– Que las mismas personas que perseguían a Mai ahora me persiguen a mí. Que de pronto me he vuelto vulnerable, como lo era Mai, y que, por lo tanto, Stig corre peligro de muerte.

– Pero… -La mujer lo miró desconcertada-. ¿Cómo pueden saber que tú eres el padre de Stig? Si sólo Finn-Erik lo sabe…

Even le había dado la espalda y cruzó el césped sin responderle. Bodil Munthe se calló y lo miró mientras él se metía en el coche, lo ponía en marcha y desaparecía. Sólo cuando desapareció el Escarabajo Bodil Munthe llamó a Stig y entraron en el edificio. Una vez en el piso, se quedó un buen rato mirando el teléfono con la mano apoyada en el auricular.

Capítulo 82

Even aparcó el coche en la linde del bosque. Se detuvo y verificó que podía controlar el camino desde allí. Nordmarka era un lugar estupendo donde esperar. Sacó uno de los suspensorios y lo perforó continuadas veces con la lezna. Luego clavó los clavos en los agujeros con el martillo y después metió el otro suspensorio dentro del primero, de manera que tapara las puntas de los clavos. Cuando terminó de comer la baguette, que tenía sabor a goma, se hundió en el asiento e intentó dormir.

10 de marzo, en casa (de nuevo)

Ayer, en París, antes de acostarme, recibí una llamada en mi habitación del hotel.

Even no conseguía quitarse de la cabeza lo último que había leído en el diario antes de meterse en el coche.

Un hombre, un francés, dijo que debía reunirme con él «mañana a las diez» (es decir, hoy) en la puerta principal de la iglesia del Sacré-Coeur. «Está a apenas diez minutos andando del hotel», dijo. Le pregunté quién era, pero él me contestó que su nombre no importaba. Lo que era realmente importante era que yo tenía algo que le pertenecía. Los documentos que había encontrado «nos pertenecen», dijo. «¿Quiénes sois "nosotros"?», pregunté. Su voz era desagradable y dijo que haría bien en escucharle, porque si no, mi familia podría pagar por ello. Entonces interrumpió la comunicación.

No he dormido en toda la noche. Al alba recogí mis cosas, hice la maleta y salí por la puerta trasera del hotel, donde me metí en un taxi que había pedido por móvil. No quise hacerlo a través de la recepción; ya no me fío de nadie. A las diez, cuando él me dijo que debería estar en la iglesia del Sacré-Coeur, estaba sentada en un avión a punto de aterrizar en Gardemoen. He pasado a recoger a Stig y a Line y me los he llevado a casa; he pasado todo el día con ellos, no los he perdido de vista ni un segundo.

No ha pasado nada. Ninguna llamada telefónica, nadie ha llamado a la puerta. Ahora estoy agotada, los niños duermen; lo mismo que Finn-Erik, que se alegró de tenerme de vuelta en casa tan pronto. Es un buen hombre. Estoy bien con él.

Me temo que no voy a poder dormir.

Even miró a una mujer joven en chándal que pasaba por allí corriendo con un perro atado de una cuerda a la cintura. Lo adelantaron y enseguida desaparecieron en el bosque.

10 de marzo. Entonces Mai no sabía que le quedaban doce días de vida.

Capítulo 83

De camino a la ciudad, Even arrojó el martillo y la lezna en un contenedor, pasó un trapo por el interior del coche y lo tiró detrás de las herramientas. Se había hecho de noche y el número de coches en las calles había empezado a disminuir. Estaba muy despierto, sereno y con la cabeza despejada. Cuando estuvo cerca de la casa, apagó el motor y dejó que el coche rodara lentamente hasta que finalmente se detuvo. La vivienda estaba a oscuras, y todo parecía estar tranquilo. Dejó la llave en el contacto, la limpió una última vez antes de colocarse el hacha en el cinto y rodeó la casa. Había una ventana que daba al dormitorio, pensó, y que estaba a una altura prudente. Even empezó a pegar un rollo entero de esparadrapo deportivo en una ventana formando una cruz de varias capas. Cuando rompió la ventana, el ruido de cristales se mitigó gracias al esparadrapo. Luego retiró con cuidado los trozos de cristal y los depositó en el suelo. Introdujo la mano, descolgó el gancho y abrió la ventana del todo. Oyó unos ruidos entre los arbustos y Even se quedó quieto un momento, sin respirar, antes de quitar los cristales del alféizar y encaramarse a él. Pasó por el lado de la cama y se golpeó la rodilla contra una cómoda. Maldijo en voz baja, arrepintiéndose al instante de no haber llevado una linterna de bolsillo. En el vestíbulo se arriesgó y encendió la luz y agarró el pomo de la puerta del sótano. Como era de esperar, estaba cerrada con llave. Un par de golpes bien dados con el hacha hizo que la puerta se abriera sobre unos goznes bien engrasados.

La escalera se perdía en la oscuridad y Even encontró un interruptor al lado del marco de la puerta que daba luz, no al hueco de la escalera, sino a la estancia a la que se disponía a bajar. Lentamente empezó a descender por las escaleras con el hacha en alto, a pesar de que estaba seguro de que nadie le estaba esperando.

La visión fue sorprendente. El sótano estaba dispuesto en una sola estancia grande, con seis columnas distribuidas en dos hileras. Había una enorme mesa de trabajo colocada entre las hileras de columnas que dividía la estancia en dos partes. En la pared más alejada había dos ordenadores, un televisor con DVD, un reproductor de vídeo y unos aparatos electrónicos que Even no consiguió reconocer desde la escalera. Pegados a la pared más cercana al hueco de la escalera había un banco de carpintero, otro de ebanistería y, finalmente, un tercero para trabajar el metal. Había tal abundancia de herramientas colgadas en la pared que hubieran hecho las delicias de cualquier ebanista o mecánico aficionado.