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– ¡Demonios! -murmuró Even, sorprendido.

Rodeó el banco de trabajo y se acercó al televisor. Tardó un poco en encenderlo y poner en marcha el reproductor de vídeo. Al principio sólo se vieron parpadeos, luego apareció una imagen de una calle, era invierno y parecía que Navidad. Un niño salió de una casa, agitó la mano para saludar a su niñera y avanzó calle abajo. Stig avanzaba dando patadas en la nieve, hizo una bola de nieve y la lanzó por encima de un seto. «Son las 15.07», susurró una voz. La pantalla se fundió en negro, luego se repitió la escena, pero esta vez la nieve estaba sucia y casi había desaparecido. «Son las 15.05», dijo la voz cuando Stig salió a la calle.

Even apagó el vídeo y sofocado se quedó mirando fijamente la pantalla que parpadeaba y zumbaba. Reunió todas sus fuerzas y se concentró en la hilera de vídeos que había en un estante, leyó los lomos y sacó uno. Había un mando a distancia encima de la mesa y Even cambió el casete y pulsó el play. Un instante después apareció su imagen saliendo de un portal y acercándose a una parada de autobús. La cámara se alejó, abrió el campo y advirtió que la grabación había sido tomada en Blindern, hasta que volvió a acercarse para captar el número del autobús. El siguiente corte mostraba a Even sentado en un autobús, se le veía de espaldas, rascándose la oreja. Era invierno y llevaba un gorro de lana. La cámara osciló ligeramente y se oyó una voz en el fondo. Luego la pantalla se fundió a negro. De pronto apareció su casa adosada en el centro de la pantalla; en el borde derecho, el vecino se metía en el coche y se iba. Poco después, apareció Even por la derecha y se acercó a la puerta principal, metió la llave en la cerradura, abrió y entró. La cámara hizo un zoom a la ventana del salón, se quedó esperando hasta que apareció una silueta oscura por delante de las cortinas. Entonces todo se fundió en negro. Nadie había dicho nada en aquel corte.

Even apagó, se apoyó en la mesa de trabajo y echó un vistazo a su alrededor. Vio un teléfono que había encima de una caja de plástico, un adaptador en el que estaban iluminados varios leds rojos y uno amarillo. El teléfono y el adaptador estaban conectados entre sí. Un cable seguía hasta el ordenador que había al lado.

Encima del banco de trabajo había un montón de fotos en papel que llamaron su atención. Even las cogió y maldijo en voz alta. La primera era de Londres, de Newton Road. Even sentado en el borde de una acera, leyendo un libro. En otra estaba sentado en una escalera con un sobre en la mano. En una tercera aparecía entrando en la librería Hermes Tris. Una era muy oscura, era casi de noche, tomada desde lejos y a través de la ventana de la cocina de la casa de Finn-Erik. Otra era de Londres. Even estaba pegado a Susann Stanley en un abrazo. Ella se había puesto de puntillas y rodeaba su nuca con los brazos. «Cuando me fui de Londres -pensó Even-, cuando la vi por última vez.» Había otra fotografía tomada en el restaurante donde Susann y él habían cenado juntos. Ella había posado su mano sobre la de él en un gesto protector y lo había mirado con unos ojos… Even no estaba seguro, ¿cariñosos? Even miró estupefacto sus ojos, su mano cariñosa, se vio a sí mismo, sentado con el móvil pegado a la oreja y una expresión de amargura en la cara. De pronto recordó el destello en el restaurante, la sensación de recibir el disparo de un flash; recordó al hombre en la mesa de al lado hablando por su móvil. Y el olor a sudor agrio. El hombre llevaba barba, y era francés, el mismo con el que se había encontrado Mai. Even jadeó y siguió hojeando el montón de fotografías. No se sorprendió al verse a sí mismo en París, en el metro, sentado junto a Bonjove en el restaurante, saliendo del hotel. No se sorprendió al ver varias fotografías de los últimos días en Oslo, de la oficina de correos de Vika, de cuclillas delante del apartado de correos. Arrojó las fotografías al suelo, agarró un cuchillo que había sobre el banco de trabajo y lo clavó salvajemente en una de ellas. Llevaban meses siguiéndolos, a él, a Mai y a Stig; hacía tiempo que lo habían planeado todo. Habían sabido lo que hacían, paso a paso, cómo sería su reacción ante la muerte de Mai, y habían permitido que recorriera toda la pista de obstáculos que le habían preparado.

