– Tienes ideas delirantes con respecto a esa casa -la cogió desprevenida su propio empleo de la definición «esa casa», distanciando el recinto íntimo de su ser.
– Quédate quieta. No quiero clavarte las tijeras.
– Das la impresión de creer que la gente habla de la revolución como si estuviera decidiendo dónde irá a pasar las vacaciones de verano. O qué coche nuevo se comprará. Fantaseas -atiesó el cartílago de la nariz. El estilo era condescendiente con él y mostraba el engañoso tópico que usa ante los no iniciados la gente acostumbrada al hostigamiento policial.
– No digo que con tantas palabras… pero sus preocupaciones suponían que la revolución debía triunfar; la medida de lo que importaba y de lo que no, de lo que te conmovía y lo que no, en la vida cotidiana, lo presuponía. ¿No es cierto?
Ella había aguantado el ataque de la tijera, sosteniendo casi agresivamente un trozo de espejo mellado para ver qué le cortaba él en la nuca. Murmuraba, quejándose de él sin una coherencia aplicada.
– Yo iba a la escuela, tenía mis amigos, nuestra casa estaba siempre llena de gente que hacía toda clase de trabajos y que hablaba de cualquier tema… tú estuviste allí una vez y viste…
– ¿Qué celebraban en tu casa? Las ocasiones en que alguien escapaba con una sentencia de no culpable en un juicio político. Cuando un líder salía de la cárcel. Cuando un puñado de negros alcanzaba el éxito en un boicot o desafiaba una ley. Cuando había una protesta de masas o una marcha, una huelga… esas eran vuestras nupcias y vuestras fiestas. Cuando los negros morían a manos de la policía, cuando detenían a alguien, cuando los líderes daban con sus huesos en prisión, cuando nuevas leyes desplazaban poblaciones que tú nunca habías visto, proscribían y declaraban ilegal a la gente, éstos eran vuestros lutos y vuestros velatorios. Entonces te enseñaban (por medio de preceptos y de ejemplos, lo sé, no había nada autoritario en tu padre) que ésa era la realidad y no tus placeres personales, tus pequeñas miserias innatas. ¿Pero dónde están esas miserias y tus épocas de locura? Te miro y…
– También había fiestas… árboles de navidad, bodas. Algunos tenían aventuras amorosas con las mujeres de otros… Tú no tienes el monopolio en esta cuestión. No sé si mis padres… pero lo dudo. Aunque Lionel era muy atractivo para las mujeres. Probablemente lo habrás notado en el proceso. Creo que casi todos los médicos lo son. Asimismo había broncas y antagonismos entre la gente…
– Pero siempre entre partidarios leales, entre fíeles políticos.
Ella continuó con la lista:
– Y había muertes.
En medio de la noche Conrad empezó a hablar.
– Pero no es verdad… tú tenías tu fórmula para asimilar todo eso.
Rosa prestaba atención al bullicio y las barreduras de la bauhinia contra el techo de lata.
– ¿No es así? Una forma prescrita para enfrentarse con la carne débil y díscola que se enferma y se consume y se ahoga. Algunos gritan y se golpean el pecho, otros intentan comunicarse con el otro mundo golpeteando mesas de tres patas y así sucesivamente. Entre vosotros, lo que no puede morir es la causa. Tu madre no vivió para continuarla, pero otros sí. El chiquillo, tu hermano, no creció para continuarla, pero otros lo harán. Es la inmortalidad. Si puedes aceptar que existe. La resignación cristiana sólo es un ejemplo. Una causa más importante que un individuo es otro ejemplo. La misma estafa, el futuro en vez del presente. Vidas que no puedes vivir en lugar de tu propia vida. No lloraste cuando condenaron a tu padre. Lo vi con mis propios ojos. La gente decía, qué valiente. Otros dicen que eso es ser un pescado frío. Pero todo es condicionamiento, lavado de cerebro: algo así como una foca amaestrada, con toda probabilidad.
– ¿Qué haces tú cuando ocurre algo terrible? -antes de que él contestara Rosa volvió a hablar desde el diseño de su perfil visto como los valles y los picos de un horizonte nocturno junto a él-. ¿Qué harías? No me refiero a nada semejante a lo que alguna vez te haya ocurrido.