El aire apenas le llegaba a los pulmones, tan desesperado y desdichado como se sentía. Lanzó una mirada salvaje a su alrededor y descubrió dos cosas:

Debajo del banco había un par de botas grandes y negras, todavía con el barro solidificado pegado en las punteras. Número 45, predijo Even, sin molestarse siquiera en verificarlo. Al lado había una bolsa de plástico con colillas marrones. Puntos.

Encima del banco había un sobre con sellos franceses y el nombre de Mai, el que le habían robado en la estafeta de correos. Even lo abrió y sacó algunos folios. En el primero ponía Cuarto secreto. Los hermanos invisibles.

Pasó otro folio y empezó a leer.

Capítulo 84

Cuarto secreto

Los hermanos invisibles

Un lugar desconocido, Londres, 6 de diciembre de 1.692

Newton se recolocó la cogulla de manera que la capucha cayera debidamente. Debía cubrir su rostro lo mejor posible sin limitarle la visión. Se sentía incómodo, como solía sentirse en el mundo restringido que creaba la cogulla; el anonimato, los rituales y la información secreta que recibía, sin saber de quién, y sin poder transmitirla, tensaban una cuerda que le soliviantaba y le llenaba de esperanza cuando se acercaba una nueva reunión.

Llamaron tres veces a la puerta. Newton lanzó una última mirada al espejo antes de acercarse a la puerta y abrirla. En el pasillo se abrieron dos puertas laterales y aparecieron unas siluetas cubiertas con cogullas que se quedaron esperando en silencio. Se oyó el penetrante sonido de un gong desde un rincón de la mansión. A paso lento, pisándose los talones, empezaron a avanzar por el pasillo en dirección a las escaleras. Newton sabía que otros hermanos invisibles se acercaban desde otros lugares de la casa a la gran sala de la orden que se encontraba en el sótano. Otros, a los que tan sólo conocía por el nombre que les habían dado en la orden y que tan sólo le conocían por el suyo: Jeova Sanctus Unus.

Bajaron las escaleras. El borde de las casullas rozaba los escalones. Atravesaron unos pasillos iluminados con antorchas, llegaron a la gran puerta de roble y pasaron por debajo de la rosa para entrar en la sala, de la que todo lo que fuera a decirse no saldría nunca.

Hacía diecisiete años que era miembro de la orden. En estos diecisiete años su silla se había movido desde la parte más alejada de la sala hasta donde se hallaba ahora: algo más cerca de la mitad de trayecto hasta la tarima del gran maestro. A lo largo de estos diecisiete años, la voz del gran maestro había cambiado. Se había vuelto más oscura y había adoptado la identidad de Mr. F, el único en la sala que sabía quién se escondía tras el nombre en clave de Newton. Y el único en la sala que Newton sabía quién era en el mundo exterior.

Newton se detuvo delante de su silla, donde podían leerse las palabras «Jeova Sanctus Unus» grabadas en la madera de la parte superior del respaldo.

A lo largo de estos diecisiete años, Newton sólo había pedido la palabra en contadas ocasiones en la sala, la mayoría de veces planteando alguna pregunta a alguno de los hermanos que se hubiera pronunciado sobre algún asunto. En estas ocasiones, siempre había adoptado un tono de voz más agudo de lo habitual en él y con un acento más propio de Ipswich que de Cambridge.