– Querría arrastrar al mundo entero en mi caída. Eso es lo que haría.
– Sería inútil.
– Me importa un cuerno qué es lo «útil». La voluntad me pertenece. La emoción me pertenece. El derecho a ser inconsolable. Cuando siento no existe un «nosotros», sólo existo yo.
Susurraban en la oscuridad como niños que se cuentan secretos. Conrad se levantó y cerró la ventana a la azotante y oscilante negrura ventosa.
Tenía un magnetofón en el suelo, al lado de la cama; palpó los botones y apareció la tintineante sorpresa cambiante de la música de Scott Joplin. Las simples progresiones alegres treparon y se pavonearon por la habitación. Los pies de ella jugueteaban con las sábanas, adquiriendo lentamente el ritmo de las patas de un gato dando masajes. El arrancó las sábanas de la cama y juntos observaron las siluetas de sus ondulantes pies que se meneaban como lenguas, que hablaban como manos. En seguida se levantaron y empezaron a bailar en la oscuridad, volando y enlazándose, un saltito y un golpecito con los pies y un remolino, una risilla, un jadeo tan misterioso como el movimiento de las ratas en las vigas o el de un enjambre de abejas que busca amparo bajo el tejado de hojalata.
La del sombrero de ir a la iglesia que fue a escuchar la sentencia que pronunciaron sobre Lionel Burger era aquella a cuya casa enviaron a los niños la única vez que arrestaron juntos a ambos progenitores. Era hermana de Burger; ella y su marido tenían una granja y llevaban el hotel de la aldea del mismo distrito.
Desde muy pequeña los padres habían preparado a Rosa para el sobresalto de tales contingencias mediante el supuesto de que la cárcel formaba parte de las responsabilidades de la vida adulta, como visitar a los pacientes (su padre) o ir a trabajar todos los días a la ciudad (cuando a su madre le prohibieron trabajar como sindicalista, administró la oficina de compras de una cooperativa para negros y mestizos). A los ocho años Rosa sabía decirle a la gente el nombre por el que se conocía el juicio en el que sus padres eran dos de los acusados, el Juicio por Traición, y explicar que les habían negado la libertad bajo fianza, lo que significaba que no podían volver a casa. Quizá Tony no sabía dónde estaban; la tía Velma estimulaba la idea de que estaba «de vacaciones» en la granja, actitud que los padres no habrían considerado «correcta» y que su hija, ofendida ante cualquier desviación de la forma de confianza de sus padres como una crítica y una traición, intentaba contrarrestar. Pero al chico de cinco años le permitían ayudar a hacer ladrillos: tal vez si hubiese vivido hasta ser un hombre jamás habría superado -¿renunciado a?- ese feliz aislamiento de lo que él mismo veía, tocaba, sentía, a diferencia de todo lo exterior.
Baasie quedó atrás. Rosa se puso furiosa -dando paso a las lágrimas a través de un berrinche- pero Lily Letsile le dijo que a Baasie no le gustaría estar en el veld [campo, zona rural. (N. de la T.)] -Sí le gustaría.
– No, le da miedo, le dan miedo las vacas, las ovejas, las serpientes.
Un embuste. Lily y la tía Velma apelaban a los embustes; Rosa estaba convencida de que sus padres nunca mentían. Baasie, el chico negro que tenía casi la edad de Rosa y que vivía con la familia Burger, iba a la escuela privada que funcionaba ilegalmente bajo la dirección de uno de los compañeros de los Burger, y a la que la propia Rosa había asistido hasta que se hizo mayor y tuvo que ir a la escuela para niñas blancas. Baasie no le tenía miedo a nada excepto a dormir solo, a los perros alsacianos y a las clases de natación. Cuando él y Rosa eran tan pequeños como Tony a menudo compartían la cama, huían juntos de esa raza específica de perros y luchaban frenéticamente por el ancladero de vello húmedo del cálido pecho de Lionel Burger en la piscina fría. Enviaron a Baasie a casa de su abuela; aparentemente no tenía otra madre (de todos modos tenía a la de Rosa), y su padre, un organizador del Congreso Nacional Africano oriundo del Transkei, iba y venía demasiado para poder ocuparse de él.